Según se chismorreaba, Mauricio era uno de los
chicos del pueblo a los que le faltaba un hervor, no era el único. Lo de tonto,
necio, mentecato… cuando lo escuchaba me dolía, por lo que en mi fuero interno le
llamaba berzotas, que puede ser lo mismo, pero no suena tan fuerte. Era mi buen
amigo.
Siempre me ganaba al jugar con la peonza en la
plaza. Yo tiraba flojito temiendo que se me fuera a romper esa forma ovoide que
me inundaba el alma. Se reía de mí. A él le gustaba correr, frenar la bicicleta
contra el frontón, oír conversaciones ajenas…, luego me las contaba a su
manera, y parecían hasta verdad. Me instaba a escribirlas, que era lo que a mí
me gustaba. Un día robó un cuaderno rojo de la papelería del Tuerto y me lo trajo
de regalo. Que me sentara debajo del almendro y escribiera todo lo que él me narraba.
Con sus historias llenamos otro cuaderno verde y otro amarillo, sus colores
preferidos. Ya eran tres.
Me marché del pueblo a estudiar, pasaron los
años, y cuando ya estaba colocado en una buena empresa y formado una bonita
familia, un anochecer invernal tan denso que al caminar por callejuelas
solitarias parecía que de un momento a otro te iban a asaltar, Mauricio se
plantó ante mí con su morral y llevando bajo la axila los tres cuadernos con
los colores de nuestra niñez. Como en el pueblo no había trabajo se había
venido a la ciudad, a mi casa. ¡Para eso eres mi mejor amigo!, masculló sin
esperar respuesta.
Desde entonces fue nuestro chófer, recadero, jardinero,
el hombre imprescindible para mi mujer y mis hijos. Siguió contándome historias
que yo seguí escribiendo. Hasta que un día me animé a publicarlas. No conseguí
convencerle para que su nombre apareciera junto al mío. Prefería pasar por la
vida de incógnito. ¡Qué el famoso fuera yo!, y se reía como si un cervatillo
brincara en su portentosa barriga.
© Marieta Alonso Más
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