miércoles, 13 de agosto de 2025

Malena Teigeiro: El color rojo del atardecer

 


Aunque fuera invierno, la tarde estaba tranquila, sin viento. Se detuvo un instante. Pasándose la mano por la sudorosa frente aspiró la suave y perfumada brisa. Recordó sus correrías de niña por el camino que ahora con rapidez desandaba. Miró hacia atrás. Las mismas luces violetas, naranjas y rojas del atardecer.

Su único amigo Juan, era hijo del farmacéutico de la aldea, un hombre viudo y dado a la bebida, que montado en su vieja bicicleta casi todos los días se acercaba a la casona en donde vivía Manuela. Corre Manuela, era el grito preferido del chico mientras pedaleaba por el camino de tierra. Y aunque Manuela intentaba seguirle, él siempre llegaba antes al bosque que rodeaba la casona del indiano. Luego, entre bromas y risas, descansaban tumbados debajo de una de las palmeras que su bisabuela trajo de las Indias. Con gran pesar de su madre, aquellos juegos hacían que Manuela siempre anduviera las rodillas llenas de golpes y arañazos. Las de él no. Las de él, que tanto admiraba la niña, eran redondas, siempre sanas y jugosas como la fruta.

Tras años de risas y carreras, y algunos castos besos en el palmeral, él se fue a la universidad. Iba a ser farmacéutico, como su padre. Manuela quiso acompañarlo. En cuanto lo expuso, su madre, jugueteando con uno de sus rizos, dijo que ella no necesitaba estudiar. Era débil para hacer algo tan profundo, añadió su padre. Nosotros te dejaremos lo suficiente para que vivas tú, tus hijos y tus nietos, expusieron casi al unísono. Y aunque nunca entendió que fuera una niña débil, consintió.

Aquella misma tarde le explicó ella no iría a la universidad. Decían que era débil y que esto no le permitía realizar estudios tan duros. Era cierto, dijo comprensivo Juan acariciándole una mejilla. Parecía una muñequita de porcelana, continuó secándole las lágrimas que, sin que pudiera evitarlo, le bajaban por las mejillas silenciosas como ríos sin piedras.

—No te preocupes, voy a volver todas las vacaciones y en cuando termine, enseguida nos casaremos —le susurraba acariciándole la nuca mientras la besaba—. Después nos iremos a vivir a la ciudad, lejos de esta aldea. Y tú me ayudarás a llevar la farmacia.

Levantando la cabeza, Manuela, tímida, preguntó si no pensaba volver a la aldea cuando se hubieran casado terminado. A él se le agrió la mirada. Quizá lo hicieran en el verano, rumio.

El primer año el muchacho volvió en Navidad, en Semana Santa y en el mes de julio. A partir del segundo curso ya solo lo hizo por Navidad. Según le relató en una triste carta, su padre no podía pagarle la carrera y si deseaba seguir estudiando no lo quedaba más remedio que trabajar. Ella lo comprendió. Y, animosa, continuó escribiéndole un día tras otro.

Cuando en alguna de las visitas a su padre, Juan aparecía por la casona del indiano, Manuela percibió que ya no era el alegre joven con el que jugaba de niña. Ahora, adelantando la barbilla con fiero orgullo, hacía malignas bromas sobre los hijos de los ricos. Manuela, sin comprender esos desplantes, intentaba animarlo. Cuando pusieran su farmacia, sería la más bonita y la mejor surtida de todas. Él que la miraba con astucia, la besaba debajo de las palmeras, aunque ya no con dulzura de entonces. ¿Que le pasaba a Juan?, le inquirió una mañana su madre. Le daba la impresión de que últimamente andaba con el ánimo rabioso. Manuela salió corriendo como si no la hubiera escuchado.

En cuanto terminó sus estudios, contrajeron matrimonio, y tal como predijo, se instalaron en la ciudad. Con el dinero que le regaló su padre a Manuela, instalaron la farmacia en una importante y céntrica calle.

Un año más tarde, tuvieron una niña. Según todos, era el vivo retrato de la madre de Juan, quien había desaparecido cuando él apenas andaba. Quizá por eso él no la soportaba, pensaba Manuela acariciando a su bebé. Dos años más tarde, llegó el ansiado hijo varón. Era el que iba a perpetuar su nombre, le dijo altanero con el niño en los brazos en la verdosa habitación del hospital. A Manuela, que por entonces ya había heredado todos los bienes de sus recién fallecidos padres, le vino a la mente la imagen del cirrótico anciano boticario, abandonado por su hijo en una residencia no mucho tiempo después.

El primer verano que volvieron a la finca como propietarios, Juan la llenó de invitados a los que ella atendió. Lo que más le gustaba de esa casa, le dijo, era que se encontraba en medio del bosque y los campos, lejos de la aldea y de sus miserias. El palacete estaba anticuado y tenían que modernizarlo, aseguró con la mano todavía en alto despidiendo a los últimos amigos. Ella, que en principio se negó, fue cediendo hasta que un arquitecto conocido de su marido la remodeló con acero y cristal, cosa que a Manuela entristeció. Sin embargo, a Juan le gustaba cada vez más aquella casa, y comenzó a ir solo. Alguien tenía que ocuparse de las tierras, comentó dándole un fuerte tirón de oreja que hizo que se le saltaran las lágrimas. No querría que fuese como su padre, a quien todos sus empleados tomaron el pelo.

