Estaba segura de que nació un día que no era precisamente
su cumpleaños, pues en vez de regalos, su madre la abrigó bien, le dio un beso
y la acomodó en el mascarón de proa de uno de los barcos más temidos de los siete
mares. El único que estaba atracado en aquel arrecife.
El más viejo de los bucaneros fue a darle una patada a aquel bulto que se interponía en su camino cuando oyó unos gorjeos. Salió corriendo en busca del capitán Salgari quien, al ver un bebé a bordo, gritó, juramentó y quiso echarlo por la borda. Por fortuna cambió de opinión y ante aquel rebujo de telas dijo: Todo tuyo, Howard Pyle.
Pyle era la mano derecha del capitán y, aunque, por longevo, no ocupara el puesto de contramaestre estaba al tanto de todo. Lo que no podía hacer por culpa de los años lo suplía la experiencia. No perdió tiempo. Llevó al bebé hasta la cocina para hablar con Tim Severin, el más glotón de los corsarios y allí hubo un conciliábulo para ver qué se le podía dar de comer a aquella criatura. Por fin optaron por una cucharadita de leche bautizada con agua. No tenían mucha práctica y empaparon todo el ropaje. Poco a poco fueron desnudándolo hasta descubrir que era una niña. ¡Lo que les faltaba!
―Debemos echarla a los tiburones y que ellos decidan.
―No seas bestia, Severin ―rugió el viejo pirata.
Pensativos, se quedaron elucubrando qué nombre ponerle. Y llegaron a un acuerdo: se llamaría Little Lux.
Pasaron los días, las semanas, los meses y cada mañana Pyle la despertaba con una caricia para que se levantara a cumplir con sus obligaciones. A los demás con una patada. Un día la niña le pidió que no tuvieran con ella las consideraciones debidas a su sexo, y aprendió a usar dagas, hachas de abordaje, alabardas… Así armada ya no le asustaban los muertos que la miraban con ojos de alacrán herido.
La vida cotidiana no era moco de pavo. Aquellos
ladrones del mar atacaban a diestro y siniestro a todos los barcos con los que
se topaban. Los españoles eran los más codiciados. A bordo estaban convencidos
de que tomaban prestado el botín, aunque no tuvieran intención de devolverlo. Hasta
en las noches de luna llena declaraban, con un vaso de ron en la mano, que restituirían
una pequeña parte a sus verdaderos propietarios. No. Era muy arriesgado y a la tripulación
no había que ponerla en peligro, objetaba el más sobrio. Llevaban años anunciando
el deseo de reintegrar una joya encontrada con la inscripción «1592» que
jurarían era para Felipe II. Nunca lo hicieron.
A la edad reglamentaria Little Lux fue al colegio. Allí sucedió algo mágico: Aprendió a leer. Y pudo adentrarse, letra a letra, en aquellas historias que tanto la hacían soñar. Rodeada de libros iba devorándolos, uno a uno, ella solita. Cuando fuera mayor, se dijo, no pararía de viajar, Mar Índico por aquí, Pacífico por allá, Atlántico por acullá y como mejor guarida: el Mediterráneo. Puso la mano en el corazón y ante el espejo juró que, en un tiempo no muy lejano, saldría en busca de aquel pecio, donde aprendió el bello arte de manejar la espada y de este modo reivindicar que su mundo de ficción bien podría haber sido real.
© Marieta Alonso Más
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