domingo, 21 de septiembre de 2025

Blanca del Cerro: La exquisita educación

 



       El día me recibió con caricias y una brisa suave llena de consuelo.

Salgo diariamente a la calle y paseo por todo Madrid porque me gusta, me calma y estoy en contacto con seres desconocidos, aunque no por eso, menos interesantes. Soy una anciana de setenta y nueve años, al borde de ser octogenaria, y me gusta la vida, por lo que la disfruto en la medida de mis posibilidades. Me quedé viuda con tan solo sesenta y dos debido a ese maldito cáncer que se lleva a tantos y deja a otros tantos en la miseria moral. Mi querido Adolfo desapareció en un suspiro.

       Casi siempre voy en autobús, aunque a veces, cuando hay ascensores, bajo hasta el metro, un transporte que me agrada porque es rápido, cómodo, seguro y no tiene atascos. Hoy he decidido ir en suburbano hasta Ópera y pasear por la calle Arenal. En realidad, el lugar elegido se denomina la Plaza de Isabel II, aunque nadie le da su nombre real. Al abrirse la puerta del ascensor, entran en tromba tres jovenzuelos, por supuesto, ellos antes que nadie, yo espero pacientemente y paso la última. Al salir, ocurre exactamente igual. Ni buenos días, ni un saludo, ni una palabra. La exquisita educación de las personas me tiene admirada y anonadada. Durante el trayecto, en el vagón permanezco de pie mientras contemplo a varios hombres, no demasiado mayores, sentados, al igual que un par de niños con sus madres, y tres o cuatro chicas veinteañeras enfrascadas en sus móviles. La exquisita educación de las personas me admira y me subyuga. Un hombre, posiblemente sudamericano, me cede su asiento. ¡Cielos! ¿Estaré soñando? ¿Será realidad lo que ha ocurrido o seré víctima de una alucinación? Le doy las gracias. Los restantes pasajeros ni se inmutan.

       Ya en la calle Arenal, camino de la Puerta del Sol, voy a entrar a una tienda, pasan primero dos chavales y ni siquiera sujetan la puerta, que no acaba de caerme encima porque lo impido con la mano. La exquisita educación de las personas me produce placer y asombro al mismo tiempo. La dependienta me hace esperar hasta que no queda nadie en el local, momento en el cual me atiende, porque no le queda otro remedio, no con demasiado entusiasmo. Le pido lo que quiero por favor, y ni siquiera me da las gracias. La exquisita educación de las personas me sorprende y me fascina a partes iguales.

       Me encanta la Puerta del Sol, plagada de edificios con solera y las estatuas que se levantan, llenas de murmullos y tiempo. Bajo por la Carrera de San Jerónimo hasta el Paseo del Prado y decido coger el autobús, en lugar de volver en el metro. El autobús va bastante lleno y, gracias a la exquisita educación de las personas allí presentes, nadie me cede su asiento. Llego hasta el fondo del vehículo y milagrosamente encuentro un sitio, que consigue ocupar antes que yo un hombre cuarentón y calvo, que tiene la delicadeza de sonreír antes de quitarme el sitio. La exquisita educación de las personas no deja de maravillarme e impactarme. Permanezco de pie durante todo el trayecto, cuestión que importa poco a quienes me rodean.

       Unos días antes, la semana pasada creo recordar, cuando me quejé ante un grupo de jóvenes sobre determinadas actitudes relacionadas con la exquisita educación existente hoy en día, uno de ellos me increpó diciendo: “¿No queríais igualdad? Pues ahí la tenéis.” Yo le respondí que nada tenía que ver la igualdad con la educación, la cortesía, el detalle, el respeto, la urbanidad, la galantería o la delicadeza, pero salió corriendo y ni siquiera escuchó mi respuesta. Supongo que no tendría ni idea del significado de tales términos y tendría que buscar dichas palabras en el diccionario, o mejor en Internet, ya que también desconocería lo que es un diccionario, pero, a estas alturas de la vida, no me voy a preocupar demasiado por esa exquisita educación existente en la actualidad la cual, pese a todo, me pasma, admira, alucina y desconcierta.

       ¡Qué le vamos a hacer!

 

© Blanca del Cerro

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