lunes, 17 de octubre de 2022

Paula de Vera García: Rojo y Negro - Primera parte

 


Noche sin luna. Calles vacías. Ni un alma caminaba por Burgos en aquella oscuridad apenas rota por algunas farolas mortecinas. Claro que hacía ya casi veinte años que el mundo no era como lo recordaban. Barri suspiró una última vez antes de atreverse a subir los escalones que restaban hasta la pequeña plazoleta, oteando a su alrededor por pura costumbre mientras se deslizaba entre los soportales. La enorme silueta de la catedral se alzaba a sus espaldas como un centinela silencioso y protector. El joven resopló, apartando la vista para fijarla en su objetivo. Fuera como fuese, debía ser muy cuidadoso y no llamar la atención, o se iría todo al traste. Aquella noche no estaba dispuesto a consentirlo.

Cuando alcanzó por fin su objetivo, uno de sus grandes puños golpeó la madera del portón con una cadencia suave y específica. Sabía que lo escucharían. En efecto, apenas cinco segundos después, la mirilla se abrió y dos ojos grandes y verdosos lo atisbaron desde el otro lado, intrigados.

― ¿Santo y seña? ―preguntó una voz femenina.

― “La ciudad es nuestra” ―repuso Barri, sin vacilar.

Como suponía, ante aquella respuesta se cerró la mirilla y, un instante después, resonó el inconfundible martilleo de un cerrojo pesado al ser abierto. Cuando la madera se deslizó apenas hacia dentro, el recién llegado se escurrió hacia el interior del edificio.

―Ale. Me alegro de verte ―saludó al centinela, mientras esta cerraba sin vacilar a sus espaldas y volvía a posicionar el enorme mecanismo de cierre―. ¿Ha llegado el resto?

Alejandra Bastión asintió casi sin mirarlo. Al menos, antes de flanquearlo para avanzar por el recibidor en penumbra.

―Lucas te está esperando en el salón del fondo ―lo informó, guiándolo en esa dirección.

En efecto, en pocos segundos Barri se encontró frente a una nueva puerta abierta, esta vez enrejada y de forja relativamente reciente, que franqueaba el paso a una sala larga y oscura. En la semi oscuridad y alrededor de una gigantesca mesa de madera tosca, se encontraban reunidas casi una decena de personas a las que Barri conocía mejor que a su propia familia.

―Ah, Barri. Ya estás aquí ―saludó un hombretón de pelo cano, girándose hacia él, en cuanto Ale cerró tras de sí―. ¿Lo has conseguido?

El aludido asintió con brevedad, antes de sacar un rollo de papel ajado del interior de su chaqueta.

―Aquí lo tienes, Lucas ―le indicó, pasándoselo a su interlocutor―. No fue fácil, pero con esto podremos acceder a la guarida de la Reina Roja. Estoy seguro.

En apariencia conforme, el primero desplegó el enorme mapa frente a él y lo observó, interesado. Como si hubiese sido una señal, los presentes intentaron acercarse entonces un par de pasos para curiosear, pero desistieron en cuanto el líder se giró y se dirigió hacia la mesa central.

―La red de túneles bajo la colina ―musitó entonces uno de los hombres jóvenes que rodeaba la mesa, un chico con ojos saltones y peinado militar, antes de alzar los ojos hacia Barri con evidente escepticismo―. Ya conoces la leyenda, colega. No hay forma de acceder desde la ciudad así…

―En este caso, Morgade, te equivocas ―lo rebatió el aludido con toda la calma del mundo. Ante el interés también de Lucas, Barri se acercó y se apresuró a señalar un punto en el plano que el líder sostenía―. Es cierto que nadie ha conseguido averiguar hasta la fecha dónde se encontraba el túnel secreto al pozo, pero es porque siempre ha sido un secreto tenido a buen recaudo. ―Apuntó de nuevo hacia el papel―. En especial, sobre los planos de estos túneles.

― ¿Crees que es seguro? ―preguntó entonces Lucas, en voz queda.

Barri meditó durante un segundo antes de asentir, confiado.

―No estoy seguro de hasta qué punto la Reina Roja y sus secuaces conocen la ciudad como nosotros, los que hemos nacido y crecido aquí ―apuntó―. Pero algo me dice que estos cinco años de dominio no le han dado todo el control que desearía sobre la ciudad. De cualquier forma… ―Barri señaló entonces hacia una esquina en penumbra, a sus espaldas―. Creo que, definitivamente, ahora estamos listos para enfrentarnos a ellos y derrocarla.

Lucas lo contempló durante varios segundos que se hicieron eternos, con aire reflexivo. El ambiente a su alrededor pareció espesarse, como si pudiese llegar a cortarse con un cuchillo. Sin embargo, al cabo de ese intervalo, el líder de aquel grupo suspiró y asintió, conforme.

