miércoles, 29 de junio de 2022

Cristina Vázquez: Inocencia

 



La ciudad le pareció a Hermenegildo San Juan una pequeña Vetusta con pretensiones. Al apearse del coche de línea le esperaba un primo segundo de su madre que le había conseguido el trabajo de ayudante de boticario.

—Hijo, siento que te marches, pero es un buen arreglo —le había despedido la madre viuda con sincera pena e inconfesada liberación.

El hijo había tenido muchos tropiezos se justificaba la mujer ante parientes y amigas. Huérfano desde pequeño, con mucha imaginación e inquietudes, y ella, declaraba solemne, no había podido sujetarlo mejor. Pobre muchacho, contestaba con falsa piedad la buena gente que la escuchaba, cada vez menos, pues la señora había dejado de tener importancia y fortuna, a causa de las inquietudes e imaginación de su vástago. Gracias a este primo y a un par de años que estudió química, había conseguido el trabajo de ayudante en la pequeña ciudad.

El chico era de buen parecer. Alto, bien vestido con prendas de calidad un poco raídas, pero con la desenvoltura del que ha viajado y conocido un buen vivir. La desolación que le entró a Hermenegildo al verse en la botica, eso sí la más principal y mejor situada, fue inconmensurable. El farmacéutico era un hombre gordinflón y soso, con unas lentes que permanentemente perdía, sordo y sin destreza en las fórmulas que preparaba. Quería un sustituto para largarse lo más temprano posible al casino.

El único panorama que tenía enfrente era la Mercería Amparo a la que entraban mujeres que le entretenían la vista. Muchas de ellas, luego iban a la farmacia para conocer y disfrutar del novedoso ayudante, lo que hizo que aumentara la clientela.

Una tarde pasó él a la mercería, pues veía abrir y cerrar los postigos a una hermosa mujer. Joven, bien entrada en carnes, un pelo rizado que sujetaba con gracia en un rebelde moño y un andar oscilante que le volvía loco. Al verla más de cerca comprobó que tenía unos ojos verdes rasgados y la boca carnosa que sonreía con facilidad, mostrando unos dientes blancos un poco mellado en una de las paletas que le daba una gracia especial. Pasó algunas veces más y se percató de que, además de la hermosura, aparecía por la trastienda una joven magra, con gafitas de maestra aplicada, sonrisilla tímida, pelo ralo y un delantal lleno de bolsillos. A Hermenegildo le pareció la representación humana, no muy favorecida, del cuento de La Ratita Presumida, o en este caso de la rata, pues hasta su voz aguda y desagradable encajaba con el personaje. Era como una sombra intermitente que aparecía y desaparecía. Cuando le preguntó a la belleza quién era, le dijo despectiva que era una ayudanta, una meritoria que se empeñaba la dueña, doña Amparo, en tener.

Al poco tiempo se hicieron confidencias cuando había algún momento de esparcimiento, incluso en el fondo del café El Ambigú que no estaba lejos de ahí. Instalados en los pretenciosos asientos de terciopelo desgastado, se veían en el espejo veneciano que presidía el saloncito, y sus imágenes reflejadas les confirmaban lo inapropiado que era para ellos ese ambiente provinciano. Ella también había vivido en grandes ciudades. Era la ahijada y futura heredera de doña Amparo, una vieja resabiada y desagradable que, aunque padeciera todo tipo de enfermedades, seguía recia y latosa. Amparín, que así se llamaba la belleza, se quejaba de por qué había que esperar tanto.

—La vida no ha sido justa conmigo, Herme, ni contigo —le susurraba con unas perfectas lágrimas que no terminaban de derramarse, pero daban un brillo irresistible a sus almendrados ojos.

Ella no merecía eso, después de la vida estupenda que había tenido y por mala, muy mala suerte, se encontraba ahí. Y un suspiro sentido le hacía subir su perfecto pecho, obligándola a desabrocharse con pudor los primeros botones de la ajamonada blusa.

—La vida nos ha puesto aquí por algo Amparín.

Le sostenía con decisión las manos. Él tampoco tenía que estar en esa botica con ese viejales, que por más contento que estuviera con su ayuda y por más juramentos de que la iba a heredar, no aguantaba el olor a potingues ni la vulgaridad del boticario.

—Menuda mierda de vida estamos llevando. Nosotros que conocemos el mundo… —remataba lleno de amargura con el asentimiento cálido y cada vez más cercano de ella.

Una mañana a primera hora cruzó Amparín a la farmacia en la que no había nadie. Le llevó a la rebotica y después de un apasionado beso, le confesó que estaba muy preocupada por su madrina. Cada vez respiraba peor, pasaba unas noches de sufrimiento que le partía el corazón, y le puso la mano a Hermenegildo en el lugar dónde palpitaba desbocado.

—No es justo prolongar su sufrimiento, ¿no crees? —lanzó una triste mirada a su alrededor.

 No habría algo que la aliviara esa agonía, algo que… Bueno él sabía más de esas cosas. Doña Amparo, la madrina, falleció de madrugada. Cerraron tres días la mercería por luto en los que Hermenegildo no la vio, pues daría que hablar que en esos días aparecieran juntos.

Pero la mercería tardó una semana en abrir y Hermenegildo no conseguía ver a Amparín. Lleno de culpa e inquietud, con las manos bien lavadas para que no apareciera ningún rastro, empezó a angustiarse. No le servía de consuelo las promesas de que se irían juntos al liquidar la mercería, ni recordar los lugares que iban a visitar: París, el lago di Como, Portofino, la Riviera y tantos otros.

Al octavo día vio el cierre de la tienda subido antes de llegar a la botica y cruzó veloz para verla, pero a quien se encontró fue a la ayudanta con sus rizos descoloridos y el aire ratonil.

—Buenos días Hermenegildo. Te esperaba —le dijo con su vocecita aguda y desagradable, aunque llena de decisión. La sorpresa de él iba pareja a su desencanto.

— ¿Y Amparín?

—Amparín soy yo —contestó resuelta—. La ahijada de doña Amparo. La mercería es mía. Voy a hacerme cargo de la tienda y a casarme.

El hombre se sentó en una silla que ella le acercó con presteza.

—No entiendo nada, pero la ahijada, la heredera —tartamudeó confuso—, no es la otra que también se llama Amparín.

La resuelta mujercilla se puso ante él y con suavidad le explicó que la otra, bueno, era una pelandusca a la que había pagado un buen dinero por ejecutar, así dijo, ejecutar la faena.

—Me he enamorado de ti desde el primer día —le confesó balanceándose con timidez—, y tenía que trazar un plan para poder conseguirte.

Y ahora, metió las manos en uno de los grandes bolsillos de su delantal. Él era un poquito su prisionero, porque ella había guardado una chispita, e hizo un gesto como si contuviera una pequeña cantidad entre el dedo índice y pulgar, del arsénico que le había facilitado a la otra.

Esperó un momento a que Hermenegildo se repusiera de la impresión y recuperara un poco el color.

—Pero no te preocupes. Fijamos una fecha para la boda —le puso, mimosa, las manos sobre los hombros —. Después, a lo mejor, también podemos quedarnos con la farmacia y tendríamos los mejores locales de la ciudad.

Le revolvió el pelo, se puso tras el mostrador y se estiró su primoroso delantal lleno de bolsillos. Mientras afilaba unas tijeras grandes para cortar telas, le miró arrobada.

—Piénsalo. Hay poco tiempo.

© Cristina Vázquez

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