Érase una vez un pueblo
pequeño de un lugar remoto en el que sus habitantes los domingos por la mañana
iban a misa de once, y al salir recorrían los tres únicos bares para tomar el
aperitivo mientras los niños jugaban en el parque. Luego se iban a comer. En
ocasiones no daba tiempo a fregar los cacharros. A las cuatro en punto, ni un
minuto más ni un minuto menos comenzaba la función de cine. Con sus mejores
galas llegaban a aquel local encalado, cargados con sus sillas plegables, cojines,
bocadillos y…
A veces la imagen se quedaba
colgada en la gran pantalla y tenían que gritar: ¡Chino, golpe maestro! Se oía
un ruido seco y la película continuaba. Lo mismo daba que fuera de vaqueros, de
guerra, romántica o cómica, al final siempre aplaudían.
Los grandes autores de
Hollywood formaban parte de sus vidas. Las chicas soñaban con parecerse a
Sophia Loren, otras a Grace Kelly, a tener amores con Cary Cooper o con Alain
Delon, a bailar como Ginger Roger, y lo que pudieron llorar con aquel drama: “Carta
de una enamorada”. Los chicos soñaban con llegar a ser como aquellos héroes que
adoraban, los vaqueros, y se subían a los árboles para caer sobre la yegua del
viejo Juanito que estaba llena de mataduras. Más de uno se partió el brazo
emulando a Tom Mix.
A punto estuvieron de
quedarse sin cine la tarde aquella en que hubo fuego en el local y el novio de
una chica muy joven y delgada la tomó en brazos y la sacó por la ventana. Y se
oyó decir a una mujer grande y gorda a su marido que era más esmirriado que
Charlie Chaplin:
¡Ay, Genarito, hazme lo mismo
a mí!
© Marieta Alonso Más
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