A los árboles, como a mí, nos gusta acercarnos a ese mar increíblemente azul o verde, aunque a veces tiene el color de mi estado de ánimo, casi negro. Lo miro y, como por arte de magia, se alejan mis penas. Me atrae el perfume yodado, sus profundidades, los atardeceres. A pesar de ser sus aguas indiferentes a las desgracias de los hombres, las amo.
Cuando llega la primavera, mi pueblo pierde su aspecto deprimente. El suave
aroma de las rosas, el zumbido de las abejas que alertan de su presencia y el
aleteo de las mariposas con sus vivos colores llenan los jardines, pero yo… No
pierdo tiempo. Me voy corriendo a mi acantilado.
La abuela lo sabía. De niña me contaba historias que nunca me aclaraba si
eran verdad o mentira. Debía averiguarlo por mí misma, decía sonriendo y añadía
que no hay nada más hermoso que contemplar un arcoíris desde nuestro
precipicio. Cada vez que veo uno me acuerdo de ella y gozo al contar desde el
rojo en la parte exterior hasta el violeta, esos siete colores que me hacen
soñar.
Una tarde mientras paseábamos por ese despeñadero surgió el arcoíris.
Emocionada, la abuela me prometió que cuando ella muriera haría todo lo posible
para que la viese en algún punto del color malva, el que está en la parte
interior. De regreso a casa me dio a leer el Antiguo Testamento, y aprendí que
el arcoíris fue creado por Dios tras el Diluvio Universal para recordar a los
hombres que jamás volvería a destruir la tierra.
Desde entonces han pasado muchos años. Ahora no corro, voy a paso lento
hasta mi lugar preferido y busco a la abuela en la franja violeta. Y allí está.
© Marieta Alonso Más
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