jueves, 29 de diciembre de 2022

Cristina Vázquez: El impermeable amarillo

 



Un aria desconocida de ópera, al menos para mí, sonaba en la lejanía. El ambiente era opresivo en el salón de postigos entornados con pesadas cortinas de terciopelo verde y unos sofás de damasco, algo gastados, en los que me senté con mi impermeable amarillo chillón. La persona que me había abierto la puerta del caserón era un hombre mayor, envuelto en un amplio delantal de rayas grises y negras sobre una impoluta camisa blanca. Su expresión era precisamente la falta de expresión, como si fuese un mecano de tez cerúlea. Me hizo avanzar tras él por una escalera que salía del portón silencioso y oscuro. Al llegar al primer rellano se enfundó los zapatos en bayetas que silenciaba aún más su andar. A paso de tortuga me hizo recorrer unas galerías mal iluminadas hasta que me depositó en este salón, sin decirme palabra, en el que mi futuro profesional podía tener un brillante comienzo. Un caso estrella le había dicho a mi jefe. O eso pensaba yo.

Me puse a mirar cada objeto y a tomar notas en el cuadernito que siempre llevo conmigo, como inapelable ejercicio del buen detective, que había aprendido en la academia. No conseguí ser inspectora de policía y estaba harta del trato basto y algo maleducado de algunos compañeros que se permitían bromas, muchas veces secretas para mí, en las que intuía comentarios soeces. Así que hice un curso de criminología y me formé en una academia internacional de detectives de mucho renombre.

Debo confesar que Hércules Poirot ha sido un referente desde mi adolescencia y he tratado siempre de aplicar la lógica y no dejarme engañar por las apariencias, pues el culpable pretende llamar nuestra atención hacia aspectos obvios, alejándonos así de la auténtica pista del crimen. Y pensé que algo en el hombre que me había recibido no encajaba. Me es inevitable cierta desconfianza y mantenerme en continua observación. No lo puedo remediar. Deformación profesional.

Estas consideraciones me las estaba haciendo para intentar tranquilizarme al haber acudido a la cita con un importante hombre de negocios, el cual quería resolver un caso que solo podía plantear en privado.

No me atreví a quitarme el impermeable, aunque empezaba a sofocarme de calor, pues es de un material de plástico brillante un tanto tieso y no sabía qué hacer con él. Al mirar el reloj de marquetería que daba las medias y las horas con un suave carrillón, me fijé que ya llevaba cuarenta y cinco minutos sin que nadie apareciera. Decidí levantarme y asomarme a la puerta. Nadie.

—Por favor —me oí decir con voz titubeante—. ¿Hay alguien por ahí?

Silencio absoluto. Volví adentro y comencé a caminar de un lado a otro, procurando amortiguar mi taconeo en ese espeso silencio y al oír la siguiente advertencia del reloj decidí marcharme.

Cerré la puerta del salón igual que si fuera una ladrona huyendo sigilosamente, con absurdo cuidado de que mi plasticoso impermeable no sonara al moverme. Cuando al avanzar por un largo pasillo comprendí que me había desorientado, volví sobre mis pasos, pero no conseguía reconocer nada de las galerías que había atravesado. De repente, me fijé que al final de una de ellas colgaba un precioso tapiz de un hombre con una bola del mundo a sus espaldas, bien iluminado casi por la única luz en medio de la semipenumbra reinante.

—Vaya tío mazas —dije en voz alta.

Oír mi propia voz es una técnica de supervivencia que había aprendido para tranquilizarme. Me paré en seco. La figura se movía como si algo con vida lo recorriera y oí un sonido profundo y aniñado a la vez. En ese momento empecé a chillar y a correr sin saber hacia dónde hasta que una atropellada voz gritó a mis espaldas.

—Párate. No seas tonta, es una broma.

Me giré en redondo y vi a un niño de unos diez años, repeinado, vestido de uniforme y con unas gafas exageradas, como las del personaje infantil que esperas ver en un tebeo.

—Eres la campeona, la que más ha aguantado.

Se acercó para saludar con una ceremoniosidad anticuada. Me besó la mano. Sus diminutos labios recordaban a un piquito de pájaro por su dureza. Accionó un interruptor y todo se iluminó.

—Ahora, señorita Peret —en verdad me apellido Rabanera, pero Peret me parecía una humilde manera de homenajear a mi héroe Poirot—. Ahora ya le puede recibir mi padre.

Me acerqué al niño, le sujeté por el cuello y le susurré que o me enseñaba la salida o le aplicaría mi llave de asfixiamiento.

—Y calladito, ¿eh?

El pequeño empalideció sorprendido, pero me llevó como un obediente corderito a la escalera que bajé a trompicones hasta verme en la calle. Di unos pasos acelerados y un resplandor iluminó la puerta de la casa que había abandonado. Bien pegada a la pared vi una figura parecida al viejo criado que me recibió, en la que resaltaba la blancura de la camisa, ya sin delantal, llena de agilidad y tensión que miraba a ambos lados de la calle. Aceleré el paso y agradecí la lluvia que caía. Ahora por fin resultaba útil mi impermeable chillón, aunque tenía que hacerme con una auténtica gabardina de detective.

 

© Cristina Vázquez

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