No me gustaba estudiar.
Por
eso con diez años estaba en tercero de primaria, como repetidor. Una mañana
hice una de las mías y la maestra me castigó sin recreo. Avisé a mi madre que
le echó una buena bronca a la que se creía con derecho a llamarme la atención.
Yo estaba enfermo del corazón, se enteraba, y había que darme todos los
caprichos.
La escuchó sin mover un
músculo de la cara y cuando nos quedamos solos vino hacia mí y me dijo muy
bajo: ¡Qué bien que tu corazón sea frágil, así con un buen susto te quedas
tieso! ¿Te quieres morir?
—Por supuesto que no
—contesté en un tono muy pedante.
—Pues hagamos un trato. Te
pongo al frente de la disciplina del aula, si lo consigues, no seré tu verdugo.
Pero a la primera que me hagas: ¡Zas!
Pensé que esa gente que no
alza la voz era muy peligrosa. Y entramos en negociaciones.
Al final de curso no solo
pasé de grado, lo hice con notable. Yo que tendía a que mis luces intelectuales
estuviesen apagadas, de pronto se encendieron; mi padre que me tildaba de tonto
dejó de decirlo y me premiaba con un libro y llevándome al cine; a mi madre el
orgullo se le salía por los poros, y eso que estaba celosa, pensaba que quería
más a la maestra que a ella. Y puede que no anduviese muy descaminada, porque
cada vez que tenía dificultades con alguna asignatura visitaba a mi profesora
que tenía el don de hacer fácil lo difícil.
Un día me aconsejó que
aprovechara mi mente para vencer a mi débil corazón. Y fue el mejor consejo que
me han dado en la vida.
© Marieta Alonso Más
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