viernes, 21 de febrero de 2025

Blanca del Cerro: Soy de papel

 



Hemos dirigido nuestras acciones contra el espíritu anti-alemán. ¡Entrego todo lo anti-alemán al fuego!


Herbert Gutjahr, líder de los estudiantes

 

 

Soy de papel. De un papel muy bonito y fino, casi transparente. Esa es una de las dos verdades que aprendí al ver por primera vez la luz en el transcurso de una mañana de otoño en la que el aire, sin motivos aparentes, parecía comprimido, como prieto, y un ahogo de color gris ceniza se adueñaba lentamente de las calles. La otra, la segunda verdad que comprendí en seguida, fue la existencia de manos porque es a través de ellas como los hombres establecen contacto conmigo. Podría decir tanto sobre las manos… Eso lo supe inmediatamente después, me refiero a la existencia de los hombres pues, al fin y al cabo, ellos me crearon y me hicieron tal y como soy. También aprendí casi en el mismo instante que los hombres también pueden ser mujeres, bueno, no es que sean ambas cosas a la vez sino que en la raza humana las posibilidades son muy limitadas: o eres hombre o eres mujer, nada más. Y asimismo descubrí la existencia de hombres pequeñitos y mujeres pequeñitas, los denominados niños, a los que siempre veo de lejos porque lo que yo guardo en mi interior al parecer no está destinado a ellos, es para otro tipo de público, y aunque me gusta su presencia, la de los pequeños, —es algo cálido y distinto, como un halo de ternura alrededor que te hace sentir bien— siempre están allí, al otro lado de donde yo me encuentro, donde reposa la literatura infantil, pero al cabo de los años me he percatado, sin conocer en realidad las razones, de que cada vez acuden menos a mi morada, lo cual me produce tristeza y pesadumbre. Los niños son motivo de alegría y me hacen sonreír.

Fue a través del tiempo cuando empecé a desvelar las causas y los porqués de tantas y tantas dudas iniciales pues, cuando abres los ojos al mundo, siempre surgen millones de interrogantes que puedes o no puedes resolver y unos se aclaran, pero otros se quedan ahí, varados en el universo de los misterios insolubles.  

Aquella mañana inundada de melancolía, el día de mi nacimiento, salí de un lugar llamado Imprenta Drucke junto con varios cientos de volúmenes, camino de no sabía dónde. El lugar adonde nos dirigimos entonces y en el que habito en la actualidad se llama Biblioteca Nacional, situada en el centro de la ciudad de Berlín, y es un edificio grandioso dividido en salas inmensas, con cientos y cientos de estanterías repletas de compañeros de todos los tamaños y colores. No podría decir cuántos miles y miles nos apiñamos en estas estancias, porque hay varias, unas junto a otras, donde infinidad de librerías de madera preciosa se elevan hasta el techo. A mí me colocaron en la tercera sala a la derecha tras cruzar la puerta de entrada, en una zona dedicada a Medicina, Psicología y Psiquiatría, junto a los volúmenes de otros médicos, psicólogos y psiquiatras célebres desde el principio de los tiempos, aunque antes no se llamaban psiquiatras porque, según he escuchado —a mi alrededor se hacen infinidad de comentarios y procuro no perderme nada—, ese es un término de reciente aparición.