―Muy bien, compañero ―aceptó―. Entonces, es el momento de actuar.

 

***

 

El ascenso hasta el primer punto clave del recorrido se hizo tan eterno como angustioso. Como de costumbre cuando un Escuadrón Bendecido salía de patrulla, la prudencia y el sigilo eran las mejores armas de las que se podía disponer. Y, aun así, a pesar del entrenamiento, Barri podía percibir una extraña tensión en todos sus acompañantes mientras subían callejeando hasta el límite de la colina de San Miguel.

A pocos metros de ellos, se alzaba ya la silueta imponente y oscurecida de la iglesia de San Esteban, su destino. Antes de llegar, no obstante, el moreno líder echó un vistazo discreto a su espalda, sobre sus acompañantes. Aparte de la belleza de ojos verdes que era Alejandra y el siempre deslenguado Morgade, con su corte de pelo casi militar, su grupo lo componían otros cinco efectivos de la mayor confianza de Lucas Mendoza, el cerebro de la operación: la primera era la rubia Clara, novia de Alejandra. Detrás iba Raquel, su experta en termografía, con sus labios carnosos y su piel de color café. Flanqueándola se situaban dos jóvenes cadetes, aún adolescentes, llamados Alicia y Josué. Pareja y expertos en negociación. Por último, Emma, la pareja de Morgade, acompañaba a este en la retaguardia. Y, aquella noche la intención del comando era intentar dar el golpe más duro del último lustro a los invasores vampiros de la ciudad.

Había sucedido hacía varias décadas. De un día para otro, una extraña enfermedad pareció comenzar a aquejar a un pequeño porcentaje de la población. Los afectados, por alguna razón que nadie quería elucubrar en voz alta, dejaron de comer, de beber, de dormir… Hasta el punto de convertirse en criaturas nocturnas que sólo buscaban saciar su sed de sangre. No estaban muertos, puesto que aún parecían conservar algunos rasgos vitales y fisiológicos muy básicos. Pero, de alguna manera, dejaron de ser humanos. Y, tras ver aumentada su fuerza y su número por los contagios vía mordedura, aquella nueva y macabra especie había logrado hacerse con el control de casi todas las grandes urbes del planeta… y también de las más pequeñas. En particular, Burgos había sido conquistada por un pequeño contingente que se había hecho más y más fuerte con el paso de los años, atrincherados bajo el castillo semi en ruinas, recorriendo su red de túneles y galerías subterráneas hasta convertirlo en un bastión casi inexpugnable… hasta ahora.

―San Esteban ―susurró Morgade, con cierto tono maravillado que demostraba lo escéptico que había seguido estando hasta ese instante―. Así que… ¿la leyenda era cierta?

El líder asintió con brevedad no exenta de satisfacción, antes de señalar la iglesia en penumbra casi en el mismo gesto.

―Eso parece. ¿Vamos?

Tras intercambiar una mirada que duró apenas una décima de segundo entre los presentes, todos se movieron y adoptaron sus posiciones de vigilancia mientras se aproximaban al enclave. No obstante, en el segundo siguiente a que empezasen a alzar las armas y sin que las mirillas de visión nocturna tuviesen tiempo de mostrar apenas nada, Barri dio el alto en seco al intuir un trío de sombras cercando la iglesia. Mientras estas se aproximaban con cierta lentitud, sin hacer gala de su habitual rapidez sobrehumana, los ocho jóvenes alzaron sus rifles, ballestas o pistolas según el caso y esperaron la señal de Barri.

Eran tres vampiros, no cabía duda. Sus rostros mortecinos, al salir a la luz bajo el foco de una destartalada farola cercana, mostraron sendas sonrisas ilustradas con colmillos nada tranquilizadores. Aun así, Barri tardó varios segundos en decidir qué hacer. Sin quererlo, dudaba. Las reservas de plata para las balas cada vez escaseaban más, dado que tenían que venir de lugares muy remotos como podía ser Latinoamérica, en el mejor de los casos. Y las estacas de madera debían ser encajadas en sitios muy concretos de su anatomía.

«¿A qué estás esperando?», se preguntó para sus adentros.

De cualquier forma, no se sorprendió cuando su mano se alzó y bajó de inmediato, dando la señal para disparar justo en el instante en que los dos vampiros se abalanzaban sobre ellos; rugiendo con el deleite de quien ha encontrado una presa jugosa que matar. En un segundo, afilados virotes se liberaron de sus cuerdas y balas brillantes salieron al son de los dedos apretando varios gatillos, pero los vampiros seguían siendo una raza muy rápida. Con insultante facilidad, los dos agresores esquivaron la mayoría de los proyectiles. En un santiamén, alcanzaron al grupo y lo hicieron dispersarse. Para bien o para mal, casi todos los subordinados del clan Mendoza estaban entrenados hasta la extenuación en artes marciales, por lo que la pelea pareció igualarse durante varios segundos en los que casi todos los humanos presentes terminaron agotados.

