Su madre tenía una muletilla que soltaba de golpe: las hijas eran las que cuidaban a los padres.
Y ella les cuidó hasta que una mañana, no despertaron.
Sus
hermanos aparecieron de inmediato y antes de efectuar el sepelio ya estaban
preguntando por las cuentas bancarias. Como no le gustaban los enfrentamientos,
se puso a pensar que total…, a la larga lo que cogiera hoy iría a parar mañana
a manos de sus sobrinos y les dejó hacer. Le permitieron quedarse en la casa
donde siempre había vivido, en usufructo. Todo lo demás fue a parar a manos de ellos.
Aceptó.
Sin
habérselo propuesto la suerte vino en su busca. En las primeras Navidades
compró dos décimos y como nadie venía a visitarla se olvidó de hacer
participaciones. Le tocó el Gordo. Y se dedicó a conocer mundo.
Al
año se había cansado de tanto viajar. Por lo que decidió asentarse durante un
tiempo en un país remoto donde organizó una especie de entidad bancaria que
ofrecía pequeños préstamos. Trueques que se dice. La primera casa construida
fue
-Espabilen.
Para vivir hace falta coraje. El hambre no es plato de buen gusto.
Los
de ánimo laborioso le hicieron caso, los achantados esperaban que el maná les
bajara del cielo. Volvió a casa. Se trajo consigo a seis niños y seis niñas,
que estudiaron, trabajaron y la vida les cambió.
La
edad provecta hizo su aparición y uno de los chicos, el soltero, el que estudió
Medicina, se vino a vivir con ella, mimándola y cuidándola con más entusiasmo
de lo que ella demostró con sus progenitores.
Mirando hacia el cielo se dirigía a su madre:
Por una vez en tu larga vida, mamá, te
equivocaste. Los buenos hijos también arriman el hombro.
©
Marieta Alonso Más
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