Han pasado diez años. Parece
mentira, pero aún recuerdo como si fuera el día de ayer cuando me llamaron para
contarme que ibas para el hospital. Un golpe, dicen que fue una furgoneta la
que te dio con el retrovisor cuando podías cruzar y el conductor no te vio por
estar mirando hacia otro lado. Tú sólo salías a dar tu paseo de todas las
tardes, cruzando un paso de cebra que conocías con los ojos cerrados y quizá
escuchando música en los auriculares, o el partido de esa tarde… ¿Quién lo
sabe? Nadie lo sabe, no podemos saberlo. ¿Cómo podríamos?
Ese día te ingresaron en el hospital
con un traumatismo craneoencefálico del que, a pesar de todo, jamás llegaste a
despertar. Fueron dos semanas donde ninguno supimos qué hacer, más que apoyar a
la abuela que no podía asumir que un hijo se le fuera tan pronto de los brazos.
Recuerdo esa cita de “El Señor de los Anillos: Las Dos Torres”, una película
que creo que llegué a ver saliendo de casa de la abuela y tuya aquella fría
Navidad de 2002.
“Ningún padre debería enterrar a sus
hijos”. Y qué gran verdad. Aún todavía, no sabemos cómo hablar de ti sin temer
que algo vuelva y haga pedazos su entereza. Está haciéndose mayor, como todos
nosotros. Pero sé que pase lo que pase, nunca te olvidaremos ni dejarás que
caminar a nuestro lado día a día.
Hoy vuelvo a su casa, vuestra casa,
la que abandonaste pocos años antes de aquel terrible accidente con la ilusión
de quien por fin puede conseguir su espacio y vivir en la independencia. Vuelvo
a entrar en la que fue tu habitación, ese pequeño espacio donde todos tus
sobrinos hemos jugado, reído, creado e imaginado hasta quedar rendidos.
Despacio, acaricio con las manos el pequeño mueble donde estaba la mesa
extraíble y donde guardabas ese viejo ordenador que no tiraba casi con el Windows
2000. ¿Te acuerdas? Diría que, si lo pienso, ahí empezó a abrirse mi mente a la
escritura. Allí fue donde creé mis primeras ideas, aunque fueran tonterías de
una niña de trece años que se inspiraba en sus ídolos para crear alguna cosa
que pudiese merecer la pena.
Mientras sigo avanzando, los
recuerdos me invaden como una ola y parece que vuelvo a ser una adolescente que
sufría por los romances rotos de los famosos de la época como si fueran el
mayor drama del universo. Encuentro la minicadena, esa en la que puse disco
tras disco, una vacación tras otra cuando me quedaba largos periodos con
vosotros mientras papá y mamá trabajaban. Sin quererlo, las notas de una
canción que nos gustaba a todos resuenan en mi cabeza:
Quién le dio sentido a nuestro amor
No fui yo, fue nuestro corazón
Con las lágrimas a punto de salir,
me acerco al alféizar de la ventana. Los recuerdos siguen llegando,
deslizándose junto con mi mirada hacia el horizonte de edificios que van
creciendo año a año. Muy pronto, lo que era antes campo terminará siendo
ciudad, y la expansión urbana seguirá. La vida continuará, los que estamos
seguiremos haciéndonos viejos…
Pero tú, mi querido tío, serás
inmortal para siempre. Y sé que, sea como sea, algún día nos volveremos a ver y
a caminar junto a los que queremos. Porque, como dice esa otra canción:
No, no quiero más clases de falsa moral
Que nadie es culpable por amar
Sólo el tiempo puede ser nuestro juez…
Te quise, quiero y querré.
Relato dedicado a Juan José García Amo en el décimo
aniversario de su muerte. Tu familia no te olvida. Gracias por todo allá donde
estés.
Citas: “El cielo no entiende” y “Falsa Moral”, del disco
“Antropop” de OBK
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