Sólo unos brazos como los de Hércules podrían sostener lo que se le había caído encima a Nico Pérez. Eso pensaba nuestro hombre sentado delante del tapiz de Hércules sosteniendo el Atlas que adornaba el palacio.
Uno tras otro, como si fueran las plagas de Egipto, a Nico Pérez le fue dando empujones la vida, empujones que, impertérrito, soporta y resiste. El primero que recordaba era el de la noche que, sin pedir permiso, se fue con el coche de su padre: ¿Cómo podía ser que aquel tractor estuviera allí, parado en la carretera? Siniestro total. Tan total que a su padre la pérdida de aquel automóvil le produjo un ataque del que nunca se recuperó. Curiosamente, le sorprendió la tranquilidad con que su madre le dio sepultura. ¡Ellos sabrían! Sin embargo, le resultó muy duro ver cómo los hombres del cementerio colocaban la lápida de grueso granito sobre el ataúd. Su dolor por no poder volver a hablar con su papá, así como la idea de ser un asesino, era tan grande que hasta su mamá se dio cuenta. Cariñosa, le pasó un brazo por encima y le dijo que no se preocupara, que su papá y él iban a estar en contacto tanto como quisieran, porque como el cielo a su padre le venía grande, pues iba a andar por todas partes. Y era verdad: Los dos conversaban casi a diario.
Luego, vino lo de su profesor de matemáticas. Titina, que era el nombre con que tuvo que llamar a su madre desde que su padre se fue, le dijo que no se preocupara, que la tirria de aquel hombre era porque ella no le hizo caso. Lo que no entendió, porque hasta aquella vez que al despedirse los vio discutir en el jardín de su casa, siempre lo hicieron con mucho apego y, cosa que a él le resultaba curiosa, intentando rodearse de oscuridad. Y su profesor, por alguna razón que nunca supo, lo suspendió. Quizá fue por lo de las tablas. ¡Cómo si fuera el único incapaz de aprenderse las tablas de multiplicar! Aquel suspenso troncó su futura carrera como arquitecto, que era lo que más le gustaba. Adoraba dibujar. Entonces Titina le dijo que después de los griegos, no hubo buenos arquitectos, por lo que mejor se dedicaba a otra cosa. Tampoco lo entendió. A él le gustaban mucho las casas de acero y cristal de La Castellana.
Dejó el colegio. Titina habló con Paco, un amigo de toda la vida, y entró a trabajar en su taller de motos. A Paco le gustaba cenar en su casa, y al parecer, muchas mañanas se daba prisa y también desayunaba con ellos. ¡Le deleitaba tanto la comida que le preparaba su mamá! No había nada más que ver cómo engordó. Aquella tarde su mamá lo esperaba en la cocina. Lloraba desconsoladamente. Se le acercó, lo abrazó y le dijo que Paco ya se encontraba en una vida mejor. Y entonces la vida le dio otro empujón. Cuando su viuda, doña Antoñita, se hizo cargo del taller, lo primero que hizo fue despedirlo. Tampoco lo entendió. Él trabajaba bien y no le importaba mancharse de grasa. Y no superó aquella plaga hasta que su madre le dijo que era porque a aquella tonta yo le recordaba a su marido y no lo soportaba. Su tristeza fue grande al enterarse de que doña Antoñita estaba tan triste. Siempre le cayó muy simpática.
Pero su mamá, que siempre tuvo muchos amigos, de nuevo le consigue un trabajo. Ese sí que estaba bien. Era en las oficinas de don Ricardo, al que también comenzó a gustarle la cena que preparaba Titina. En ese trabajo era feliz. Le pusieron una mesa al lado de la fotocopiadora. Y hacía todas las fotocopias mejor que nadie, porque colocaba el papel con mucho cuidado dentro de las marcas negras del cristal. Además de que nunca más se manchó de aceite, tampoco pasaba frio en invierno ni calor en verano. Un lujo de trabajo.
A partir de entonces, al parecer a la vida ya no le interesa darle más empujones. Todas las mañanas iba a trabajar con don Ricardo contento, sin grandes disgustos. Hasta que una mañana de sol, aunque estaba lloviendo, entró a trabajar Lupe. Aquella noche llamó al ánima de su padre y se lo contó. Los dos llegaron a la conclusión de que era una mujer muy conveniente para contraer matrimonio. Su carita era como una flor de primavera. Siempre sonriente, rosada y con un olor a manzanas que abría el apetito. Y le pareció que él le gustaba porque siempre le gastaba bromas. Esa mañana, cuando intentando no molestar, como por otra parte siempre haca, entró con las fotocopias en el despacho del director. La encontró sentada sobre sus rodillas. Recordó cuando su padre lo sentaba en las suyas y pensó que don Ricardo la trataba como si fuera su hija. Se quedó un instante mirándolos y no le gustó. Su padre nunca lo besó así, ni tampoco le introdujo la mano por debajo de los pantalones.
––¿Qué miras? ––escuchó la agria voz de la joven.
Ahora sus mejillas no eran sonrosadas, sino rojas. Y Nico Pérez, cerrando la puerta, se fue corriendo a su mesa. Poco tiempo después llegó ella con un sobre en la mano. Era el finiquito, le dijo. A partir de hoy no vuelvas a la oficina. Y con una maligna luz en los ojos, los entrecerró. A mí no me jodes la vida, le escuchó que rezongaba cuando se iba.
Esa plaga no solo le dobló el ánimo sino que se lo tronchó. Dejó la mesa pulcra y ordenada, y se fue de la oficina. Comenzó a caminar y sin saber cómo, llegó hasta el Museo del Prado. Allí, parado en la acera, vio un autobús al que se estaba subiendo mucha gente. Le parecieron simpáticos, aunque algo ruidosos. Luego se enteró que iban de excursión a La Granja de San Ildefonso para ver la colección de tapices. Y como nunca antes estuvo allí, le parece bien la visita y se sube al autobús.
¡Con que dulzura y cariño miran aquellas dos mujeres al asustado Hércules! Se ve que lo quieren bien, se dijo. Aunque… Y Nico Pérez mueve la cabeza. Hércules debe tener cuidado con ellas, porque lo miran igual que lo hacía Lupe cuando le entregó el sobre. Sí. Igualito. Baja la cabeza. Las lágrimas le mojaban las mejillas. Su dolor por haberla perdido era insoportable. Los cristales de sus gafas de miope se empañaron. Los limpia con un pañuelo de papel y levanta de nuevo la mirada hacia el tapiz. Le parece que Hércules no le quita la vista de encima. De pronto, escucha una voz, ronca, esforzada.
––Mira bien. Ésas, ni caso me hacen. Y esto no es el mundo. Es un globo que sostengo porque mi amigo Atlas me ha engañado.
Nico Pérez fija sus miopes ojos en las damas. Era verdad. No le estaban haciendo caso. Y el rostro de Hércules tampoco le parecía feliz. Decidido a volver a su casa, se levanta del banco. Y cuando ya iba a salir de la sala, se vuelve hacia el tapiz.
––Hércules, ten cuidado. El cabrito del niño de la esquina, está intentando pincharte el globo.
Y cuando bajaba las escaleras del palacio camino del autobús de vuelta a Madrid, Nico Pérez se detuvo. Como no se ande con cuidado, a Hércules las mujeres, el niño de la flechita, y todos los que están a su alrededor sin importarles su esfuerzo, le van a joder la vida.
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