lunes, 29 de mayo de 2023

Cristina Vázquez: Fiel jardinero



Felipe era un buen hombre. Correcto y cabal, al menos así le calificaban en el colegio de Marianistas en el que estudió. Además de los amigos, sus jefes también opinaron que era amable y sensato, aunque con un peculiar sentido del humor. Lo que sorprendía a todos era el gran éxito que tenía con las mujeres, aunque tuviese un físico corriente y un interés moderado en la conversación. A medida que fueron pasando los años sus conocidos y familiares empezaron a mirarle desde otra perspectiva. No solo triunfaba con el sexo opuesto, sino que enviudaba con cierta regularidad. Hasta cuatro veces.

Él sufría con resignación las pérdidas. La primera fue dramática pues solo llevaban seis meses casados cuando la joven Ofelia desapareció de la mañana a la noche de una pleuresía fulminante. Los lamentos del cortejo que acompañó a la chica se oían más allá de las tapias del cementerio. Los deudos que rodeaban la tumba se quedaron extrañados de lo apartado y amplio del lugar, rodeado de una valla con el nombre de él forjado a la entrada. Felipe sufría con una dignidad y entereza encomiable esa terrible desventura.

A los dos años volvió a casarse, esta vez con una robusta Helena de ascendencia suiza, que lucía el aspecto más saludable que se pudiera esperar de una mujer. Felipe parecía más hablador y alegre de lo habitual con esta nueva esposa. Su familia rebosaba confianza en que pudiera olvidar, y así lo parecía, su desventurado y breve matrimonio. La pobre Ofelia, susurraba la madre mirando con admiración a la sonrosada nuera, ya se la veía que era muy poquita cosa. Robusta o no, Helena, al año se precipitó por un acantilado mientras paseaban por la sierra, afición que ella había introducido en sus hábitos matrimoniales, por aquello de la ascendencia helvética.

En este segundo sepelio los lamentos eran más exiguos y la pena por la mala suerte del pobre Felipe se diluía en miradas de extrañeza. La tumba estaba al lado de la de Ofelia —de la que crecía un hermoso rosal— en el mismo lugar apartado, ahora ya menos amplio a causa de la nueva ocupante.

A los tres años se casó con una vecina de toda la vida, María Angustias, una mujer gris y resignada que por lo visto había suspirado toda la vida por este inalcanzable vecino que por fin hacía suyo. La boda apenas se celebró con una breve comida familiar y la novia, vestida también de un gris que entonaba con su personalidad, lucía una emoción inquieta. La fama de hombre de mal fario, de gafe, empezaba a sobreponerse a la de cabal, correcto, sensato… Durante este matrimonio uno de los planes que Felipe prefería era ir a pasear al cementerio y arreglar los rosales de la parcela, así la llamaba, donde reposaban sus anteriores mujeres. Tan tranquilo, tan lleno de paz y serenidad le objetaba a María Angustias cuando le decía que a ella le daba mucho malestar pasearse en medio de tanta tumba.

—Felipe si nos queda toda la eternidad para disfrutar el lugar.

—Tienes razón, pero no es mala cosa acostumbrarse y conocer el sitio al que vendrás —le replicaba con lúgubre sonrisa—. Así te vas haciendo a la idea.

Poco tiempo le dio a acostumbrarse, pues a los dos años de matrimonio la pobre se electrocutó haciendo un apaño a la plancha que siempre se le estropeaba. Felipe contaba que la encontró como si fuera un dibujo animado de tiesa que estaba y que los pelos parecían alambres. Pobrecita, suspiraba el viudo, pobrecita. Ahora se va a hartar de cementerio con lo poco que le gustaba. Ya se lo advertía él que era mejor acostumbrarse. Pero por lo menos no iba a estar sola y una sonrisa melancólica le iluminó la cara.

A este entierro solo fueron un hermano, un subalterno del viudo, dos sobrinas y una hermana de la muerta. En el breve responso un aire de desconcierto sobrevolaba al cura y a los escasos presentes. La cuñada, María Remedios, no era capaz de darle el pésame ni mirarle a los ojos, pues le veía envuelto en una gran beatitud, como si, al igual que un mártir, aceptara su destino. Aunque no quería fijarse en el viudo, el brillo pálido de sus pupilas la emocionó. Ella, viuda también, comprendía la soledad del superviviente y le pareció que las tres tumbas seguidas, con los parterres bien cuidados y un rosal plantado en cada una de ellas, daba al lugar un aspecto acogedor, casero. Desterró estos pensamientos y salió a paso vivo en cuanto acabó la ceremonia.

Al año y medio, y sin que nadie se enterara, María Remedios se casó con Felipe. Una mezcla de transgresión y desafío la invadió, pues no se le iba de la cabeza el lugar que quedaba libre al lado del de su hermana. Y dados los antecedentes del cuñado, hoy marido, había momentos que se sentía como una amazona desafiando el destino y otras, como una futura víctima del mal fario de su esposo. Pero duró muchos años y le parecía bien acompañarle en el paseo por el cementerio al que él iba todas las tardes. Decía que le resultaba vivificante y saludable comprobar cuantos le habían precedido. Hacía bromas sobre el esmero con que cuidaba su harén de muertitas. Ya que no se podía tenerlo en vida…

© Cristina Vázquez 

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