martes, 29 de noviembre de 2022

Cristina Vázquez: La fuga

 



Ahora casi le parecía una bendición atravesar esa puerta por la que tantas veces había pasado y tantas había escupido en ella. Sentada en su celda oía el cántico de las monjas. Luego supo que era a vísperas.

Se sujetaba la cabeza por verse ahí alejada, quizás para siempre, del mundo. Una tenaz desesperación intentaba apoderarse de ella. No. No dejaría que la venciese ni el desaliento ni la desesperanza; de peores situaciones había salido airosa. Aunque esta era enredada e injusta, se dijo mientras se erguía desafiante. Dio una patada al catre y caminó de un lado a otro los siete pasos de largo que tenía el cubículo. Como una fiera, así se sentía, porque encerrar a alguien en un espacio tan pequeño era como enjaular a un animal. El animal había sido el Tirso que quiso ahogarla, y a ella no le quedó más remedio que clavarle un poco el cuchillito de plata que siempre llevaba. Había que defenderse. Pero la encerraron, aunque el tonto de él ¡Ni muerto se había quedado! Medio muerto solo, pero dio tanto alarido que llegó la guardia y la cogieron intentando saltar por la ventana. Maldita sea su suerte.

¡Ay Hortensia, se decía, cómo te han pillado en esta! Estaría perdiendo condiciones y le empezaba a fallar la cintura para evitar los golpes y la agilidad para salir de naja. La suerte fue que el señor juez, al que ella conocía bien, mientras se aclaraba si el Tirso se moría o no, la mandó al convento en vez de a la cárcel. Pero con lo indeciso que era... Gracias señoría, muchas gracias.

Al acabar las vísperas oyó unos pasos presurosos que se acercaban y descorrían el cerrojo. Una monja rechoncha, con bigotillo y falsa expresión de autoridad se enmarcó en la puerta y le pasó una saya negra ordenándole que se la pusiera.

—Eso es lo que tiene que llevar mientras esté aquí.

Hortensia le cogió las manos y arrodillada pedía ver al juez. Ella no había hecho nada. Todo era una confusión. Un malentendido, le aseguraba derramando unas lágrimas gordas como perillas de cristal de las que cuelgan de las lámparas buenas. La hermana se apartó con cierta brusquedad mientras ella le suplicaba caridad cristiana, perdón por los pecados.

—Soy inocente madre, lo juro.

Y se persignó siete veces. Siete era el número sagrado y diabólico también. Se puso la saya cuando se fue la monja, pero lo hizo sin prisa. Se demoró en irse desnudando con la gracia de una profesional. Prenda a prenda, se desenrollaba las tupidas medias sujetas en los muslos, se quitó las enaguas como quien descubre un paraíso y el justillo como si ofreciera unas frutas maduras. Completamente desnuda, se giró con lentitud a tiempo de atisbar un rápido aleteo a través de la trampilla de la puerta. Su carcajada resonó como una premonición por el atrio persiguiendo a la monja igual que si una bola de fuego quisiera quemarle sus hábitos.

Hortensia sentada en su catre envuelta en la rasposa saya que le habían dado, meditaba. Simplemente tenía que planear una estrategia bien elaborada y esta monjita iba a ser su pase a la libertad. Porque del Tirso no se sabía aún en qué lado se había quedado, si en el más acá o en el Más Allá. Ya se sabe que es mejor prevenir que curar y escapar a esperar.

Al cabo de un mes de tener un comportamiento ejemplar, consiguió que la monja, sor Tránsito, le fuera contando su vida, de su pueblo lejano, de cómo la metieron de niña en el convento. Y aunque al principio se mostraba reticente, Hortensia tenía mundo y tablas para ablandar hasta el bacalao más duro y la monjita se fue animando. Un día Hortensia le cogía la mano que ella retiraba escandalizada; otro, le oprimía una rodilla escondida bajo los hábitos. Ella le contaba su pena de estar injustamente encerrada poniendo la mano de sor Tránsito sobre su palpitante seno. Una noche apareció la sor a traerle una tisana y ella se lo agradeció con un beso prolongado en la mejilla.

En la soledad de su celda sabía que la inexperta religiosa se estaba derritiendo con sus mimos y las historias del mundo que le contaba. Su plan podía tener éxito. Supo que era la encargada de salir los jueves a llevar el correo y le dio unas cartas para que le enviara.

El jueves de Pentecostés, sorprendida la comunidad de la ausencia de sor Tránsito, la empezaron a buscar por el convento hasta que al pasar por delante de la celda de la rea oyeron unas voces apagadas, unos lastimeros ayes. Al entrar se encontraron a la susodicha monja desnuda sobre el catre, con las manos y los pies atados con un girón de la destrozada saya y la boca tapada con otro trozo de la misma tela.

Encima de la temblorosa mujer había un papel escrito con letra irregular.

Adiós. Que el diablo os lleve subido en su escoba que yo me largo para no volver nunca.

Recordando aquel momento Hortensia se reía. Al salir volvió a escupir en la puerta del convento como siempre había hecho desde que tenía memoria.

 

© Cristina Vázquez

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