Cuando se graduó la enviaron
a un pueblo, luego a otro, y como a la tercera va la vencida llegó para siempre
a esta escuela donde el suelo era de cemento, las paredes sin enfoscar, ventanas
difíciles de cerrar, no había pupitres ni bancos, solo una mesa y una silla de
plástico vacía. Veintidós niños de diferentes edades y conocimientos la recibimos
puestos en pie.
En aquel entonces yo tenía siete
años y nada más verla me engatusó con aquellos ojos que tenían el color de la
aceituna y aquel pelo negro azulado que se ondulaba los días de lluvia. Y me
entró el antojo de estudiar.
Ella
no era como la otra, que con una regla te espabilaba si te pillaba medio
dormido. La nueva maestra cada vez que hablaba sacudía la modorra de la clase, de
la aldea, hacía que el sol calentase en el frío invierno, que las huertas en
verano sacaran todo lo sembrado, hasta habló con el alcalde y con el cura para
que las fiestas volvieran a ser las de antes, y con el dinero que se recaudara
se hicieran pupitres y se adecentara la escuela.
Creo
que a mi padre también lo engatusó, como era carpintero se ofreció a mitad de
precio, también debió volver loco a nuestro vecino que era albañil, tenía diez
hijos y regaló su trabajo, los fines de semana, si lograba ablandar las cabezas
de sus hijos. Si uno solo llegaba al bachillerato se daba por satisfecho.
Nuestra
aldea dejó de ser aburrida. Un día, mi madre, casi con tono de súplica le dijo
que no sabía leer ni escribir. Ella contestó: Eso lo arreglaremos. Y desde
entonces ayudé a mi madre a hacer sus deberes. Ella se levantaba más temprano
que de costumbre para que le diera tiempo a lavar, planchar, limpiar, atender a
los animales, hacer conservas y así pasó más de un año. Un día secreteó a la
maestra que por mucho trabajo que tuviera siempre tenía tiempo para pensar. Y
la maestra le prestaba sus libros para que jugara a cavilar. Yo no sabía lo que
significaba ese verbo y ella me puso un ejemplo que entendí enseguida, cavilar
era como rumiar las palabras, lo mismo que hacían las vacas con el alimento que
lo masticaban por segunda vez.
A
mi madre y a mí nos dieron el Certificado de Primaria a la misma vez. A mi
padre se le saltaron las lágrimas. Mi madre le alcanzó un pañuelo y le animó a
rumiar en vez de gruñir como hacía Napoleón, mi cerdito preferido.
©
Marieta Alonso
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