Los compañeros que me rodean presentan infinidad de tamaños y texturas, son altos, bajos, medianos, gruesos, muy gruesos, delgados, muy delgados, pequeños, enormes, diminutos, encuadernados con gran diversidad de materiales y colores, como una especie de arco iris infinito, con preciosas cubiertas, otras no tanto, y con los más variados aspectos. En lo referente al mío, quiero decir a mi aspecto, lo cierto es que me agrada y podría afirmar que más que el de otros. Porque mi parte exterior es de cuero, color granate, con los lomos dorados, y en la portada aparece un título, La interpretación de los sueños, y un nombre, Sigmund Freud, escrito también con letras doradas. Me gusta dicho nombre, Sigmund, Sigmund, lo degusto y paladeo, me parece bonito y agradable. Y suena bien. La persona a la que doy vida —o que me da vida a mí, eso habría de dilucidarlo— es, al parecer, un médico de Viena, de origen judío, que ha revolucionado la psiquiatría y, por lo que he oído a mi alrededor, tiene encandiladas y asombradas a muchas personas con sus nuevas y revolucionarias ideas, esas que yo guardo dentro, esas a las que doy vida. Me encanta contener a alguien famoso porque así son muchos los seres que se acercan a mí, me miran, leen mi portada, me contemplan, incluso me admiran, me toman entre sus manos y pasan mis páginas. Es como una gran caricia que se extiende y se extiende, y la verdad es que me gusta. Todos tienen ansias de conocer esas nuevas ideas que se plasman en mis páginas. Muchos de ellos me llevan a una mesa y me leen, y luego me devuelven con cuidado a mi estantería, y en otros casos me transportan hasta sus hogares, donde vivo otra existencia distinta a la mía habitual, y contemplo un mundo diferente repleto de voces, comportamientos y esencias de lo más variopinto, y trato con hombres, mujeres y niños, algo que me encanta y con lo que disfruto. Es entonces cuando más feliz me siento, porque nosotros, cualquiera que sea nuestra condición y contenido, desprendemos alegría y sonreímos cuando las personas nos leen, pues cuando no lo hacen permanecemos en el lugar donde nos colocan, muy quietos, en estado de hibernación si nos da tiempo a ello, aunque no siempre nos es posible alcanzar dicho estado.

Por las noches, cuando el silencio nos invade hasta el fondo y la oscuridad nos abraza con sus manos tranquilas, aparece una cuadrilla de limpiadoras comandada por Helga, una mujer grande y gruesa, con el cabello rubio recogido en un moño y los mofletes colorados, que grita mucho, da órdenes a sus subalternos y nos limpia con un plumero que me hace cosquillas. Su comportamiento, con las consiguientes diferencias, es muy similar al de los hombres con uniformes de color gris y brazaletes rojos en el brazo izquierdo con una extraña cruz impresa, que en ocasiones aparecen por aquí dando voces. Me producen un poco de miedo pero no se acercan a nosotros, se limitan a mirar al mundo con aire de superioridad, como si fueran muy importantes, como si estuvieran por encima del resto de los humanos, y chillan demasiado impregnando el aire de suciedad y vileza. Lo cierto es que me disgustan. Creo que ignoran que este es un lugar de silencio, paz y tranquilidad. No sé quiénes son ni me interesa, pero me entristece y atemoriza su presencia.

Los años se han deslizado suavemente. Es así como ha transcurrido mi vida, feliz en la mayoría de las ocasiones, casi sin tiempo para dormir y acunado por millones de manos y ojos en los que percibo interés, complacencia y felicidad, que es lo mejor que se puede percibir en los rostros de los hombres.

Así fue todo hasta aquella noche.

Era una noche igual que las demás, o a mí me lo pareció. La primavera estiraba sus brazos, aunque aquí dentro no se diferencien las estaciones, pero lo sabía porque la semana anterior un afamado médico, alto, delgado y guapo, me había llevado a su hogar, un lugar lleno de encanto, y pude contemplar las flores de su jardín y aspirar su aroma. Me gusta la fragancia de las flores. Por eso sabía que era primavera, exactamente el mes de mayo. Esa misma tarde el doctor me había depositado en mi estantería y me disponía a descansar tras varias jornadas de intenso ajetreo. La noche empezó a rodearnos con sus largos brazos mientras Helga y su cuadrilla limpiaban mi sala, la tercera a la derecha tras cruzar la puerta de entrada. Y entonces oímos un ruido como de cristales rotos, y muchas voces, muchos gritos, el terror iluminando la noche, un estruendo fuera de lo normal. Helga y los demás permanecieron quietos, como repentinas estatuas de piedra. Los pasos avanzaban a lo lejos pero cada vez más cercanos. Y una masa confusa de seres que parecían cualquier cosa menos humanos apareció por allí, algunos vestidos con uniformes grises y un brazalete rojo en el brazo izquierdo con una extraña cruz. Se notaba que llevaban el odio y la furia en las miradas, manadas y manadas de odio, además de fusiles negros en las manos. Helga y su cuadrilla quisieron ocultarse, pero ni siquiera tuvieron tiempo porque los hombres oscuros levantaron sus armas y dispararon contra aquellos seres pacíficos que nada habían hecho salvo mantenernos limpios y relucientes. El eco de los disparos retumbó en las paredes formando un estruendo aterrador. Sentí mucho miedo mezclado con mucha sangre y muchos gritos. Helga y su cuadrilla cerraron los ojos sin saber el porqué de su adiós eterno. Creo que yo nunca había temblado tanto.

