sábado, 29 de junio de 2024

Cristina Vázquez: Postal Navideña

 


—¿Cuándo iremos a Madrid?

Preguntaba una y otra vez Guillermina acariciando la postal que había mandado su padre del Belén de la Casa de Correos. Se sabía de memoria dónde estaba la puerta de Alcalá, el Palacio Real, el puente de Toledo... Y como veía tan cerca una cosa de otra se convencía de que en cualquier momento ella podría ir y no perderse.

—Deja ya de dar la tabarra, iremos cuando podamos.

Era la siempre insatisfecha y cansada respuesta de Asun, la madre. Otra pregunta en la que insistía era la de cuándo iba a volver su padre. Cuando pudiera, ni antes ni después, le aseguraba la mujer. Estaba ahorrando para que ella pudiera ser una señorita de verdad, con trajes finos, llevar puntillas y guantes, prometía la madre mientras se miraba las manos enrojecidas de tanto lavar.

Guillermina empezó a trazar planos en su cabeza para cuando llegara el momento de ir a Madrid poder dejar al padre sorprendido de sus conocimientos y habilidad para desplazarse por la ciudad. Era mucho más grande de lo que veía ahí, advertía severa Asun. Y sentadas las dos a la luz de una lamparita marcaban con una regla los centímetros de distancia entre los edificios. Pero luego, esto había que multiplicarlo por cientos o miles.

—Ya lo sabrás cuando aprendas a multiplicar bien —era la conclusión materna acompañada de una áspera sonrisa.

Recibían del padre seis o siete postales al año, casi todas de Madrid, y nunca faltaba la del Belén de la Casa de Correos. A veces también, alguna de Valencia o del Espolón de Burgos o hasta de San Sebastián. Tenía que viajar por trabajo e invariablemente prometía el regreso lo antes posible para ver a sus dos amores. La madre leía con dificultad la letra enrevesada de ese hombre y aguantaba con entereza los comentarios malignos de las otras mujeres del pueblo.

Para poder recorrer antes de dormirse todos los lugares a los que iba el padre, clavó las postales con chinchetas en la pared al lado de su cama. Pero su preferida era la del Belén de Madrid. Esa Navidad tampoco pudo volver, le había pillado una nevada en el Norte y estaban las carreteras cerradas. La niña se empeñó en poner en el Pesebre que montaron en casa, en vez del Niño Jesús, la postal rodeada de ángeles y pastores.

Madre e hija pasaron una Navidad fría y solitaria. Por primera vez, la pequeña percibió en la expresión de desaliento de la madre una chispa de rebeldía. Y por primera vez, también, la vio con la espalda erguida. Tras la palmada que se dio en los muslos aseguró decidida:

—Mañana tú y yo nos vamos a Madrid.

Dicho y hecho. Pocas cosas tenían que meter en la maleta y así dejaron el pueblo. No miró atrás, cerró la casa, y con el dinero ahorrado bien sujeto a su cuerpo subieron al tren. Ella llevaba las postales apretadas en su bolsillo, como los tesoros que la ayudarían a manejarse por la ciudad. Y la madre la dirección de la pensión del marido como último punto del camino.

Cuando llegaron a la estación se sintieron abrumadas por el ruido, la prisa, los empujones. Agarradas de la mano en medio de ese torbellino dudaron qué hacer. La madre volvió a erguir la espalda y resuelta aseguró:

—Lo primero es lo primero —pidió a la hija que le diera la postal del Belén.

Fueron a la parada y se la enseñó al taxista.

—Llévenos aquí, por favor.

Mientras el coche avanzaba entre pitidos y frenazos, las dos se quedaron absortas, admiradas de las luces navideñas. Tanta era la emoción de Guillermina que no soltó palabra. Cuando después de esperar en la cola entraron a ver el Belén, la niña quería comparar la realidad con la foto y empezó a aturdirse. Su madre se paró frente a ella, cogió la postal y la rompió.

—Esta es la realidad. Hay que vivirla como toca. Disfrútala, es maravillosa y este —señaló con un amplio gesto las figuras y el Portal—, es mi regalo de Navidad.

Luego, sofocada, se quitó, el pañuelo que llevaba al cuello y agachándose hacia su hija, ese señor bajito vestido con una bata gris, le susurró, era el portero.

—Ve a verle —la empujó suavemente hacia él.

Se quedó quieta, no se atrevía a acercarse a ese hombre que con una bata gris y las manos a la espalda caminaba de aquí para allá pidiendo silencio y orden en la fila. Algo se le estranguló por dentro. No podía ser, ella lo recordaba más alto, menos encanecido, más vigoroso. Se volvió hacia su madre que hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Sí, es él y esta es la otra realidad que tienes que aceptar.

© Cristina Vázquez

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