Al pie de la cama estaba el
enorme baúl de caoba de mi abuela. Levantó
la tapa y del interior se escapó un tenue olor a naftalina. Un papel de seda
envolvía una canastilla completa y debajo de todo cubierto por una manta marrón
un cochecito antiguo de bebé. En la esquina derecha, casi oculto, un diario de
tapa dura.
Lo tomó entre sus manos y
sentada lo hojeó con cuidado, curiosa. Lo escrito no abarcaba muchas hojas. La
abuela tenía una letra muy clara, frases cortas en las que se podían leer entre
líneas la alegría de una espera y el dolor de dos pérdidas.
1941
¿Cuándo
planeas tener familia? Eran mi madre, mis tías, las amigas, quienes no dejaban
de hacer esa pregunta tan habitual desde el día en que me casé, hace ya de ello
dos años. Y yo deseaba que una semillita echara raíces en mí, que creciera y
poder gritar al viento: ¡estoy embarazada!
Pero
el destino tenía otros planes. Los japoneses bombardearon Pearl Harbor y esa
guerra absurda entró de lleno en mi familia. Tom fue llamado a filas. A los
quince días de su marcha, me di cuenta de que una nueva vida iba creciendo en
mí. Ni siquiera tuve antojos. Cada siete días, los miércoles, escribía a Tom
contándole los cambios que ocurrían en mi cuerpo de una semana a otra.
Pasaron
los meses y recuerdo tal y como si fuera hoy aquel día en el jardín. ¡Cómo olía
el viento esa soleada mañana! Evoco la sensación de hierba mojada bajo mis pies
desnudos… Mi mirada se pierde a través de la ventana.
De
un jeep se bajaron dos oficiales del ejército. Caminaron hacia mí con las gorras
bajo el brazo. Me entregaron un papel que decía: Muerto en combate. Perdí el
conocimiento.
Tengo
un recuerdo vago de todo lo que pasó, como un ruido de sirenas. Al abrir los
ojos vi ante mí el rostro del médico y oí sus palabras amables, luego el de una
enfermera que tenía mis manos entre las suyas, y por último el abrazo de mi
madre cuando la dejaron entrar en la habitación. Por ella me enteré que fue
demasiado tarde cuando se dieron cuenta de que nunca tendría la dilatación
suficiente. Hicieron un corte, pero ya mi niño estaba muerto.
En
ocasiones logro alejar de mi mente los pensamientos sobre el bebé y me concentro
en algo que debo hacer. Estar ocupada es lo mejor para mí.
Hoy,
por vez primera, no sentí la necesidad de llorar. Estuve todo el día lijando y
barnizando la puerta de la calle. Una vecina me preguntó si mi padre era
ebanista, si me había enseñado, porque estaba quedando muy bien. Le dije que
no, en todo caso, mi padre siempre hablaba de tener la casa y los muebles en
perfecto estado. Su filosofía era: nada roto en el hogar. Daba sensación de
pobreza.
A
mi amiga Bette le gusta cotillear de los demás y siempre tiene una opinión, un
chisme, una anécdota, algo para entretener y hacerme reír, aunque termine
llorando. Viene todos los días. Según ella es una persona comprometida con la
vida y yo debería hacer lo mismo. Dice que va a tirar el diario un día de estos
al cubo de la basura.
---0---
Para Alice encontrar aquellas
palabras escritas fueron una verdadera sorpresa. La abuela nunca habló de ese
primer matrimonio ni de haber perdido a su único hijo varón.
Ahora, en su honor, la nieta
tiene esas hojas unidas y protegidas en un lugar destacado de la librería y como
el más preciado de sus muebles en una esquina del cuarto de estar se encuentra,
repleto de flores, el antiguo cochecito de bebé.
A todos llama la atención esos
ramilletes que cada dos o tres días cambia en honor de aquella mujer fuerte, de
sonrisa triste y abrazos alegres que aprendió a vivir con su cruz a cuestas.
© Marieta Alonso Más
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