Huíamos de la ciudad porque no teníamos
otro remedio. Huíamos aterrorizados con la esperanza de llegar pronto a la
frontera. Celebraríamos la Nochebuena y la Navidad, la maravillosa Navidad que
tanto nos había gustado en otros tiempos, en la carretera, alejados de nuestros
seres queridos y de todo lo que amábamos, corriendo temblorosos en un autobús
que tragaba kilómetros casi desesperado. Éramos cincuenta y cuatro ancianos
que, pese a cualquier circunstancia —como ocurre con todos los seres humanos—
queríamos vivir. Suponíamos que medio país estaría haciendo lo mismo en esos
instantes gracias al increíble regalo que, el mismo día de Nochebuena, nos
habían hecho nuestras autoridades.
No
queríamos llorar, pero se nos escapaban las lágrimas de puro dolor porque no
hacía ni siquiera veinticuatro horas, la totalidad de los delitos del Código
Penal —incluido el asesinato— habían sido abolidos, así, como por arte de
magia, y sabíamos con total seguridad que el primer objetivo a cumplir sería la
completa desaparición de las personas mayores, sí, de nosotros, los ancianos, los
viejos, los inservibles, como si la vida fuera un suspiro que aparece y
desaparece a voluntad de unos desalmados. Completa desaparición, tales
palabras nos hacían temblar, completa desaparición… parecía tan fácil...
Los tanques pronto empezarían a poblar las calles teniendo claro su cometido, y
no solo los tanques, incluso el ejército. Aquello podría convertirse en un
aquelarre de miserias.
Por
esa razón, huíamos del país a marchas forzadas.
Nos
miramos unos a otros mientras descorchábamos una botella de cava y brindábamos
por la felicidad que tal vez encontraríamos en otras tierras lejanas donde la
vida tuviera un poco más de valor. Queríamos dejar lejos el dolor que nos
inundaba.
Una
luz de Navidad iluminó nuestros ojos, al tiempo que una preciosa estrella fugaz
cruzaba el firmamento de lado a lado.
©Blanca
del Cerro
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