Mi pueblo, que está a los
pies de un macizo, tiene una calle bien ancha, cinco callejuelas estrechas en
pendiente y el doble de pasadizos siempre hacia arriba. En la principal está la
iglesia de San Antonio, sin cura fijo, la bodega del Emiliano que solo vende
vino, y la botica de don Facundo con más hierbas que medicamentos.
Hubo un tiempo en que teníamos
Ayuntamiento, luego vino a menos. Hoy moramos en él un niño de ocho años, los
padres del chaval y tres jóvenes solteras que según mi vecina como no aparezca
algún forastero se quedan para vestir santos. Luego estamos los viejos, doce,
mayoría absoluta. Según el último censo éramos veinte, pero dos se fueron este invierno.
Dicho así podría parecer
deprimente, pero no, mi pueblo tiene solera. De las treinta casas que hay en
pie, solo nueve están ocupadas, y cinco conservan un escudo en la fachada
principal. Hay una ermita a dos kilómetros de distancia que es la envidia de
todo el valle, dedicada a la Virgen de la Soledad a la que vamos cada año en
romería.
A pesar de haber cumplido dos
veces cuarenta abriles, no paro de trabajar. Tengo una vieja mula, la Jacinta,
que es el ser más vago de este mundo, pero remedia. Me sirve para trabajar como
transportista, ya que de lunes a viernes llevo al chico al colegio más cercano
que está a unos tres kilómetros casi cuatro, compro el pan para mis paisanos,
puntillas y cintas para la Antonia, el aguardiente de don Tomás... Regreso y
hago el reparto. Trabajo la huerta. Luego comemos el animalico y yo. Me tumbo a
la siesta y otra vez al camino para traer al niño.
Yendo al ritmo de mi Jacinta
he recordado que yo de joven generaba antojos, que si hubiese sido un poco sinvergüenza
lo mismo habría engendrado dos docenas de hijos y hoy mi pueblo bulliría de
gente. Pero no fue así. Demasiado tímido.
Aquí se necesita savia joven,
pienso. Hablaré con don Facundo por si tiene algún elixir del amor. Mientras lo
encuentra voy a correr la voz, de que sería del agrado de la Virgen de la
Soledad que en la romería de este año por cada chupito de vino que los mozos bebiesen
se besara a una joven casadera. Y si luego la relación fuera a más, sería de
obligado cumplimiento venir a vivir aquí, el lugar donde nací, donde se
facilitaría vivienda con escudo a muy buen precio.
Y contra todo pronóstico…
Surtió efecto.
© Marieta Alonso Más
No hay comentarios:
Publicar un comentario