Noche sin luna. Calles vacías. Ni un
alma caminaba por Burgos en aquella oscuridad apenas rota por algunas farolas
mortecinas. Claro que hacía ya casi veinte años que el mundo no era como lo
recordaban. Barri suspiró una última vez antes de atreverse a subir los
escalones que restaban hasta la pequeña plazoleta, oteando a su alrededor por
pura costumbre mientras se deslizaba entre los soportales. La enorme silueta de
la catedral se alzaba a sus espaldas como un centinela silencioso y protector.
El joven resopló, apartando la vista para fijarla en su objetivo. Fuera como
fuese, debía ser muy cuidadoso y no llamar la atención, o se iría todo al
traste. Aquella noche no estaba dispuesto a consentirlo.
Cuando alcanzó por fin su objetivo,
uno de sus grandes puños golpeó la madera del portón con una cadencia suave y
específica. Sabía que lo escucharían. En efecto, apenas cinco segundos después,
la mirilla se abrió y dos ojos grandes y verdosos lo atisbaron desde el otro
lado, intrigados.
― ¿Santo y seña? ―preguntó una voz
femenina.
― “La ciudad es nuestra” ―repuso
Barri, sin vacilar.
Como suponía, ante aquella respuesta
se cerró la mirilla y, un instante después, resonó el inconfundible martilleo
de un cerrojo pesado al ser abierto. Cuando la madera se deslizó apenas hacia
dentro, el recién llegado se escurrió hacia el interior del edificio.
―Ale. Me alegro de verte ―saludó al
centinela, mientras esta cerraba sin vacilar a sus espaldas y volvía a
posicionar el enorme mecanismo de cierre―. ¿Ha llegado el resto?
Alejandra Bastión asintió casi sin
mirarlo. Al menos, antes de flanquearlo para avanzar por el recibidor en
penumbra.
―Lucas te está esperando en el salón
del fondo ―lo informó, guiándolo en esa dirección.
En efecto, en pocos segundos Barri
se encontró frente a una nueva puerta abierta, esta vez enrejada y de forja
relativamente reciente, que franqueaba el paso a una sala larga y oscura. En la
semi oscuridad y alrededor de una gigantesca mesa de madera tosca, se
encontraban reunidas casi una decena de personas a las que Barri conocía mejor
que a su propia familia.
―Ah, Barri. Ya estás aquí ―saludó un
hombretón de pelo cano, girándose hacia él, en cuanto Ale cerró tras de sí―.
¿Lo has conseguido?
El aludido asintió con brevedad,
antes de sacar un rollo de papel ajado del interior de su chaqueta.
―Aquí lo tienes, Lucas ―le indicó,
pasándoselo a su interlocutor―. No fue fácil, pero con esto podremos acceder a
la guarida de la Reina Roja. Estoy seguro.
En apariencia conforme, el primero
desplegó el enorme mapa frente a él y lo observó, interesado. Como si hubiese
sido una señal, los presentes intentaron acercarse entonces un par de pasos
para curiosear, pero desistieron en cuanto el líder se giró y se dirigió hacia
la mesa central.
―La red de túneles bajo la colina ―musitó
entonces uno de los hombres jóvenes que rodeaba la mesa, un chico con ojos
saltones y peinado militar, antes de alzar los ojos hacia Barri con evidente
escepticismo―. Ya conoces la leyenda, colega. No hay forma de acceder desde la
ciudad así…
―En este caso, Morgade, te equivocas
―lo rebatió el aludido con toda la calma del mundo. Ante el interés también de
Lucas, Barri se acercó y se apresuró a señalar un punto en el plano que el
líder sostenía―. Es cierto que nadie ha conseguido averiguar hasta la fecha
dónde se encontraba el túnel secreto al pozo, pero es porque siempre ha sido un
secreto tenido a buen recaudo. ―Apuntó de nuevo hacia el papel―. En especial,
sobre los planos de estos túneles.
― ¿Crees que es seguro? ―preguntó
entonces Lucas, en voz queda.
Barri meditó durante un segundo
antes de asentir, confiado.
―No estoy seguro de hasta qué punto
la Reina Roja y sus secuaces conocen la ciudad como nosotros, los que hemos
nacido y crecido aquí ―apuntó―. Pero algo me dice que estos cinco años de dominio
no le han dado todo el control que desearía sobre la ciudad. De cualquier
forma… ―Barri señaló entonces hacia una esquina en penumbra, a sus espaldas―.
Creo que, definitivamente, ahora estamos listos para enfrentarnos a ellos y
derrocarla.
Lucas lo contempló durante varios
segundos que se hicieron eternos, con aire reflexivo. El ambiente a su
alrededor pareció espesarse, como si pudiese llegar a cortarse con un cuchillo.
Sin embargo, al cabo de ese intervalo, el líder de aquel grupo suspiró y
asintió, conforme.
―Muy bien, compañero ―aceptó―.
