viernes, 1 de marzo de 2024

Amantes de mis cuentos: Devorado por una seta

 


Un hongo, como diría mi abuela.

Aquella mañana de noviembre amaneció lluviosa y a cada rato miraba por la ventana esperando la hora de salida para ir a mi rutina de siempre.

La hora del aperitivo debería ser sagrada. Sería buena idea, me dije, recoger firmas, llevarlas al Congreso, y presentarlas como un proyecto de Ley: La Importancia del Piscolabis.

Me acerqué a la tasca de la esquina donde el camarero, amigo mío, sin preguntar siquiera, me trajo mi ración de champiñones al ajillo, una cesta de pan y una cervecita helada.

Cerré los ojos, y al llevarme el tenedor a la boca sentí un cosquilleo en los párpados. Mi abuela, que lleva años criando malvas, apareció con su sonrisa de siempre y me recordó que las setas son apocalípticas, que unas son comestibles y otras venenosas… Incluso existían varias —y me señalaba con el índice— con efectos psicoactivos.

Decía que otras estaban cargadas de un poder sobrenatural, y en las noches de luna llena, las hadas, brujas, duendes y elfos acostumbraban a reunirse en silencio, danzando en círculos y entonando cánticos para atraer a los sapos de las charcas.

Y poniendo una voz misteriosa añadía que, al amanecer, allí donde estuviera sentado un sapo nacería una seta. Si el sapo era maligno brotaría una venenosa y si era bondadoso, comestible.

A lo lejos oí la voz de mi amigo el camarero que preguntaba si me sentía bien. No pude contestar. Mi boca había desaparecido, pero mi abuela seguía diciendo que estos pequeños seres vivos, de formas y colores llamativos, generaban sentimientos de miedo, respeto y admiración. Podían ser una peligrosa vía hacia la muerte o cura de enfermedades.

Yo no entro ni salgo en esas teorías, lo que sí sé es que de pronto me vi en un hospital asaeteado como un san Sebastián de sueros, tubos por boca y nariz, jeringuillas, vías…, y no sé si logré terminarme el aperitivo.

© Marieta Alonso Más


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