Antonio, el que fuera albañil de
mi pueblo, con el tiempo pasó a ser el artista más apreciado. Todo lo que se le
ocurría lo ejecutaba a la perfección. Trabajo no le faltaba.
Desde hacía unos cuantos años,
bien temprano en la mañana, iba a la azotea de su casa. Se sabía que estaba
allí por el eco de sus pisadas y por el ruido de las herramientas. Con manos
temblorosas miraba el papel arrugado y volvía a ponerlo en el bolsillo. Los
niños le saludaban desde la acera de enfrente, pero no los oía, se había vuelto
medio sordo desde que se le rompieron las gafas.
¿Para qué tanto esfuerzo? Aquella
pregunta fue tan repentina que se dejó llevar por los recuerdos.
Desde niño soñaba con ese período de la
historia, con esas siete colinas, con el río Tíber… Nada, eso era hablar por
hablar. Lo que en verdad le gustaba era su fotografía. La primera y única vez
que salió de viaje fue a Italia, en un trayecto en el que cada noche dormía en
una ciudad diferente, diez días, diez ciudades. Pero en una de ellas le
llevaron a una domus y vio ese mosaico al que hizo una foto. Ya no hubo ni
iglesia, ni basílica, ni foro, ni arco, ni circo que llamara su atención. En
aquel instante supo que debía reproducirlo. Tallar las teselas le llevó
bastante tiempo. Cuando las tuvo, las dispuso como un puzle dependiendo del
tamaño y el dibujo. Ya solo le quedaba un esquinazo para terminar.
Pasaría a la posteridad. Tremenda sorpresa se
iban a llevar sus vecinos cuando encontraran aquella maravilla el día que Dios
quisiera llevarle a su vera.
Y si…, ¿pidiera permiso a san Pedro?
Disfrutaría mucho viéndoles las caras.
© Marieta Alonso Más
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