La zona del bosquecillo a la que el
joven los condujo estaba situada a menos de cien metros colina arriba, justo
frente a una pequeña y oscura explanada de piedra. Al otro lado de esta, una
estructura de sobra conocida para todos se alzaba imponente en la noche: la
antigua puerta sur del castillo, reconstruida a medias como media muralla de la
fortaleza.
―Vamos a entrar por la puerta?
―ironizó Raquel―. Esa es buena. Seguro que no se la esperan.
―Sólo la mitad de nosotros.
―¿Qué quieres decir? ―rechinó Clara,
en tono escéptico.
―Quiero decir que ahora mismo,
teniendo en cuenta la situación, hay un cambio de planes.
―Lucas no…
―Lucas no está aquí --zanjó Barri,
severo―. Tenemos que encontrar la manera de alcanzar la colmena central. Si no,
esto no habrá servido de nada.
Considerando el factor sorpresa de
los dos chupasangres con los que se habían topado, necesitaban encontrar la
manera de entrar sí, o sí.
―Y los demás, entonces… ¿qué
haremos? ―preguntó Alicia entonces, hablando por primera vez en todo el camino.
Barri señaló un punto a escasos diez
metros de distancia, algo más abajo en la pendiente.
―Entramos por ahí.
―¿Una mina de acceso? ―aventuró
Morgade, al cabo de varios segundos en los que todos otearon la zona señalada,
intentando ver algo.
Barri asintió.
―Esta es una de las pocas que se
cree que no existen, pero a pesar de todo aparecen en los planos. Estoy seguro
de que la Reina no sabe que está aquí.
―Clara ―susurró entonces Ale,
sobresaltando a todos―. Hacedle caso. Por favor.
La aludida alternó la mirada entre Barri
y su novia, sin tener todas consigo. Algo que demostraba su mandíbula apretada
y su mirada azul y chispeante en la noche.
―Está bien ―claudicó, molesta, sin
dejar de sostener a la enferma y fijando sus iris de hielo en el líder del
grupo―. ¿Cuál es el plan?
***
El túnel por el que accedieron al
interior de San Miguel estaba oscuro como boca de lobo, por lo que los
asaltantes enseguida echaron mano de sus gafas de visión nocturna y
termográfica, cortesía de la buena mano de Raquel. En aquel corredor claustrofóbico,
sin nada apenas para orientarse, el silencio era tan espeso como si nadaran en
aceite. Y eso sólo ponía a todos aún más nerviosos. Eran apenas cuatro miembros
del grupo los que habían entrado por allí, incluyendo a Barri, Raquel, Clara y Ale.
A los demás, el joven los había enviado hacia las murallas y el bosque
circundante para atraer a todos los vampiros posibles hacia el exterior de la
fortaleza. Era una misión suicida, lo sabía, pero necesitaban despejar el
interior de los túneles al máximo si querían llegar de una pieza hasta la
Reina. Si hubieran entrado por el pozo, no hubiese sido tan necesario. Sin
embargo…
«Situaciones
desesperadas requieren medidas desesperadas», recordó Barri haber oído en
varias ocasiones, sobre todo en boca de Lucas.
Al
cabo de casi un minuto de avance, el grupo contuvo un intenso suspiro colectivo
de alivio cuando el estrecho túnel desembocó en otro más amplio. El problema
era que, en este caso, corría perpendicular y se perdía en la oscuridad tanto a
la izquierda como a la derecha. Barri hizo memoria antes de indicar a los demás
que girasen a la izquierda. Así, los cuatro siguieron avanzando, metro a metro
y recoveco a recoveco, esperando que en cualquier momento se abalanzara algún
chupasangre sobre ellos y la verdadera batalla comenzase. Sin embargo, fue
extraño que no encontrasen ningún signo de existencia hasta que no pasaron casi
quince minutos de reloj. Por los cálculos de Barri, debían de estar ya cerca
del pozo, sobre todo porque parecía correr más ventilación a cada paso que
daban. En honor a la verdad, sí que había una cosa que Barri no les había
dicho… y era que los planos del Ayuntamiento eran anteriores a la llegada de la
Reina a Burgos. Por tanto, eso significaba
que podía haber galerías nuevas que no conociesen, así como bifurcaciones que
condujeran a peligrosos callejones sin salida. Por suerte o por desgracia, aún
no se habían topado con ninguno.
No
obstante, antes de que pudieran meditar más sobre ello y tras doblar un codo de
túnel hacia lo que creían que era el este, el grupo se topó de golpe con dos
inquilinos. Aparecieron en el corredor de improviso, desde una esquina a
escasos tres metros de distancia y casi al mismo tiempo que ellos. Por un
segundo, la escena pareció congelarse en el tiempo. Al menos, antes de que los
dos vampiros rugieran para dar la alarma. Uno de los virotes, disparado por
Raquel, logró atravesar el corazón de una de aquellas bestias, aunque sin
tumbarla de inmediato. La otra, por su parte, se lanzó a la carrera hacia ellos
mientras otros cuatro chupasangres se materializaban a su espalda, como
surgidos de la nada en la oscuridad. Y antes de que Barri pudiese dar ni
siquiera la orden de huir, Clara se lanzó hacia delante como una exhalación,
ballesta en mano.
―¡Malditos! ―aulló.
Pero
ya era tarde. Los vampiros se habían lanzado a su vez contra la joven rubia y
esta enseguida desapareció en el maremágnum de fríos destellos azulados de los
cuerpos de los vampiros. Barri maldijo para sus adentros, dudando por un
precioso instante sobre qué hacer a continuación. Sin embargo, el gruñido que
escuchó tras su hombro izquierdo le dio la pista que estaba buscando. A tiempo,
el joven retrocedió, esquivando los colmillos de una Ale desquiciada por pocos
centímetros.