Pronto Manuela supo a través de su administrador, que en aquellas visitas no iba solo. Solían acompañarlo uno o dos matrimonios. Y no tardó en enterarse de que la mujer del arquitecto tenía una especial sintonía con su esposo y de que solían pasar algunas noches en la casona. Prefirió cerrar los ojos. Sin duda, más bien antes que después, la abandonaría, igual que hizo con las otras. Sin embargo, esta vez no fue así. Una noche mientras cenaban él le confesó que se iba a divorciar.

—Estaba enamorado de otra. Por primera vez sentía por una mujer el delirio, el ardor de la pasión.

Manuela bajó los ojos. El ardor de la pasión. Aquellas palabras la humillaban. Levantó la mirada y vio a Juan paladeando unos sorbos de vino. Después de unos minutos continuó. También quería que supiera que ella además de torpe y fría, era bastante inútil. Dejó el tenedor sobre el plato y altanero adelantó la barbilla. Tampoco tenía formación para llevar la finca, por lo que en el reparto de bienes se la a iba a quedar. Del resto, ya hablarían. Manuela levantó la cabeza. Lo miró de frente.

—¿Qué bienes? Que ella supiera su suegro nunca aportó ni una botella de coñac. Y recuerda, que hasta el local de la farmacia es mío —él se levantó tirando la silla al suelo. Ya en la puerta, se volvió amenazante

—Por ahí, no Manuela. Por ahí no.

Esa noche Juan no durmió en la casa y por la mañana no fue a la farmacia. Manuela llamó al administrador. Sí. Tal como pensaba, don Juan estaba en la finca con la otra.

Al día siguiente, sin apenas dormir, Manuela se levantó decidida. Después de dejar a los niños en el colegio, se fue a visitar a su suegro a la residencia, tal y como solía hacer casi todas las semanas desde que Juan abandonó a su padre en ella.

—Hace una mañana tan linda que me lo llevo de paseo —cariñosa acarició el hombro a la monjita—. Ya lo traeré de vuelta para el almuerzo.

Con él en el coche se dirigió hacia la finca. Y aunque los ojos sin vida del hombre sentado a su lado, parecían fijarse en todo lo que iban dejando atrás, sus oídos escuchaban sin entender la monótona voz de Manuela: Su madre siempre le decía que esa casa sería suya. También le contaba que la construyeron sus bisabuelos. No era una casa cualquiera, añadía siempre poniendo los ojos en blanco. Era la casa del indiano, un palacete que habían construido con el dinero que trajeron de Cuba.

Apenas dos horas después entraron en la finca. Manuela dirigió al coche hacia el bosque. Luego dejó a su suegro a la sombra de una palmera. Presurosa, y sin dejar de escuchar la voz de su madre: La casa será tuya. La construyó tu bisabuelo..., se dirigió hacia la parte de atrás de la casa. Entró por el garaje al cuarto de calderas y abrió la espita del gas. Luego, sigilosa, subió a la cocina en donde abrió todas las llaves de la cocina. Los escuchó jadear en su dormitorio, el mismo en el que tantas noches durmiera con Juan.

—El pendejo —rio al escuchar la palabra cubana que tantas veces repetía su abuelo—, no ha tenido ni siquiera la delicadeza de ocupar otra cama más que la nuestra.

Como si quisiera borrar las noches de dicha en aquella habitación sacudió con fuerza la cabeza. Luego, dejó una vela encendida en el suelo del pasillo, justo delante de la puerta de la cocina. Después de cerrar el garaje sin hacer ruido, corrió a recoger a su suegro. Empujaba la silla hacia el bosque cuando la explosión la hizo detenerse. Qué más daba esa casa u otra cualquiera, se preguntó admirando el cielo que aquel atardecer era igual al de la tarde que Juan le dio su primer beso. Sonriente, advirtió que junto a los rosados y violetas que recordaba, ahora se mezclaban los rojos y naranjas del fuego que dejaba atrás. Qué suerte que la aldea estuviera tan lejos, susurró. Al menos en eso tenías razón, Juan. Porque hasta que sea de noche, allí no advertirán que el rojo del cielo no es un color del amanecer.

Al subir al anciano al vehículo, le vio en los abotargados y perdidos ojos una extraña luz. Parecía como si quisiera hablarle, cosa imposible, pues hacía más de dos años que había perdido ese don.

—Don Juan, solo quiero que sienta todavía más ardor que el que las caricias de esa mujer le puedan proporcionar. Y por usted no se preocupe, en cuanto los entierre, se vendrá a vivir conmigo y con los niños. Ahora, corramos a la residencia, que no quiero que hoy, precisamente, lleguemos tarde.

Y Manuela, después de secarle al anciano una lagrimita, le dio una cariñosa palmada en la mejilla y sin más, con la tranquilidad del justo, arrancó el automóvil.

© Malena Teigeiro

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