En sexto grado me enamoré de una compañerita de clases.
Se sentaba a dos pupitres del mío. Teníamos la misma edad, pero ella ya era una
mujer cuando yo todavía parecía un renacuajo de patas largas. Tenía alborotados
a todos los chicos de la clase, hasta mi mejor amigo bebía los vientos por
ella, por lo que yo no tenía ninguna posibilidad de que se fijara en mí. Y
sufría pensando que a lo mejor no íbamos a coincidir en séptimo grado y la
perdería de vista para siempre.
En la fiesta de Fin de Curso ella hablaba, bailaba,
reía con todos menos conmigo. Yo como un pasmarote estuve todo el tiempo de
pie, al lado de una ventana, con una botella de Coca-Cola en la mano. Tenía
ganas de llorar, pero los hombres, decía mi padre, lloran por dentro.
Convencido de que iba a ser un infeliz toda la vida,
no me di cuenta de que la tenía al lado. Me miró y sin previo aviso me estampó
un beso en la mejilla, para luego entregarme un papel y salir corriendo. Era la
dirección de su casa y un teléfono fijo. En la puerta del colegio se dio la
vuelta y me dijo adiós con la mano.
No le pude contestar, estaba como hipnotizado, mi
corazón daba golpes en mi pecho como si quisiera salir trotando.
Reaccioné tarde. Cuando salí a la calle ya no la vi.
Lo que sí sentía era la luz de las farolas iluminando mi cara, las rosas, los
jazmines, los flamboyanes me sonreían, hasta el asfalto me demostró su cariño
cuando uno de mis zapatos tropezó con una piedra y caí en pleno charco como si
fuera un sapo.
Ella se había fijado en mí. Me había dado un beso.
Nunca más me lavaría la cara.
© Marieta Alonso Más
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