Miraba y remiraba el escueto billete que le había entregado su doncella Josefa el día anterior con expresión pícara. El papelillo olía a su propio perfume de bergamota de tanto guardarlo y volver a sacárselo del pecho. No es que fuera un texto original: Era escueto y de inabarcable significado. “Amor mío, amor mío.” Más bien resultaba vulgar, pensó Magdalena, poco imaginativo, pero era el único estimulo o aliciente que le había surgido en los últimos años. Un billete de amor. ¿De quién será? La doncella levantaba los hombros enigmática cuando se lo preguntó. Se lo había dado un señor bien elegante y le pidió que fuera al día siguiente a un lugar que le había indicado. Mientras lo decía se balanceaba de un pie a otro sin mirarle a la cara. Como era carnaval nadie la reconocería, terminó Josefa convincente.
Vestida de luto, la blancura de la cara, cuello y manos de Magdalena resaltaba con ferocidad de luna llena. Se daba pellizcos con disimulo para hacer brotar alguna lágrima o algún apenado hipido y poder componer, de una vez, la imagen de la viuda doliente pero digna.
Mientras recibía los pésames y desconsolados saludos, piensa en el billetito: “Amor mío, amor mío” ¿Quién se lo podía haber mandado? De tanto en tanto lanzaba acuosas miradas al solemne catafalco de su importante, orondo y rijoso marido que Dios tuvo a bien llevárselo a los tres años de su matrimonio.
Esta había sido la repetida historia de salvar a una familia de la ruina y a una hermana de la deshonra, entregando a la otra como codiciada mercancía a un próspero y viejo esposo. Ruina debida a la estupidez paterna y al despilfarro materno. Y el deshonor, por la huida de su hermana con un capitán de dragones polaco de paso por Madrid. La muy tonta ahora escribía, desde guarniciones de difícil pronunciamiento, que la dejaran volver. Al menos, ella supo lo que era tener un hombre entre sus brazos y sus piernas. En cambio, su suerte había sido cargar con la panza de rana, las piernas cortas y la halitosis de don Onésimo Olastegui de las Frondas, primer marqués de las mismas Frondas.
Por fin. Por fin, él reposaba tranquilo. Pues se ponía muy inquieto e irritable cuando llevaba a su hermosa mujer del brazo. Los comentarios malintencionados y los cuchicheos envidiosos que levantaban a su paso, don Onésimo lo soportaba mal, muy mal. Envidiosos, decía por lo bajo. Malsanos envidiosos. Pero por la ciudad corría el chisme de que el orondo caballero no conseguía rematar faena con su hermosa mujer.
—Montar a la potra —confesaba irritado a su médico.
Un hombre de tan declarada sensibilidad al referirse a su esposa, reclamaba al galeno pócimas de ala de mosca española o cuerno de unicornio. En sus fallidos intentos optó por tapar los ojos a la hermosa Magdalena para no tener que aguantar la mirada burlona de ella, hasta que la mujer decidió no seguir soportando la torpeza marital. Le exigió que la dejara en paz o sería el escándalo de la ciudad, pues lo propagaría a los cuatro vientos.
Llegó el matrimonio a un conveniente acuerdo: él no lo intentaría más, solo le pedía acariciarla y su silencio. A cambio, le prometió que tendría las sedas más finas de oriente, los collares de chatones y las perlas de la Conchinchina prendidas de su talle. Cada uno cumplió su parte del trato con honestidad y hasta sentido del humor. Encontraron una complicidad equilibrada en sus mutuas demandas. Recordar esto le ayudaba a soltar alguna lágrima. Aunque pensaba vivir la viudedad con el esplendor y la pasión que le había sido negada.
Magdalena. Amor mío.
La batahola de risas y música del carnaval se colaba por las ventanas entreabiertas para aliviar el olor dulzón a podredumbre y flores. El ruido se sobreponía a veces al bisbiseo de los rezos y la brisa que entraba hacía temblequear la llamita de las velas. A Magdalena se le iban los pies y cada poco notaba la apremiante mirada de su doncella Josefa.
En un momento dado adujo un gran cansancio. Se iba a retirar para reponerse un poco. Cerró la puerta de su cuarto, se vistió con un disfraz de Colombina y salió con la máscara puesta acompañada de la doncella. Tenían cuarenta minutos para llegar al punto indicado por el misterioso caballero del billete y volver. Llegaron a paso vivo al lugar donde un grupo manteaba a un pelele con forma de mujer. Súbitamente tuvo la certeza de que la cara del pelele era una burda imitación de la suya. Se quedó paralizada. Cantaban una soez canción. Reían haciendo gestos obscenos y oyó estupefacta el ofensivo estribillo: “Magdalena, amor mío, nueva y sin catar estás para pecar.”
Las risotadas alcohólicas y los empujones de la gente le dificultaron la vuelta a su casa. Se arrancó el disfraz con vergüenza y repugnancia. Vio una satisfecha expresión de sorna en la cara de su doncella y entonces sí lloró con vehemencia a los pies del difunto.
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