A pesar de la paz que se respiraba había algo
inquietante. El otoño olía a chamarasca, a setas, a castañas. Hacía tres meses
que la casa estaba cerrada a cal y canto tras la muerte de tía Manuela. Ella
llegó a aquel pueblo cuando todavía la luz y el agua corriente eran un lujo de
la gran ciudad. Tenía veinte años. La enterramos con noventa y ocho.
Soy la sobrina nieta. Su única familia. Y aquí
he llegado al anochecer para la lectura del testamento, quitar lo inservible y
ponerla a punto para vender. El pasado, como huésped incómodo, se instaló en mi
mente. Aquellos veranos entre los árboles, saltando a la comba y jugando al
escondite con mis tres amigas. ¿Quedaría alguna en el pueblo? Y como respuesta,
la puerta empujada por el viento se abrió bruscamente.
—¿Hay alguien aquí? —esa voz ¡No!, me pilló
desprevenida.
El hombre que esperaba en la entrada era todo
barriga, con los cabellos grises cortados a la manera de Cristóbal Colón y con
un garrote en alto, que no era de roble, sino de nogal, especificó.
—Hola, Gervasio. Soy yo. ¿Cómo estás?
—Ya era hora de que vinieras. Quítate de la
mente vender la casa. ¡Me niego!
Era el viejo enamorado de mi tía, que no la
dejaba ni a sol ni a sombra. Ella nunca se casó y aquel hombretón nunca perdió
la esperanza. Era así: optimista, tozudo, buena persona.
Estuvimos hablando largo y tendido. Sin
embargo, él reiteraba una y otra vez: «No se vende. ¡Me niego!». Era como un
disco rayado por lo que dejamos la conversación para el día siguiente, que a la
luz de la mañana las cosas se pueden comprender mejor, rematé.
Se marchó con la porra en alto repitiendo bajo
y contundente: —No se vende.
En la curva, antes de desaparecer, se volvió a
mirar la casa. Dos lágrimas rodaban por sus mejillas. Leí en sus labios: «¡Me
niego!».
Al quedarme sola estuve dando vueltas por
todos los rincones. Apareció mi caja de tesoros. Abrazada a ella subí al desván
y encontré mis disfraces envueltos en papel de china, los mantones de la tía,
la jícara para el chocolate. Y pensé que para lo que le quedaba de vida a
Gervasio, solo un año más joven que tía Manuela, no merecía la pena darle
tamaño disgusto.
© Marieta Alonso Más
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