Me gusta el mar y a la vez me da miedo. ¡Es
tan grande! Me gusta sentarme algo alejado de la orilla, saborear el agua
salada y que las olas bañen mis pies. Me gusta que mi padre me siente sobre sus
hombros y se adentre un poquito, no mucho, en el mar grande. Siento pavor ver
cómo el agua tapa sus pies y luego llega a su cintura. En ese momento abrazo su
cabeza y me pongo a chillar.
Mis papás quisieron que fuera a un curso de
natación. No dije nada, solo miré a la princesa que enseñaba a nadar y se me
cayeron dos lagrimones. Me secó las lágrimas, me dio un abracito, y como por
arte de magia puso ante mis ojos unos trozos de papel… Sentado en una hamaca
hice barquitos para echarlos al agua y se llevaran muy lejos mis lágrimas. No
sé qué diría a mis padres, pero cuando vinieron en mi busca habían decidido que
ya aprendería cuando fuera mayor.
Soy un cobarde. Lo sé. A veces siento que ser
tan asustadizo me impide hacer cosas. Querría ser valiente y enfrentarme a esos
compañeros de clase que me llaman cuatro ojos. No puedo.
Ahora estoy de vacaciones. Me siento feliz
jugando con la arena, hago muchas cosas que llaman la atención: castillos,
puentes, cocodrilos, peces. Mi mamá afirma que cuando sea mayor seré un gran
arquitecto, o ingeniero de caminos, o…
Acabo de conocer a un niño. Es un poco mayor
que yo. Preguntó mi nombre y me dijo el suyo, Rodrigo, sin esperar a oír el
mío. Luego tomó mi mano y me llevó al mar pequeño, a ese que se forma tras las
rocas cuando las olas llegan hasta allí. Muy decidido entró hasta la mitad y me
animó a seguirle. El agua le cubría los tobillos y pensé que con tan poca no me
ahogaría. Dijo que íbamos a jugar a la guerra y comenzó a salpicarme, y yo a
él, y de nuevo él a mí, y no tuve miedo. Pero cuando una ola saltó las rocas y
me empapó de la cabeza a los pies, quedé petrificado.
Muy serio, Rodrigo opinó que había que
demostrarle al mar grande que éramos unos valientes. No me tenía que preocupar
si me acobardaba un poquito al primer intento, era lo normal y también aseguró
que al miedo se le vencía no haciéndole caso. Eso se lo había garantizado su
abuelo. Era un sabio.
Mientras hablaba, sentí un ardor en el
estómago, un temblor en las rodillas, y el pestañeo anunciador de llanto. Mi
madre, al ver mi expresión, le dio un toque a mi padre para que se acercara.
En ese mismo momento mi amigo me levantaba el
brazo instándome a imitar a mi héroe favorito, porque había que arriesgar
siempre, afirmó. La cara de Rodrigo me recordó a Spiderman. Creo que esto fue
lo que me impulsó a mirar hacia las nubes, al horizonte, a las olas y a gritar:
¡Vayamos al mar grande!
© Marieta Alonso Más
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