Entonces, es el momento de actuar.
***
El ascenso hasta el primer punto
clave del recorrido se hizo tan eterno como angustioso. Como de costumbre
cuando un Escuadrón Bendecido salía de patrulla, la prudencia y el sigilo eran
las mejores armas de las que se podía disponer. Y, aun así, a pesar del
entrenamiento, Barri podía percibir una extraña tensión en todos sus
acompañantes mientras subían callejeando hasta el límite de la colina de San
Miguel.
A pocos metros de ellos, se alzaba
ya la silueta imponente y oscurecida de la iglesia de San Esteban, su destino.
Antes de llegar, no obstante, el moreno líder echó un vistazo discreto a su
espalda, sobre sus acompañantes. Aparte de la belleza de ojos verdes que era
Alejandra y el siempre deslenguado Morgade, con su corte de pelo casi militar,
su grupo lo componían otros cinco efectivos de la mayor confianza de Lucas
Mendoza, el cerebro de la operación: la primera era la rubia Clara, novia de
Alejandra. Detrás iba Raquel, su experta en termografía, con sus labios
carnosos y su piel de color café. Flanqueándola se situaban dos jóvenes
cadetes, aún adolescentes, llamados Alicia y Josué. Pareja y expertos en
negociación. Por último, Emma, la pareja de Morgade, acompañaba a este en la
retaguardia. Y, aquella noche la intención del comando era intentar dar el golpe
más duro del último lustro a los invasores vampiros de la ciudad.
Había sucedido hacía varias décadas.
De un día para otro, una extraña enfermedad pareció comenzar a aquejar a un
pequeño porcentaje de la población. Los afectados, por alguna razón que nadie
quería elucubrar en voz alta, dejaron de comer, de beber, de dormir… Hasta el
punto de convertirse en criaturas nocturnas que sólo buscaban saciar su sed de
sangre. No estaban muertos, puesto que aún parecían conservar algunos rasgos
vitales y fisiológicos muy básicos. Pero, de alguna manera, dejaron de ser
humanos. Y, tras ver aumentada su fuerza y su número por los contagios vía
mordedura, aquella nueva y macabra especie había logrado hacerse con el control
de casi todas las grandes urbes del planeta… y también de las más pequeñas. En
particular, Burgos había sido conquistada por un pequeño contingente que se
había hecho más y más fuerte con el paso de los años, atrincherados bajo el
castillo semi en ruinas, recorriendo su red de túneles y galerías subterráneas
hasta convertirlo en un bastión casi inexpugnable… hasta ahora.
―San Esteban ―susurró Morgade, con
cierto tono maravillado que demostraba lo escéptico que había seguido estando
hasta ese instante―. Así que… ¿la leyenda era cierta?
El líder asintió con brevedad no
exenta de satisfacción, antes de señalar la iglesia en penumbra casi en el
mismo gesto.
―Eso parece. ¿Vamos?
Tras intercambiar una mirada que
duró apenas una décima de segundo entre los presentes, todos se movieron y
adoptaron sus posiciones de vigilancia mientras se aproximaban al enclave. No
obstante, en el segundo siguiente a que empezasen a alzar las armas y sin que
las mirillas de visión nocturna tuviesen tiempo de mostrar apenas nada, Barri
dio el alto en seco al intuir un trío de sombras cercando la iglesia. Mientras
estas se aproximaban con cierta lentitud, sin hacer gala de su habitual rapidez
sobrehumana, los ocho jóvenes alzaron sus rifles, ballestas o pistolas según el
caso y esperaron la señal de Barri.
Eran tres vampiros, no cabía duda.
Sus rostros mortecinos, al salir a la luz bajo el foco de una destartalada
farola cercana, mostraron sendas sonrisas ilustradas con colmillos nada
tranquilizadores. Aun así, Barri tardó varios segundos en decidir qué hacer.
Sin quererlo, dudaba. Las reservas de plata para las balas cada vez escaseaban
más, dado que tenían que venir de lugares muy remotos como podía ser
Latinoamérica, en el mejor de los casos. Y las estacas de madera debían ser
encajadas en sitios muy concretos de su anatomía.
«¿A qué estás esperando?», se
preguntó para sus adentros.
De cualquier forma, no se sorprendió
cuando su mano se alzó y bajó de inmediato, dando la señal para disparar justo
en el instante en que los dos vampiros se abalanzaban sobre ellos; rugiendo con
el deleite de quien ha encontrado una presa jugosa que matar. En un segundo,
afilados virotes se liberaron de sus cuerdas y balas brillantes salieron al son
de los dedos apretando varios gatillos, pero los vampiros seguían siendo una
raza muy rápida. Con insultante facilidad, los dos agresores esquivaron la
mayoría de los proyectiles. En un santiamén, alcanzaron al grupo y lo hicieron
dispersarse. Para bien o para mal, casi todos los subordinados del clan Mendoza
estaban entrenados hasta la extenuación en artes marciales, por lo que la pelea
pareció igualarse durante varios segundos en los que casi todos los humanos
presentes terminaron agotados.
