lunes, 13 de enero de 2025

Malena Teigeiro: Un rayo de sol

 



Desde que contrajeron matrimonio, Manuela vivía con Berty en Devon. Se habían conocido en la playa de Isla Canela, en Huelva, justo al lado de la frontera portuguesa. Sobre la dorada arena y con alegría contagiosa, Berty le hablaba de su hermosa playa inglesa, Bantham, decía que se llamaba. Y dejando escurrir entre los dedos la dorada arena, añadía que la de él era finísima y muy blanca, y que estaba rodeada de dunas en las que crecían verdes juncos. Concluía contando que en ella había tres casetas de madera pintadas de blanco y azul y que en una servían el té.

Nunca supo Manuela si su amor por el joven Berty surgió por lo romántico que le parecía tomar el té en una mesita de hierro delante de la caseta de la playa, o quizá fuera su cabello rubio y su hablar zarrapastroso, lo que la atrajo con locura. Durante su noviazgo de largos paseos por la playa de Isla Canela, entre risas y besos, Manuela le oía hablar de su país, con brumas que te envolvían como suaves sedas, acantilados blancos, y verdes e inmensos praderas. Te gustará, le decía soñador acariciándole la mejilla. Aunque tenía que reconocer que nunca le habló del color del mar ni del sol al atardecer.

También le recitó una y otra historia sobre su muy antigua familia, por cierto, de apellido impronunciable, a la que ella ansiaba conocer. De su hermana, casada y con tres rubios y adorables hijos, de su padre, siempre con la nariz entre viejos papeles familiares y libros de cuentas de la administración de la finca. De su madre nunca le habló, cosa que le extrañaba, aunque no mucho. Ella también se llevaba mal con la suya. Y todavía la aborrecía más desde que pretendía impedirle que saliera con aquel que había llegado «de no se sabía dónde», decía con rostro avinagrado,

Así, cada día más enamorada, aunque solo habían pasado los tres meses de verano desde que lo vio por primera vez, decidió contraer matrimonio con Berty antes de que él regresara a Inglaterra. De viaje de novios volarían al aeropuerto de Exeter. Hubiera preferido pasar unos días en Londres, pero él tenía prisa por volver a su casa para que sus padres pudieran conocerla. Y se conformó. Ya lo visitaría, se decía para sí soñadora. Tenían whoooole life para hacerlo, le susurraba al oído arrastrando las oes. En el fondo le hacía ilusión que aquellos ancianitos, padres de su marido, tuvieran tanta ansia por conocerla. Sin duda su edad había sido el motivo por el que no asistieron a la boda. A Manuela no se le pasaba por la cabeza que pudiera haber otra causa, y recordaba el rostro feliz de sus padres bailando por soleares en la fiesta del cortijo.

¡Qué romántico es todo por aquí!, le escribió días más tarde de su llegada a su hermana con las manos metidas en unos gruesos guantes de lana. Continuó contándole que uno de los ayudantes de la familia de su marido les había dejado el coche de Berty en el parking del aeropuerto. Era un divino Morgan verde, con tapicería de cuero beige. Entrar en él no le resultó fácil, y como puedes suponer, le relataba con su perfecta letra de colegio de monjas, el equipaje no cabía en el exiguo maletero, por lo que tuvieron que dejarlo en consigna hasta que alguien de la casa lo fuera a recoger.

Al llegar a la mansión de la familia, en las afueras de Bantham, un pueblecito con apenas unas casas y alguna nave industrial, se sorprendió. Sin duda aquella casa y su familia debieron haber sido muy importantes, pero ahora a Manuela le dio la sensación de que las piedras de aquella mansión iban a irse al suelo de un momento a otro. Tampoco tenían calefacción, y como continuaba sin llegar el equipaje, tuvo que seguir vistiendo los mismos vaqueros, y algunos viejos cárdigans de su marido. ¿Imaginas lo que diría mamá si supiera que llevo todos estos días sin cambiarme de ropa y lavándome como los gatos?

A pesar de todo, su ansia por conocer aquello de lo que tanto le había hablado Berty no disminuyó. Y juntos fueron a la playa. Tenía verdadero deseo de tomar una taza de té con aquel bollo tan típico. Al acercarse a las casetas descubrió que no solo no podría tomar su taza de té, sino que de aquellas románticas casetas pintadas de azul y blanco de sus sueños, apenas quedaba la estructura.

Pasaron quince días sin que nadie fuera al aeropuerto a recoger su equipaje, por lo que decidió ir ella. En un cuatro por cuatro, igual de antiguo que todo lo que la rodeaba, llegó al aeropuerto. Recogió sus maletas de la consigna y justo cuando de nuevo se encontraba abriendo la puerta del viejo coche, vio salir un avión. Estaba pintado de plata y un rayo de sol, el único que había visto desde que llegara a aquella isla, lo hacía brillar como una joya. Se detuvo un instante. Con una alegría que casi le rompía el pecho, se dio la vuelta. Entró en la terminal y se dirigió a los mostradores. Compró un billete para Sevilla, el aeropuerto más cercano a su querida Huelva, y volvió a facturar su equipaje.

Antes de embarcar, se sentó a escribir:

Mi amado Berty:

Quizá no sepas que la bruma que nos envuelve como la seda, está hecha girones. La blanca y fina arena se encuentra sucia y llena de charcos. El delicioso té que servían en las casetas sin duda se lo han debido beber las gaviotas. La lluvia no me permite pasear por los verdes prados, y la casa nos va a enterrar a todos de un momento a otro. Y por si fuera poco, tu padre, bastante más joven que el mío, tan solo me sonríe. Muy amable, eso sí. Tu madre ni me saluda, y los criados tampoco me dicen nada, quizá porque no hablo inglés. ¡Ah!, se me olvidaba. Comprendo perfectamente que tu hermana no quiera volver a pisar esa agradable y hermosa mansión.

Mi amor, te espero bajo el dorado sol de mi hermosa playa de Isla Canela, donde tan felices fuimos. Y si lo que no te gusta es vivir en España, con tal de hacerte feliz no me importaría que nos trasladáramos a un país extranjero. Por ejemplo, a El Algarve Portugués.

I love you,

Manuela

© Malena Teigeiro

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