Salí a caminar los cinco mil
pasos diarios, sí, esos pasos que el médico me ha recomendado realizar cada día
y que mi móvil controla sin dejarse engatusar, cuando en un campo baldío vi una
hembra de oso marrón seguida de dos oseznos. Uno de ellos era yo.
Mamá osa se dedicó a destripar
un hormiguero mientras mi hermano y yo nos enzarzábamos en una pelea de
adiestramiento, un combate encarnizado, como los hermanos suelen hacer. Menos
mal que a tiempo, nuestra madre se cansó de lo bruto que éramos y puso fin a
nuestros juegos golpeándome lo bastante fuerte para enviarme a dos metros por
el aire.
Fui a chocar contra un tocón.
Me quedé medio tarumba durante unos instantes, luego sacudí la cabeza, me froté
una oreja y me senté a reflexionar. Mi hermano, más listo, se quedó comiendo
hormigas. Tomé nota.
Debía reconciliarme con mamá
osa, avancé poquito a poco hacia ella, la acaricié con mi hocico sin dejar de
menear mi pequeño trasero. Me ignoró durante un buen rato, hasta que se
ablandó. Olfateó el aire, olfateó a mi hermano y me olfateó a mí, por turnos y
comenzó a andar. La seguimos al mismo paso. Se sentó al pie de un árbol,
recostó la espalda contra el tronco para estar más cómoda y nos permitió mamar.
Cuando terminamos mi hermano
se tumbó hecho un ovillo y se quedó dormido. Yo me quedé aferrado a la piel de
mi madre.
© Marieta Alonso Más
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