miércoles, 29 de enero de 2025

Cristina Vázquez: Renuncia

 



Las tardes se iban acortando y el olor a humedad del aire presentía el otoño ya cercano. A Emma siempre le entristecía el final del verano, pero aquel año no era tristeza lo que la embargaba, sino más bien la conciencia de una plenitud vivida y enterrada para siempre.

Habían pasado treinta años y volvía otra vez al mismo lugar. Le resultó difícil ubicar lo que veía con el trazado que preservaba en su cabeza, casi como un lugar sagrado, el santuario de su memoria, se decía con cierta pretensión. Su recuerdo era el de una playa solitaria cercada de dunas que se transformaban de un año a otro por efecto de los vientos invernales, y un pueblo pequeño. Pueblo tranquilo que se reanimaba en verano con apatía, sin voluntad de que la llegada de los veraneantes alterara su ritmo cotidiano. Siempre pensaba que en invierno debía resultar abrumador, con la luz tamizada por nubes grises, vientos feroces y el mar, espejo de ese cielo, embravecido y oscuro. Por eso la proximidad del otoño la entristecía como presagio de lo que iba a venir.

Había vuelto por circunstancias ajenas a ella, y aunque al principio se resistió no le quedó más remedio que aceptar ir, necesitaban su firma para la venta de la casa de la playa. Decidió recorrer el paseo que solía hacer por el camino que aún hoy no se había borrado y llevaba hasta lejanas dunas que fueron su refugio muchas veces. Al ir avanzando en una especie de remembranza enterrada durante treinta años, distinguió a lo lejos, en la playa, las casetas de baño que seguían erguidas con sus alegres colores, y algo en ella se fue derritiendo en una mezcla de felicidad y melancolía.

Ese verano, que para ella terminó siendo el verano en el que su vida se decidió, estaba asociado a las dunas y a esas humildes casetas de baño que se convirtieron en asideros de su felicidad. El olor del mar mezclado con la madera, la intimidad que prometían, la oscuridad velada al entrar en ellas, todo eso permanecía inalterable en su recuerdo.

La aparición de Karl, el amigo de su marido que acababa de volver del extranjero y ella no conocía, fue inesperada y algo confusa. La sorpresa de Ema al ver a ese hombre alto, vestido con inapropiado traje oscuro para el lugar y el pelo abundante y rubio despeinado por el aire, esperando a la entrada de su casa, le hizo pensar en alguien confundido.

—¿Vive aquí el doctor Bauer? —más que preguntar parecía disculparse—. Soy Karl Alder.

Tardó un momento en asimilar ese nombre con el del querido amigo tantas veces nombrado. Tras un momento de silencio, Ema le hizo pasar a la casa. Llevaba de la mano a su hijo que se acercó al desconocido con inusual familiaridad. Le introdujo en el pequeño salón en el que se abría un ventanal sobre la playa. Parecía que el mar tuviera voluntad de entrar en él. No olvidaría nunca ese momento. Al sentarse para cumplir con las formalidades de la hospitalidad, un inesperado silencio se apoderó de ellos. Se miraron con pareja inquietud, igual que si una descarga los hubiera inmovilizado. Tardó en salir de esa especie de trance en el que se habían sumergido.

—Mi marido tardará unos días en volver —dijo al fin con voz titubeante—. Ha tenido que marcharse de forma inesperada por una urgencia en el hospital.

Él cabeceó asintiendo y se disculpó. Eran tan difíciles las comunicaciones que no había podido concretar la fecha exacta de su visita, pero le extrañaba que André no le hubiera avisado de su posible llegada, concluyó azorado e hizo un gesto de marcharse. Ella le aseguró que era bien venido y que estaba segura de que su marido no tardaría mucho en regresar. Le recomendó un hotel.

—Por favor, vuelva a cenar —invitó animosa—. Es un pequeño contratiempo que no esté André, pero mi hijo y yo le esperaremos encantados.

Al cerrar la puerta, Ema intuyó una suerte de epifanía con la certeza de que su vida no sería nunca igual. Volvió para la cena. Iluminados por las lámparas de gas, aún no había llegado la electricidad a ese remoto lugar, hablaron, rieron y la felicidad brillaba en los verdosos ojos de Ema y en la sonrisa de él. Sin necesidad de decirse nada, comprendieron la devastación que esta atracción podía significar. Al despedirse, Karl preguntó si se marchaba o quería que se quedara. Ella le pidió que no se fuera, por favor, quédate conmigo.

Esa semana, hasta que volvió André, pasearon entre las dunas, se bañaron en el austero mar y se besaron. Sabían que el amor que de esa manera arrolladora les había envuelto, se quedaría circunscrito a ese tiempo. No querían traicionar el matrimonio ni la amistad. Y así fue. Pensaron que, pese al dolor de su separación, habían sido unos privilegiados.

Cuando llegó André su alegría por reencontrar al amigo se sumaba a la bendición de su familia, así lo aseguró. Pese a su insistencia para que Karl prolongara su estancia, él adujo que le resultaba imposible permanecer más tiempo. Sí, volvía al extranjero, había desechado regresar a su país.

Tardó un tiempo en recuperarse de la partida de Karl, tiempo que dedicó a su hijo, a dar largos paseos por los mismos lugares que había recorrido con él, y a refugiarse en la caseta cuando el mundo a su alrededor se volvía irrespirable.

Y ahora, treinta años después, volvía al mismo lugar y una dulzura largo tiempo olvidada, se apoderó de ella. Se sentó en la arena húmeda, apoyada en la pared de una de las casetas y aspiró el olor del mar. Fue muy feliz. Golpeó con los nudillos la pared de madera y en un susurro dijo. Gracias.

Nunca más supo de Karl. En su corazón permanecía joven, amado y con el pelo revuelto por el viento.

© Cristina Vázquez




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