María no era como las demás. De todos los amigos que mis hermanos invitaban a nuestra casa de verano, ella era diferente y no lo digo solo por ser la única entre los mayores que me hacía caso. Su andar era ligero, como si sus pies apenas rozaran el suelo, el movimiento de sus brazos, similar al de las bailarinas que vuelan por el escenario y su sonrisa… Cálida, amable y perenne.
Llegó una tarde de junio, con apenas una maleta, sus telas y pinceles. Yo estaba sentada en el porche, lejos del corro integrado por mi familia y las visitas, tratando de dilucidar si la luz que se colaba entre las ramas del nogal formaba la cara de un felino, de un ratón o de esa chica ñoña cuyo nombre no recuerdo, con la voz aflautada y palabras sin sentido. María se unió al grupo y, después de una taza de té, se acercó a mí. Compartimos el atardecer en silencio, como si el aire que nos envolvía fuera otro integrante del dúo que formábamos.
Después de cenar, dimos un paseo por el parque y la vimos por primera vez. Fue María quien señaló un grupo de magnolios.
—¿La has visto?
—Sí. ¿Tú también?
Me cogió de la mano y susurró que era nuestro secreto. Lo fue. El primero.
La mañana siguiente, cuando volvía de mi paseo con Jaime, el único niño de mi edad que había por los alrededores, la encontré en el parque, frente al atril, con su sombrero de paja, bosquejando los magnolios.
—No sabía que pintaras.
—Desde siempre. Deberías probarlo, es difícil atrapar un sueño.
—No fue un sueño. Yo la vi y tú también.
Me senté a su lado a contemplar cómo su mano daba forma a ese ser transparente que volaba entre las hojas. Después del almuerzo, cogimos las bicicletas y recorrimos los bosques aledaños, concentradas en el paisaje y los movimientos de los animales. Cuando le dije que me había parecido ver un duende, cambió de dirección y nos dirigimos hacia el lugar que le indiqué. No lo encontramos, sin embargo, al regresar a casa me sugirió que lo pintara. Sonrió ante mi mirada de sorpresa.
Instalamos nuestro taller de dibujo en la planta alta, donde hoy están las bicicletas que nos condujeron por los parajes mágicos en los cuales solo nosotras encontrábamos lo que nadie veía. Ahora, en medio de trastos y herramientas, tres de nuestros primeros bosquejos siguen pegados a una pared. Me acerco, los acaricio y me parece ver su eterna sonrisa a través de los cristales de la ventana.
María se fue cuando empezaron a caer las hojas. No llegó a ver el bosque amarillo y morado, ni sintió el viento que azotaba las ramas contra los cristales de este lugar que compartimos. El mismo que años más tarde fue testigo de mis escarceos amorosos. Encuentros y desencuentros con hombres cuyos nombres no recuerdo y cuya partida dejaba un regusto a melancolía y un vacío de desierto. Hasta que una siesta quiso poner una niña a mi soledad.
Mi bebé y yo partimos a la ciudad en busca de María. No había dejado de escribirme y fue fácil encontrar la tienda donde ilustraba los cuentos infantiles que ella misma escribía. A pesar del tiempo transcurrido, sus ojos, ya detrás de unas pequeñas gafas, mantenían el brillo de siempre y su abrazo nos rodeó con la calidez que necesitábamos. Me ofreció un té y preguntó por el nombre de mi pequeña.
—Hada —respondí con un guiño.
—Por supuesto. ¿Puedo ser su madrina?
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