«Me han seleccionado para los premios MTV. Gracias.»
Marisa sonríe al leer el texto en su móvil. Te lo mereces, querida. Ya estamos en paz.
Mientras conduce para recoger a su niña de la clase de ballet y a Carlitos de la de esgrima, sortea el tráfico y casi se salta un semáforo en rojo. Calma, tranquilízate. Todo está bien, ahora sí que todo está bien.
Su mente regresa a esa playa por la que paseaba aquel atardecer unos años atrás. Si eligieron el Caribe para las vacaciones, era para que sus hijos, aún muy pequeños, pudieran disfrutar de la calidez del lugar y sus gentes, como Carlos y ella lo hicieran durante el viaje de novios, cuando soñaban con una familia y se prometieron volver a ella.
La conocieron la primera noche. Con los niños en la cama, la pareja fue al espectáculo del resort. Una mujer fuerte, mulata y con los ojos más brillantes que vieran en su vida, desgranaba una canción de amor con la cadencia de su acento y la voluptuosidad de una voz que hacía temblar las copas. Y ¡cómo no!, la crisis de los cuarenta hizo que su marido se enamorara de la cantante, aunque la mujer no lo descubrió hasta más tarde.
Durante el día los niños jugaban en la playa. En los pequeños botes del complejo recorrían mares ignotos que su imaginación cubría de piratas y navegantes mercenarios. Ellos se tumbaban al sol o buceaban, competían en juegos organizados o intentaban aprender a moverse como solo puede hacerlo quien haya nacido allí. Y por la noche, a escuchar a Esmeralda. Al volver a la habitación, Carlos le hacía el amor de una manera que no había hecho antes, con una pasión desatada y juegos eróticos que a ella le hacían agradecer, una y otra vez, el clima del Caribe.
Transcurrida una semana, su marido empezó a ausentarse. Según dijo, se había apuntado a un torneo de golf y a otro de tiro con carabina. Ella lo hizo a una clase de buceo. Sin embargo, la pasión de las primeras noches se transformó en «estoy cansado», «me duelen las piernas de tanto caminar» o «tienes la espalda tan roja por el sol que me da miedo tocarte». Y la sensualidad de la primera semana desapareció.
Una noche en que bebió de más, la sed despertó a Marisa. Se dio cuenta de que estaba sola en la cama… Sola en la habitación. No encontró a Carlos en la terraza ni en la playa al pie de la misma. Se puso un vestido y salió en su busca. Lo encontró. Los encontró. Ellos, demasiado ocupados, no la vieron.
Durante los días siguientes, la imagen de los amantes retornaba una y otra vez a su mente, sin conseguir dilucidar qué debía hacer.
Un atardecer, mientras sus pies se hundían en la playa desierta, sintió que ese paisaje idílico iba desapareciendo. Ya no pisaba la arena, sino el suelo duro de un carrusel que avanzaba cada vez más rápido. Fuera, los personajes que habían formado parte de su vida la miraban desconcertados: sus padres, maestros, amigos… Todos aquellos que participaron en los sucesos predecibles de una existencia plácida le devolvían una mirada turbadora, como si no entendieran la situación.
Se sintió mareada, aturdida y confusa por esas imágenes. Entonces la vio. Vio a Esmeralda llorando bajo una palmera. La cantante levantó los ojos ante la sombra que proyectaba sobre la arena otra mujer hundida.
—No es importante. Ni para mí ni para él. Solo un rollo de verano—. Aclaró Esmeralda.
Marisa se sentó a su lado en silencio, con los ojos bajos.
—Para mí sí es importante. No sé qué hacer con este dolor.
—Guardarlo, querida. Como has guardado otros infortunios, de esos que solo aparecen en las pesadillas. No te preocupes, partiré esta noche después del espectáculo.
—Entonces, es importante para ti.
—Lo importante es no causar dolor ni ser la responsable de la destrucción de una familia. Y no creas que lo hago solo por vosotros, es por el karma. No quiero empezar mal—. Esmeralda se secó las lágrimas y sonó la nariz antes de continuar.
—Tengo proyectos, ¿sabes? Quiero ser una intérprete de verdad, no la que entretiene a turistas. Quiero empezar una vida nueva, una decidida por mí, no por las circunstancias de mi lugar de nacimiento, del color de mi piel o los deseos de mi familia. Por eso me iré.
—¿A dónde?
—A Estados Unidos, supongo. Allí hay certámenes y, si logro superarlos, conseguiré mi objetivo.
—Te ayudaré. Tengo un primo que es representante de artistas en Los Ángeles. Hablaré con él.
—¿Un quid pro quo?
—Algo así.
Sin embargo, Esmeralda partió antes del espectáculo, no sin dejar una nota con sus señas y recordándole su promesa. Y la joven esposa cumplió. El resultado estaba en ese correo electrónico.
Ya estamos en paz, se repitió Marisa.
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