martes, 19 de agosto de 2025

Liliana Delucchi: Detrás de la valla

 


Aunque me gustaba el colegio, el comienzo de las vacaciones de verano era lo más esperado en mi agenda infantil. Se debía a que los meses siguientes los iba a pasar en casa de mis tíos. Desde que tío Alberto se retiró de los negocios, con la abundante fortuna que logró gracias a su  sabiduría, la familia decidió trasladarse al campo, a un palacete estilo francés con escalera de doble entrada que daba al jardín. Me maravillaba todo aquello: el parque, piscina, cancha de tenis, caballerizas y mis dos primos, Alejandro y Tomás. Tía Julia nos llamaba los tres mosqueteros. Una mujer extraordinaria, no recuerdo haberla visto enojada ni una sola vez. Lo primero que surgía en la cocina, donde desayunábamos, era su sonrisa. Siempre estaba tarareando, y cuando nos veía aparecer, todavía en pijama, nos abrazaba y bailábamos al son de lo que estuviera cantando. Además de ser una magnífica cocinera, jamás repetíamos bollería ni almuerzos… Su luz lo inundaba todo, hasta los días de tormenta parecían brillar ante esa mirada.

Mi madre estaba un poco celosa a causa de mi devoción por ella. Decía que a tía Julia le sobraban motivos para ser feliz. Claro, no trabajaba; no tenía que pasarse ocho horas en una oficina, luego llevarme a actividades extraescolares y de regreso a casa preparar la cena, para después recogerlo todo. Seguramente tenía razón, pero yo ansiaba pasar tiempo en esa casa tan grande y cómoda en vez de en nuestro piso de la ciudad, donde se oía toser al vecino.

Lo que más encendía mi entusiasmo en aquella mansión era el bosque que se extendía al otro lado de la valla. Allí, Athos, Porthos y Aramis llevábamos a cabo nuestras más atrevidas aventuras. No nos faltaba D’Artagnan, que fue como bautizamos al jardinero que se ocupaba de mantener ese monte de pinos y abedules limpio y cuidado. Un hombre que entonces me parecía mayor. Delgado, enjuto y con muchas arrugas, nos relataba historias donde los personajes, tanto los buenos como los malvados, curiosamente, llevaban los nombres de los habitantes del pueblo cercano.

D’Artagnan tenía una hija que por entonces era un poco más pequeña que nosotros. Huérfana de madre, se convirtió en la protegida de tía Julia y de tanto estar juntas, la niña adoptó el temple y hasta la forma de caminar de quien llamaba madrina. Y aunque por aquel entonces yo no tendría más de doce años, me enamoré. Su nombre: Eva, como la primera mujer…, mi primera mujer.

Si bien teníamos prohibido entrar en la habitación donde tío Alberto guardaba su colección de espadas antiguas, hacíamos caso omiso y nos llevábamos algunas al bosque, donde las armas se cruzaban de acuerdo con lo que habíamos leído en alguna novela o visto en ciertas películas.

Después de limpiarlas, las devolvíamos a su sitio.

Las vacaciones en esa casona se vieron reducidas el verano del 83. Mis padres habían alquilado una residencia en la playa y partí con ellos. Fue la última vez que estuve allí.

Cuando regresamos a la ciudad, mi padre recibió una llamada de su hermano. La conversación duró bastante. Desde la mesa en la que yo estaba jugando con unos recortables, pude ver que la expresión de ese hombre tranquilo se iba transformando. No dio explicaciones, al menos a mí, solo comentó que mi tío lo necesitaba como abogado y partiría esa misma noche. Desde el otro lado de la puerta de la habitación, le escuché decir que cómo se le ocurría a Alberto dejar la sala de las armas sin llave. Tardó dos semanas en regresar.

Nunca supe exactamente qué pasó.

Mis tíos vinieron a la capital, camino de Suiza, donde fijarían su residencia y mis primos irían a un internado. Los acompañaba Eva, vestida de luto y de la mano de la que llamaba su madrina.

Cuando años más tarde, camino del sur, me acerqué a la que fuera mi casa de vacaciones de la infancia, la encontré abandonada. La escalera que daba al jardín estaba cubierta de musgo y le había crecido un arbusto; la maleza derribó la valla que separaba la parcela del bosque. Quise adentrarme, pero descubrí en el suelo un trozo viejo y roto de cinta amarilla donde pude leer: «No pasar, escena del crimen».

© Liliana Delucchi

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