viernes, 29 de noviembre de 2024

Cristina Vázquez: Raíces


 


Demasiado tiempo sin recordar, sin sentir. El hábito del desapego, la frialdad y la falta de deseo se habían instalado en su vida con la exactitud de una corteza de olmo. De tanto en tanto se hacía consciente de ello y en ese momento una chispa, una gota amarga se le deslizaba por alguna parte de su cuerpo. Marga lo notaba sobre todo en la garganta o como un medallón incómodo que le golpeara durante unas horas en el centro del pecho. A veces permanecía enquistado unos días. Le resultaba imposible expulsarlo, apartarlo de sí. Sabía que eso era el recuerdo que durante tanto tiempo había empujado hasta lo más hondo, hasta las entrañas, se repetía orgullosa durante los años que consiguió tenerlo escondido, dominado.

Esa noche venía a cenar un amigo de su hija que vivía en España y estaba de paso en Buenos Aires. Ella no sabía quién era ni le importaba, como tantos otros que de vez en cuando aparecían trayendo noticias de su país, al que no había vuelto desde hacía más de treinta años. Había echado el cerrojo a esa época de su vida y no tenía la menor voluntad de abrirlo.

Se lo encontró sentado en el porche de la casa. Su hija no había aparecido todavía y al ir a ofrecerle una copa mientras llegaba, casi pierde el aliento.

—Buenas noches —el chico, tras levantarse, se inclinó con cierta afectación—. Estaba deseando conocerla. He oído tanto hablar de ti.

Una sonrisa blanca iluminó la expresión de sus ojos azules mientras se pasaba la mano por el abundante pelo rubio. Se llamaba Manel. Con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, tardó en saludarle con amabilidad formal y preguntarle si quería beber algo.

—No creo que mi hija tarde en llegar —concluyó mientras de espaldas al chico ponía hielos en un vaso—. A estas horas el tráfico es tremendo.

Notaba detrás de ella la presencia, la sombra envolvente del joven y un tenue olor a canela. La edad coincidía. No podía pensar. El vaso se le resbaló de las manos produciendo un estrépito inadecuado a la quietud de la noche. Al ir a buscar algo para recoger observó a Manel que tiraba los hielos al césped. En ese momento supo que era él y un temblor incontenible la sacudió.

—No la encontraba —se disculpó enarbolando la fregona como una lanza.

El chico se la quitó de las manos y terminó de recoger los cristales y el líquido con habilidad. La instrucción en el barco, sonrió. Por fin se sentaron cada uno con una copa que ella bebió demasiado deprisa. Necesitaba calmar sus nervios.

El barco en el que estaba haciendo las prácticas había llegado al puerto bonaerense hacía dos días, afirmó Manel, y al siguiente ya se iban a seguir su recorrido. La manera de torcer la cabeza al hablar y la risa fácil y bronca, hicieron que sintiera como esa corteza se iba resquebrajando.

—Me costó localizar a tu hija —al retirarse el pelo de la frente, vio la pequeña e indeleble marca en la muñeca de Manel.

Se bajó la manga casi con violencia para ocultar la suya, mientras oía al chico contarle que ella era un mito en el pueblo. Cómo había conseguido crear su empresa y hacerse un nombre en América.

—Todo un ejemplo, el triunfo del emigrante —alzó su vaso.

Le escuchaba buscando el matiz, el parecido, lo diferente y dejaba que la inundara una savia escondida, una emoción oxidada. Preguntó por sus padres, los recordaba con cariño, argumentó con elegante lejanía.

—Mi padre hace años que murió y mi madre va a hacer ocho meses —sus ojos se ensombrecieron—. Pobre, sufrió bastante, pero al menos pude pasar un tiempo con ella y cuidarla.

Subió la cara, fue una madre maravillosa, esa suerte había tenido y pidió permiso para rellenar los vasos.

—No sé de cuánto te acuerdas del pueblo, pero ha cambiado mucho —aseguró con cierto orgullo—. Aunque ya no vivo ahí, vuelvo siempre para la romería.

Le encantaba esa fiesta y no perder las raíces. Además, iban a restaurar el viejo caserón de don Mauricio que lo abandonó al poco de marcharse ella y nunca había vuelto.

—O eso me contó mi madre.

Marga afirmaba a todo con la cabeza. La referencia a don Mauricio, como le llamaba el chico, la devolvió a una mezcla de melancolía y desespero. Malditos tiempos aquellos, maldito hombre que la obligó a irse con amenazas casi de muerte y de hundir a su familia. Maldita juventud suya que bebía los vientos por quien no debía. Sentía una terrible contradicción. ¿Hubiera preferido no volver nunca a verle o tenerlo ahí delante hecho un hombre era un inesperado regalo de la vida? Manel. Pidió a su familia que le llamaran con ese nombre y solo años después supo a quién lo habían entregado. También supo que eran buena gente y siempre les mando dinero de forma anónima.

Se oyó el ruido de la puerta y los pasos de la hija que se disculpaba por su retraso. Abrazó al joven.

—Qué ilusión conocerte por fin —sonrió ampliamente—. No desmereces los elogios de tu enamorada.

Se giró hacia su madre. Había contactado con Clara, la hija de Mauricio y futura mujer de Manel. Se estaban escribiendo desde hacía tiempo y era la que le informaba de lo que ocurría.

—Como en esta casa está prohibido hablar del pueblo y de tu familia —hizo un guiño a su madre—. Pues a escondidas me he enterado de lo que pasa por ahí.

Con la encantadora frivolidad de la trasgresión, la frescura de sus palabras denotaba una inocencia pícara. Se giró hacia Manel.

—No sabes cómo se pone cuando me empeño en que quiero ir a la romería, conocer mis raíces —puso el brazo sobre los hombros de su madre—. Ya se ha puesto pálida ¿lo ves?

Inmóvil, Marga negaba imperceptiblemente con la cabeza, al tiempo que susurraba imposible, imposible.

Los titubeantes ruidos del jardín envolvieron el silencio.

© Cristina Vázquez

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