Eso sí, cuando por fin una de las criaturas nocturnas fue alcanzada en un punto “vital” de su anatomía y cayó al suelo, chillando de agonía, sus dos acompañantes parecieron acobardarse sin motivo aparente. Así, visto y no visto, de pelear contra tres vampiros vivos, los humanos se encontraron frente a un cadáver de “chupasangre” y nadie más. Con la respiración agitada, el comando permaneció aún unos instantes en tensión, las armas en alto en la medida de lo posible. Sin embargo, tras un minuto de reloj, se rindieron a la evidencia inmediata: fuera como fuese, ahora se encontraban solos en la calle. Al menos, hasta que un grito de dolor resonó entre los miembros del grupo como el estallido de una bomba. Alejandra.

―¡Ale! ¿Qué te ocurre? ―quiso saber Clara, angustiada, mientras veía a su novia encogerse de dolor.

Esta apretó las facciones mientras se seguía sujetando un brazo con la mano y angustia evidente.

―Clara… Creo… que…

La rubia, al comprender, abrió unos ojos como platos y casi pareció tentada de apartarse de golpe. Sin embargo, fue apenas lo que duró un parpadeo, antes de que se inclinara de nuevo sobre la de los ojos verdes.

―Ale… ―gimió―. No puede ser…

― ¿Qué ocurre? ―quiso saber Barri de inmediato, aproximándose por entre el resto de los presentes.

Clara, como imaginaba, se colocó de inmediato entre Ale y él con expresión desafiante.

― ¡Nada! ―replicó de inmediato, belicosa―. Déjala en paz.

Barri la encaró sin amedrentarse.

―Apártate, Clara.

―No.

―Clara, si la han mordido… ―le recordó sin alzar la voz.

― ¡Lo sé! ―gritó ella, con las lágrimas comenzando a desbordar sus párpados y los brazos aún extendidos frente a su novia―. No puedes hacerle eso…

―Clara… ―susurró Ale tras su espalda.

Barri contuvo un gesto de impaciencia antes de mover apenas el arma junto a su cadera, como si fuese una declaración de intenciones. Sin embargo, el que intervino en ese instante rompiendo de golpe la tensión del momento fue Morgade.

―Tíos, no tenemos tiempo para esto ―declaró, cortante, alternando la vista entre Barri y Ale―. El tiempo corre.

Clara lo fulminó con la mirada.

―Tú tan sensible como siempre, Morgade.

― ¡Eh! No te metas con él ―entró Emma en la discusión, enfrentando a la joven rubia―. Sabes que es cierto.

― ¡Basta! ―interrumpió Barri, hastiado―. Dejadlo ya, los tres. Está bien, Clara ―claudicó, aunque era evidente que detestaba darle la razón―. Haz lo que quieras y lleva a Ale contigo. Pero… si no conseguimos el antídoto a tiempo, tú serás el verdugo. ¿De acuerdo? ―Clara tragó saliva, insegura a todas luces. Pero, ante la mirada gélida y oscura de Barri, terminó claudicando con un triste asentimiento. Él la imitó, conforme―. Bien. Vamos.

Tras esa orden, todos los miembros del comando parecieron volver de golpe a la realidad. Sin embargo, para su sorpresa colectiva, Barri no continuó hacia San Esteban. En cambio, viró de golpe tras recuperarse del todo del golpe de adrenalina que había supuesto aquel asalto y se encaminó en dirección opuesta, hacia las faldas de la colina de San Miguel.

―Barri… ¿Qué haces?

―No podemos acceder por San Esteban ―expuso, seco y sin detenerse a responder, ante la pregunta de Emma―. Hay que cambiar de plan.

―¿Qué?

―Tío ¿qué estás diciendo? ―demandó Josué, atónito―. Si nos acercamos a esa colina…

―¡Lo sé, joder! ¿Vale? ―estalló Barri, frenando en seco. Después, retrocedió un paso y encaró al inquisidor a apenas cinco centímetros de distancia de su rostro―. Sé que este no era el plan, pero esos vampiros tampoco estaban ahí por casualidad. Y si los dos que hemos dejado escapar llegan a la Reina, créeme: vendrán más. Necesitamos encontrar otro acceso.

Para su frustración, los que lo seguían intercambiaron miradas algo dubitativas. Al menos, hasta que el siempre insolente Morgade terminó expresando las sospechas de todos en voz alta:

―Y ¿tú tienes algo en mente?

Ante aquella pregunta, Barri sonrió, confiado.

―Seguidme y lo descubriréis.

 

Continuará…

Historia original candidata a la Antología “La ciudad es nuestra” (2021)

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