―Ale…
―susurró Raquel tras ellos, angustiada.
Craso
error. La neófita, aún a medio transformar, se giró de golpe hacia ella con una
mirada que se intuía hambrienta incluso en la oscuridad del túnel. De ahí que,
tras reponerse, Barri tomase la iniciativa en una décima de segundo y tirase de
su compañera en dirección opuesta al grupo de vampiros. El cual, más Alejandra,
ya empezaba a reparar en su presencia.
―¡Barri,
no! ―protestó la muchacha latina, echando la vista a su espalda con desazón.
Pero
el tirón del guía, en este caso, fue firme mientras seguía avanzando a buen
paso por el túnel.
―Vámonos,
Raquel ―le indicó―. Aquí ya no podemos hacer nada.
Ella
pareció querer resistirse, pero terminó claudicando y siguiéndolo medio a
tientas, a la carrera. Barri contuvo un suspiro de alivio mientras ambos
sorteaban recodos y túneles varios, durante lo que pareció una eternidad, antes
de llegar a uno que parecía un corredor principal. Una vez allí, los dos
infiltrados se detuvieron a recuperar apenas el resuello.
―
¿Crees que nos han seguido? ―preguntó entonces Raquel, girándose hacia Barri.
Pero
este ya no se encontraba a su lado. De hecho, la joven apenas emitió un jadeo
de sorpresa cuando lo último que atisbó su consciencia, antes de recibir el
golpe de la culata de un rifle en la nuca, fue un ligerísimo destello azul.
Seguido, a su vez, de una voz suave que Barri casi había olvidado que era suya:
―Lo
siento, Raquel. No es nada personal…
Como
el joven imaginaba, los aposentos de aquella Reina vampírica estaban en la
parte más occidental de la fortaleza. Cerca y, a la vez, lejos del pozo de
suministros del patio. El vampiro sonrió en la penumbra, mostrando los
colmillos ya sin contención. Había sido difícil engañar a aquellos torpes
humanos durante tanto tiempo, pero ya no tendría que hacerlo nunca más… No
cuando tenía la venganza al alcance de los dedos.
La
Reina Roja se encontraba enclaustrada en su cámara, como correspondía y
vigilada por los dos vampiros que se encontraron frente a San Esteban. Estos lo
observaron con curiosidad cuando llegó, pero no lo detuvieron. El visitante
empujó entonces la puerta y se adentró con lentitud en la estancia. Por
supuesto, los ojos violáceos de la única ocupante se abrieron de par en par al
verlo, con algo parecido al terror.
―Buenas
noches, hermanita. ¿Me echabas de menos?
La
sonrisa del joven se ensanchó.
―Sí.
Y, por eso, he venido a recuperar lo que me pertenece… ―anunció, para mayor
irritación de su oponente―. Ahora, devuélvemelo.
La
Reina Roja se limitó a tomar un arma con filo de plata de entre los cojines a
su espalda.
―Ven
a por ello si te atreves.
Sin
avisar, el joven se lanzó entonces a por la mujer vampiro, que lo esquivó sin
problema. Igualmente, su atacante previno sin esfuerzo el toque del filo
argénteo y la encaró de nuevo, tomando a su vez una maza que había colgada de
un muro cercano. Cuando las dos criaturas volvieron a enfrentarse, las armas
chocaron en el aire en un baile frenético durante varios minutos. Dada su
condición, no jadeaban y tampoco sudaban, pero era evidente que Olivia hacía
tiempo que no luchaba por necesidad. No como Barri. De ahí que, en un momento
dado, él lograse quitarle la espada plateada de un golpe. Sin dar tiempo a la
monarca a reaccionar, el joven se lanzó hacia delante y la cogió del cuello con
una fuerza que no recordaba poseer. En su muñeca aún poseía la marca candente y
dolorosa de las muñequeras de temperatura, necesarias hasta hacía muy poco para
camuflarse entre los humanos. Pero el joven ignoró toda molestia mientras sus
dedos se cerraban en torno a la garganta de la Reina.
―¿Vas
a hacerlo de una vez? ―rebufó ella, orgullosa.
A lo
que Barri, como única respuesta, la atrajo hacia sí y la mordió con fiereza en
el cuello. Aquella era la única forma y ambos lo sabían. Ojo por ojo, decían.
―Lo
siento, Olivia ―susurró entonces él, sin emoción alguna en la voz, en el
preciso instante en que el cuerpo inerte de la Reina Roja caía al suelo―. Pero,
ahora, la ciudad es mía...
Casi
junto al final de su frase, los dos centinelas y cómplices de Barri aparecieron
silenciosamente en su campo de visión. Este se giró apenas, limpiándose los
restos de sangre de la boca con el dorso de la manga.
―Hemos
capturado a todos los humanos ―lo informó uno de ellos―, pero hay una
transformada. ¿Qué hacemos con ella?
Barri,
conteniendo el impulso de espetarles que había sido enteramente culpa suya,
optó por sonreír y tomar una decisión neutral.
―Enviadla
a la nave de recolección central ―indicó―. Yo me ocuparé de lo demás.
Entonces,
Barri mostró una sonrisa aún más peligrosa, al tiempo que sus ojos ya empezaban
a tornarse de un color más carmesí.
―Preparadlo
todo ―respondió, casi en un gruñido hambriento―. Habrá banquete esta noche.
Historia original candidata a la
Antología “La ciudad es nuestra” (2021)
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