sábado, 29 de octubre de 2022

Cristina Vázquez: Inesperado cortejo

 



Qué pesadas las madres con su empeño de que conocieran España, comentaban unas a otras en el autobús que llevaba a las adolescentes a conocer Sevilla. Pero la excitación por cambiar de rutina, abandonar unos días el uniforme, la familia…, las llenaba de una expectativa de sabor a chicle y ginebra prohibida, que las llevaba a esperar eso que solo se intuye a una edad muy temprana y que luego se diluye en la realidad.

El colegio había organizado una excursión para que se les quitara un poco el pelo de la dehesa que lucían, peroraba la señorita Castillo agarrada al micrófono, con el mismo entusiasmo de una concursante televisiva que acabara de ganar un premio. Les iba explicando la historia y bellezas que encontrarían en la ciudad, los almorávides y los almohades, La Giralda y El Giraldillo, La Plaza de España, el parque de María Luisa… Las chicas intentaban mirar el paisaje o ponerse con disimulo un pinganillo para no oírla.

—Esta cuando se anima da miedo —le bromeaba Ana a Casilda—. Si tiene novio lo debe dejar al pobre disfuncional.

—¡Ya quisiera! Si está más seca que la mojama.

La señorita Castillo era de edad incierta. Madura, bien proporcionada y si se arreglara con un poco de gracia y se quitara las gafas, afirmaba la sinuosa Reyes, considerada por sus compañeras la profesional de la estética y el estilo. Un coro de incredulidad y hasta de burla respondía a las ilusorias afirmaciones de esta.

—Ni pasando por el quirófano, hija.

Los comentarios frívolos, inoportunos, hirientes y burlones entretenían la charla de las adolescentes, pese a la reiterada petición de silencio de la señorita Castillo.

El primer día fueron a visitar la ya mencionada y descrita con minuciosa precisión Plaza de España. A la señorita le costaba mantener el orden y el silencio en ese enjambre excitado y excitable, no solo para que la atendieran sino por los moscones que aparecían cada poco a bromear a las jóvenes, a los que estas respondían a veces con descaro, otras con altanería y a la pobre señorita se le iba soltando el moño en su sofocado intento de mantener el orden. Le faltaba autoridad y voz, le faltaba energía. Su dulzura y saber se iban diluyendo entre las fuentes y los espléndidos azulejos.

Un hombre enjuto, moreno de verde luna, como diría el poeta, las seguía a una inquietante distancia. Silencioso, una elegante sombra que sin hacerse molesta no se apartaba del grupito, igual que si fuese un secreto vigilante. La señorita Castillo le observaba de reojo con un parpadeo acelerado.

Las chicas reían y le miraban haciendo algún comentario subido de tono o provocativo, pese a que la profesora les chistara y les pidiera un poco de seriedad, dijo en un arrebatado momento. El joven no se inmutaba. A lo sumo una sonrisa un poco lobuna le cruzaba la cara.

—Basta ya —las apremió en un tono bajo—. Parecéis unas cualquiera. Os tenía que haber dejado con el uniforme.

El hombre no se apartó del grupo. A una prudente distancia las seguía, desapareciendo unas veces para volver a verlo al rato cruzándose con ellas.

Esa noche las cuatro más amigas, Ana, Casilda, Reyes y Belén se reunieron en una de las habitaciones y se dedicaron a vaciar el minibar, no solo del lugar de reunión sino todas las tentadoras botellitas que cada una trajo de su cuarto. Casilda empezó a vomitar y a ponerse pálida y verdosa. Parecía que le estaba entrando fiebre y una tiritona la sacudía. Reyes y Belén decidieron llamar al cuarto de la señorita Castillo que no respondió.

Después de dar muchos golpes en la puerta sin obtener respuesta, ya a punto de bajar a conserjería, esta se abrió lentamente y apareció el moreno de verde luna como Dios lo trajo al mundo. Con esa sonrisa lobuna cruzada en la cara, les espetó.

—Largaos niñatas. Arreglar vuestros problemas. La señorita Castillo ni va a ir ni va a volver.

Y cerró la puerta con mucha suavidad. Belén dijo que le pareció ver un rastro rojizo en la mano del hombre, pero Reyes afirmó a la policía que oyó reírse, al fondo de la habitación, a la señorita Castillo.

© Cristina Vázquez

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