A mi querida amiga María que me envió esta alentadora foto un mes de diciembre.
La reunión de chicas empezaba a darme mucha pereza. Se había intentado añadir al grupito tradicional de las que mensualmente cenábamos o salíamos de copas, una amiga de Celia, Elisa.
Se producía entre nosotras esa exclusividad que se da en grupos cerrados, en los que cualquier novedad parece incomodar o crear suspicacias. Y eso que nuestras salidas comenzaban a ser cada vez más repetitivas. Ya nos lo habíamos contado casi todo. Aunque sintiéramos el privilegio de mantener nuestra amistad de una forma duradera con palabras y bromas que solo nosotras reconocíamos. Algunas veces el silencio se imponía.
Por fin cedimos a que se sumara a nuestro siguiente encuentro la nueva amiga de Celia, que estaba empeñada en que conociéramos y ella en conocernos. Era genial, ya lo veríamos, un poco más joven que nosotras, pero nos daba vuelta y media en experiencia de la vida. Tenemos que renovarnos, abrirnos al mundo, a las novedades, insistía para convencernos.
—Nos estamos haciendo viejas, cada vez aguanto menos el alcohol y los malditos tacones me matan —remató esta con una mezcla de resignación y malhumor.
Habíamos quedado en el restaurante El Salvaje, recomendado por Elisa, la nueva, que conocía al dueño y estaba super de moda. El lugar resultó ruidoso con esa música de fondo que impide mantener una conversación confidencial. Lleno de exóticas plantas, tratando de remedar una exigua selva, con guacamayos de vivos colores en jaulas y los camareros, de impoluto blanco, llevaban fajines imitando pieles de animales.
Ya sentadas las cinco de siempre esperábamos la aparición de Elisa que se demoró casi veinte minutos. Llegó tranquila y apenas se disculpó por su tardanza. Se quedó parada tras su asiento e hizo una mirada circular de reconocimiento igual que un ojeador valorando piezas.
—Gracias por recibirme en este grupo —se sentó sin besar a ninguna—. Creo que debo considerarlo un privilegio.
Y nos ofreció su blanca y encantadora sonrisa. Pidió un coctel, para mi desconocido, con soltura de parroquiana. Las cinco la mirábamos entre atónitas y curiosas y fue señalándonos para ver si encajaba nuestros nombres con la descripción hecha por Celia. Acertó dos, el mío uno de ellos.
Lucía una melena de abundantes rizos peinada con estudiado desaliño, las manos de perfecta manicura y los labios pintados de oscuro carmín, seguro pinchados, pensé al mirarla con envidiosa critica. Había en su ajustado traje, bien soportado por un rotundo cuerpo de gimnasio, en el exceso de rímel y el abundante pecho, el encanto de lo femenino y lo vulgar por partes iguales. Pensé que debía volver locos a un tipo de hombre. Algo en ella me resultaba familiar.
Nos preguntó, le preguntamos y, poco a poco, por efecto del vino y la indudable soltura y simpatía facilona que mostraba, nos relajamos. Reconozco que me cayó bien. Quizás hablaba demasiado, pero la novedad que implicaba parece que nos animó a todas mientras Celia nos lanzaba miradas de ya os lo dije. Lo que no llegaba a comprender era el interés que había mostrado en conocernos. No éramos ni ricas ni especialmente interesantes. Unas mujeres de cincuenta con vidas más o menos encajadas o en crisis como en ese momento era mi caso.
Mi marido se había largado hacía más de un año, después de veinticinco de matrimonio y dos hijos encantadores que ya tenían su vida. Mi trabajo de abogada en un bufete conocido me permitía no tener problemas económicos y mi desencanto con él se iba suavizando, aunque una amarga espinita se me travesaba cada poco.
—La verdad es que es un hombre encantador —sus palabras arrulladas me sacaron de mis pensamientos—. He tenido mucha suerte. Es un poco mayor para mí, pero estaba harta de niñatos sin cabeza ni cartera.
Se ahuecó la melena con altivez y me sonrió, pensé que especialmente a mí. Mis amigas, animadas por estas confesiones que parecían hacerles reverdecer recuerdos de tiempos pasados y quizás de pasiones no sentidas, se removieron en sus asientos e indagaron en el excitante romance que ella iba dosificando en sus confesiones. Intimidades que me parecieron inoportunas. Algo en esa desenvoltura innecesaria, en esas risas y detalles empezó a molestarme. Yo no era así. Creo que la intimidad queda precisamente para eso, para la intimidad.
Me desentendí un poco de la ruidosa y para mí inapropiada conversación para fijarme en el lugar que iba creciendo en dinamismo y ruido. Los papagayos repetían frasecitas, la gente se reía, la música marcaba un ritmo machacón y me acordé, quizás por el exotismo de las plantas, de mi viaje en solitario a la playa paradisiaca del Caribe. Fue el primero que hice sola y fui bastante feliz, una vez que vencí el concepto de abandono y el recuerdo de que ese había sido el lugar al que había invitado a mi marido, quizás para restañar un tiempo perdido, quizás para soñar un reencuentro olvidado.
Volví a la realidad que me rodeaba. El tono de voz de mis amigas mientras se pasaban una foto subía con comentarios de qué envidia, qué paraíso, quién pudiera. Al llegar a mis manos saqué las gafas para apreciarla bien. Reconocí la maravillosa playa donde había estado e invitado a mi marido al que enseñé innumerables fotos del lugar, tratando de convencerlo. Noté la mirada de Elisa fija en mí, igual que una atolondrada serpiente.
—Ha sido el viaje más ideal que he hecho en mi vida —sonreía entre pícara y consentida—. Increíble el sitio y la compañía.
Guardé mis gafas con calma, esbocé una sonrisa y les dije que al día siguiente tenía que madrugar.
—Me voy chicas, ha sido una noche inolvidable.
Me acerqué a Elisa que recogía las fotos llena de satisfacción y le susurré.
—Te deseo la misma suerte con tu pareja que he tenido yo.
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