Cuando escuchó los golpes en la puerta de su casa, Justine se asustó. No eran horas, se dijo dándose la vuelta en la cama. El golpeteo insistía, ahora tan fuerte que temió que la tiraran abajo. ¡Voy! ¡Voy!, gritó malhumorada desde su habitación. La luna era brillante, tanto que Justine no encendió la luz. En cuanto giró el pomo un empujón casi la tira al suelo. Era Brian, el hijo treintañero de su hija Ethel. Se hizo a un lado y su nieto, con una desgarrada y sangrante corte en el brazo, dando tumbos, se dirigió hasta el sofá donde se dejó caer. Le vio apoyar la cabeza en los almohadones. Tenía la piel del rostro casi tan plateada como la luz de la luna. Justine se dirigió hacia él. Iba descalza. Estremecida, sentía bajo las plantas de los pies los pegajosos cuajarones de la sangre de su nieto. Movió la cabeza e interrumpió el camino. Ahora vuelvo. Su voz sonaba cansada, casi harta. Ya en la cocina recogió vendas y desinfectante.
—¿Otra vez? —preguntó inclinada sobre el muchacho mientras le cortaba la manga de la camisa. Él esbozó una sonrisa.
—Otra vez —le respondió desmayadamente.
Aun en contra de la voluntad de sus padres, el amor de Brian por Catalina nació mientras jugaban en la arena de la playa las noches de luna. Ella era una niña morena, casi negra como su madre. Tenía los ojos verdes y profundos como los pulidos trozos de cristal de botellas que devolvían las olas a la playa. Desde bien pequeña, decía Catalina, ella con cada ola recibía las caricias de los espíritus de aquellos que nunca llegaron a desembarcar del barco negrero. Porque, y apretaba la boca en el intento de hacer fuertes sus palabras, era aquí. En nuestra playa, en donde los desembarcaban. Y daba con su piececito golpes en la arena. Y era allí, y señalaba con el dedo la cercana aldea, donde los vendían.
Envolviéndose en las brumas de sus antepasados, Catalina comenzó a ser conocida por la muchacha que hablaba con los espíritus, por la que tenía poderes para deshacer un mal de ojo, y por ser capaz de retornar los amores extraviados.
Fue Brian el que al comenzar a percibir luces de roja locura en sus profundas pupilas, la delgadez extrema de su cuerpo, sus noches de insomnio constante, quien le rogó que olvidara a todos aquellos espíritus que decía la rodeaban, que volviera con él a bañarse en el mar hasta que los cubrieran las luces del amanecer. Que volviera a ser feliz como cuando eran niños y que se casara con él. Ella, cohibida, y con la cabeza baja, lo escuchaba. Luego, agarrada a su cintura iba con él a bañarse las noches de luna llena.
Todo comenzó una noche. Ya estaban los dos jugando en el agua, cuando ellas, las ánimas, convertidas en voraces peces, saltaban ente las olas atacándole. Ellas, le decía Catalina besándole las heridas, no querían que las abandonase por aquel hombre blanco descendiente de los que las habían tirado al mar. Y así ocurrió una vez, y otra, y otra.
Cuando Justine terminó su cura, lo besó en la frente. Sorprendida vio las lágrimas mojándole el rostro. En silencio, el muchacho la miró.
—Nunca volveré a esa playa, abuela. Esta noche, como tantas veces, yo intentaba sacarla, mientras ellos me mordían. Pero Catalina, como si fuera una medusa, con su largo cabello meciéndose en el agua, me sonreía mientras se hundía en el mar. Cuando la vi decirme adiós levantando una mano, supe que no quería volver.
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