Una vez allanado el camino, aquellos grupos enloquecidos se acercaron a las estanterías donde reposábamos y empezaron a abrirlas y a devastarlas. No entendía las razones. Algo muy extraño y confuso estaba sucediendo que no acababa de asimilar. Había oído que los hombres matan a otros hombres en contiendas eternas e inexplicables, pero jamás había oído que los hombres mataran libros. ¿Qué daño les habíamos hecho nosotros?

El odio se escapaba por las pupilas de aquellos seres mientras rompían los cristales que cubrían las estanterías y nos recogían a todos, o a casi todos, introduciéndonos y amontonándonos en los sacos que habían transportado hasta allí. Los ruidos reverberaban en el recinto cuyo silencio había quedado destrozado para siempre. Nos introdujeron en aquellos sacos sucios, una confusa maraña, sin ningún tipo de cuidado, como si fuéramos basura, montones y montones de libros apiñados sin piedad ni compasión, algunos partidos, otros arrugados, otros rotos o descuartizados, una masa espantosa de soledad, y nos arrastraron hacia algún lugar desconocido. Ya no podía ver porque estábamos encerrados y aplastados en aquellos sacos repugnantes, unos sobre otros, descolocados de mala manera. Solo escuchaba muchas voces y muchos gritos, sobre todo gritos. Y también disparos.

Todo a mi alrededor se había transformado en oscuridad y temblores, y vaivenes, y destrozos.

Las hordas que habían invadido el recinto debieron sacarnos a la calle y montarnos en algún vehículo, probablemente un camión. Me movía de un lado a otro chocando contra todos esos libros que me habían hecho compañía a lo largo de los años, aplastado entre montones de compañeros y amigos, entre gritos y lamentos infinitos que nadie escuchaba, y mis páginas iban quedando destrozadas debido al traqueteo y al amontonamiento. Muchas de ellas se desprendieron y quedaron mezcladas con las del resto de mis amigos formando una masa horrible de soledad y tristeza. Un dolor punzante me atravesó de lado a lado. Sentí que mi alma de papel empezaba a abandonarme.

Y, sobre todo, tenía mucho miedo.

Los gritos iban aumentando convirtiéndose en aullidos, daba la sensación de que la locura se había apoderado de la ciudad. Desconocía las razones. No comprendía el daño que podíamos causar nosotros y, ni mucho menos, cuál sería nuestro destino. En ese momento pude oír unas voces en forma de garras que clamaban: “¡A la Plaza de la Ópera!

Tras un tiempo indeterminado de vaivenes, subidas y bajadas, y lluvia, mucha lluvia, con mis páginas ya casi destrozadas y formando un guiñapo con el resto, y tras dolorosos movimientos que daba la impresión de que no iban a finalizar jamás, el vehículo se detuvo. Tanto mi estado como mi ánimo eran lamentables. Unas manos gruesas abrieron el saco en el que nos habían encerrado, y fue en ese instante cuando pude escuchar unas terroríficas palabras surgiendo de la garganta de un hombre que se encontraba algo apartado del camión en el que me transportaban. Solo pronunció una frase: “Heinrich Heine dijo que allí donde se queman libros, se termina quemando a los hombres”. Varios disparos acallaron las voces.

Todo era negro alrededor, y lluvia a raudales, y una gran hoguera al fondo.

Las manos de un soldado vestido de gris, con un brazalete rojo en el brazo izquierdo y una extraña cruz impresa nos agarraron y nos transportaron hacia el resplandor, hacia el centro de la plaza, hacia el fuego, un fuego que se elevaba alimentado por nosotros. Tenía tanto miedo que ni siquiera podía temblar. Y esas manos horrendas, las más horrendas y repulsivas que había conocido en mi vida, me lanzaron a la nada, me lanzaron a un vacío absoluto y sepulcral, y aterricé sobre millones de otros libros que lloraban y lloraban sin que nadie escuchase sus lágrimas. Toda la angustia de los acontecimientos se concentró alrededor de la Plaza de la Ópera, y se extendió alrededor de la vida y alrededor del mundo abarcando la totalidad del universo.

Y entonces empecé a crepitar.

A partir de ese instante, la oscuridad fue completa.

Corría la noche del 10 mayo de 1933.

 

 

Relato incluido en el libro "Voces y susurros"

 

 

© Blanca del Cerro

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