lunes, 2 de enero de 2023

Amantes de mis cuentos: Don erre que erre

 



A pesar de la paz que se respiraba había algo inquietante. El otoño olía a chamarasca, a setas, a castañas. Hacía tres meses que la casa estaba cerrada a cal y canto tras la muerte de tía Manuela. Ella llegó a aquel pueblo cuando todavía la luz y el agua corriente eran un lujo de la gran ciudad. Tenía veinte años. La enterramos con noventa y ocho.

Soy la sobrina nieta. Su única familia. Y aquí he llegado al anochecer para la lectura del testamento, quitar lo inservible y ponerla a punto para vender. El pasado, como huésped incómodo, se instaló en mi mente. Aquellos veranos entre los árboles, saltando a la comba y jugando al escondite con mis tres amigas. ¿Quedaría alguna en el pueblo? Y como respuesta, la puerta empujada por el viento se abrió bruscamente.

—¿Hay alguien aquí? —esa voz ¡No!, me pilló desprevenida.

El hombre que esperaba en la entrada era todo barriga, con los cabellos grises cortados a la manera de Cristóbal Colón y con un garrote en alto, que no era de roble, sino de nogal, especificó.

—Hola, Gervasio. Soy yo. ¿Cómo estás?

—Ya era hora de que vinieras. Quítate de la mente vender la casa. ¡Me niego!

Era el viejo enamorado de mi tía, que no la dejaba ni a sol ni a sombra. Ella nunca se casó y aquel hombretón nunca perdió la esperanza. Era así: optimista, tozudo, buena persona.

Estuvimos hablando largo y tendido. Sin embargo, él reiteraba una y otra vez: «No se vende. ¡Me niego!». Era como un disco rayado por lo que dejamos la conversación para el día siguiente, que a la luz de la mañana las cosas se pueden comprender mejor, rematé.

Se marchó con la porra en alto repitiendo bajo y contundente: —No se vende.

En la curva, antes de desaparecer, se volvió a mirar la casa. Dos lágrimas rodaban por sus mejillas. Leí en sus labios: «¡Me niego!».

Al quedarme sola estuve dando vueltas por todos los rincones. Apareció mi caja de tesoros. Abrazada a ella subí al desván y encontré mis disfraces envueltos en papel de china, los mantones de la tía, la jícara para el chocolate. Y pensé que para lo que le quedaba de vida a Gervasio, solo un año más joven que tía Manuela, no merecía la pena darle tamaño disgusto. 

 

© Marieta Alonso Más

 

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