Comenzaron las campanadas.
Cuatro en total. Busqué el reloj de pared que emitía aquel fuerte sonido, y lo
hallé al lado de la puerta. Un rayo de luna alumbraba el cadáver que no mostró
síntomas de impaciencia. A su alrededor dormitaban la viuda y dos criadas. No
había nadie más en aquella casa solitaria, salvo yo, que nunca he tenido buenas
intenciones y vigilaba a través de la ventana. Mañana sería otra cosa, el
pueblo entero vendría a rendirle homenaje al que fuera primero empresario con
mucha suerte y luego alcalde con muchas obras.
Tenía que actuar esa noche. La
tapa de la caja era fácil de abrir y con mi pericia en un santiamén podría
librar al difunto de cualquier peso. Luego le daría dos palmaditas en la cara
agradeciéndole el detalle de no interponerse en mi camino. No lograba comprender
esa manía de enterrar a los muertos con sus cosas más preciadas. ¡Si los
cementerios solo son un campo de calcio!
Déjate de elucubrar y
aligera, pensé. ¿Quién en su sano juicio me podría asegurar que algún sobrino
surgido de las tinieblas, no decidiera quitarle el reloj, el anillo que lucía
en el dedo y la cadena enganchada al cuello? Recordé que me corroboró un día
que se los celebré que todo era de oro de dieciocho quilates. A la viuda no
había que tenerla en cuenta, tenía ratoncitos en la cabeza. Espabila que se
hace tarde. Profanar tumbas daba mucho trabajo, que si la pala, que si… Nada, ¡Venga
ahora!
De niño mi madre me susurraba
al oído que no había nadie que careciera de valor. Creo que soy la excepción.
Me dedico al arte de robar y hasta ahora he tenido suerte, pero tiendo a ser un
cobarde congénito.
Basta ya de palabrería
barata. Vamos, entra por la ventana sin hacer ruido. Ante el féretro me quité
el sombrero en señal de respeto. Todo iba bien, ya tenía el reloj de pulsera y
el anillo. Pero al levantarle un poco la cabeza para sacar la cadena sin
hacerle daño, el muerto abrió los ojos. La dejé caer sobre la almohada fúnebre
y los ojos se cerraron, volví a levantarla y los ojos se abrieron. A la tercera
le susurré: Vale, quédate con la cadena si tanta ilusión te hace.
A veces los muertos tienen
unas reacciones muy extrañas y debo reconocer que yo soy muy cumplido. Me
largué de allí, no sin antes arramplar con todo lo que pude y también con el enorme
reloj que se hizo notar al dar una campanada. ¡Parece mentira lo rápido que
pasan treinta minutos!
© Marieta Alonso Más
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