Eso sí, cuando por fin una de las
criaturas nocturnas fue alcanzada en un punto “vital” de su anatomía y cayó al
suelo, chillando de agonía, sus dos acompañantes parecieron acobardarse sin
motivo aparente. Así, visto y no visto, de pelear contra tres vampiros vivos,
los humanos se encontraron frente a un cadáver de “chupasangre” y nadie más.
Con la respiración agitada, el comando permaneció aún unos instantes en
tensión, las armas en alto en la medida de lo posible. Sin embargo, tras un
minuto de reloj, se rindieron a la evidencia inmediata: fuera como fuese, ahora
se encontraban solos en la calle. Al menos, hasta que un grito de dolor resonó
entre los miembros del grupo como el estallido de una bomba. Alejandra.
―¡Ale! ¿Qué te ocurre? ―quiso saber
Clara, angustiada, mientras veía a su novia encogerse de dolor.
Esta apretó las facciones mientras
se seguía sujetando un brazo con la mano y angustia evidente.
―Clara… Creo… que…
La rubia, al comprender, abrió unos
ojos como platos y casi pareció tentada de apartarse de golpe. Sin embargo, fue
apenas lo que duró un parpadeo, antes de que se inclinara de nuevo sobre la de
los ojos verdes.
―Ale… ―gimió―. No puede ser…
― ¿Qué ocurre? ―quiso saber Barri de
inmediato, aproximándose por entre el resto de los presentes.
Clara, como imaginaba, se colocó de
inmediato entre Ale y él con expresión desafiante.
― ¡Nada! ―replicó de inmediato,
belicosa―. Déjala en paz.
Barri la encaró sin amedrentarse.
―Apártate, Clara.
―No.
―Clara, si la han mordido… ―le
recordó sin alzar la voz.
― ¡Lo sé! ―gritó ella, con las
lágrimas comenzando a desbordar sus párpados y los brazos aún extendidos frente
a su novia―. No puedes hacerle eso…
―Clara… ―susurró Ale tras su
espalda.
Barri contuvo un gesto de
impaciencia antes de mover apenas el arma junto a su cadera, como si fuese una
declaración de intenciones. Sin embargo, el que intervino en ese instante
rompiendo de golpe la tensión del momento fue Morgade.
―Tíos, no tenemos tiempo para esto
―declaró, cortante, alternando la vista entre Barri y Ale―. El tiempo corre.
Clara lo fulminó con la mirada.
―Tú tan sensible como siempre,
Morgade.
― ¡Eh! No te metas con él ―entró
Emma en la discusión, enfrentando a la joven rubia―. Sabes que es cierto.
― ¡Basta! ―interrumpió Barri,
hastiado―. Dejadlo ya, los tres. Está bien, Clara ―claudicó, aunque era
evidente que detestaba darle la razón―. Haz lo que quieras y lleva a Ale
contigo. Pero… si no conseguimos el antídoto a tiempo, tú serás el verdugo. ¿De
acuerdo? ―Clara tragó saliva, insegura a todas luces. Pero, ante la mirada
gélida y oscura de Barri, terminó claudicando con un triste asentimiento. Él la
imitó, conforme―. Bien. Vamos.
Tras esa orden, todos los miembros
del comando parecieron volver de golpe a la realidad. Sin embargo, para su
sorpresa colectiva, Barri no continuó hacia San Esteban. En cambio, viró de
golpe tras recuperarse del todo del golpe de adrenalina que había supuesto
aquel asalto y se encaminó en dirección opuesta, hacia las faldas de la colina
de San Miguel.
―Barri… ¿Qué haces?
―No podemos acceder por San Esteban
―expuso, seco y sin detenerse a responder, ante la pregunta de Emma―. Hay que
cambiar de plan.
―¿Qué?
―Tío ¿qué estás diciendo? ―demandó
Josué, atónito―. Si nos acercamos a esa colina…
―¡Lo sé, joder! ¿Vale? ―estalló
Barri, frenando en seco. Después, retrocedió un paso y encaró al inquisidor a
apenas cinco centímetros de distancia de su rostro―. Sé que este no era el
plan, pero esos vampiros tampoco estaban ahí por casualidad. Y si los dos que
hemos dejado escapar llegan a la Reina, créeme: vendrán más. Necesitamos
encontrar otro acceso.
Para su frustración, los que lo seguían
intercambiaron miradas algo dubitativas. Al menos, hasta que el siempre
insolente Morgade terminó expresando las sospechas de todos en voz alta:
―Y ¿tú tienes algo en mente?
Ante aquella pregunta, Barri sonrió,
confiado.
―Seguidme y lo descubriréis.
Continuará…
Historia original candidata a la
Antología “La ciudad es nuestra” (2021)
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