El día me recibió con caricias y una brisa suave llena de consuelo.
Salgo diariamente a la calle y paseo por todo
Madrid porque me gusta, me calma y estoy en contacto con seres desconocidos,
aunque no por eso, menos interesantes. Soy una anciana de setenta y nueve años,
al borde de ser octogenaria, y me gusta la vida, por lo que la disfruto en la
medida de mis posibilidades. Me quedé viuda con tan solo sesenta y dos debido a
ese maldito cáncer que se lleva a tantos y deja a otros tantos en la miseria
moral. Mi querido Adolfo desapareció en un suspiro.
Casi siempre voy en autobús, aunque a
veces, cuando hay ascensores, bajo hasta el metro, un transporte que me agrada
porque es rápido, cómodo, seguro y no tiene atascos. Hoy he decidido ir en
suburbano hasta Ópera y pasear por la calle Arenal. En realidad, el lugar
elegido se denomina la Plaza de Isabel II, aunque nadie le da su nombre real.
Al abrirse la puerta del ascensor, entran en tromba tres jovenzuelos, por
supuesto, ellos antes que nadie, yo espero pacientemente y paso la última. Al
salir, ocurre exactamente igual. Ni buenos días, ni un saludo, ni una palabra.
La exquisita educación de las personas me tiene admirada y anonadada. Durante
el trayecto, en el vagón permanezco de pie mientras contemplo a varios hombres,
no demasiado mayores, sentados, al igual que un par de niños con sus madres, y
tres o cuatro chicas veinteañeras enfrascadas en sus móviles. La exquisita
educación de las personas me admira y me subyuga. Un hombre, posiblemente
sudamericano, me cede su asiento. ¡Cielos! ¿Estaré soñando? ¿Será realidad lo
que ha ocurrido o seré víctima de una alucinación? Le doy las gracias. Los
restantes pasajeros ni se inmutan.
Ya en la calle Arenal, camino de la
Puerta del Sol, voy a entrar a una tienda, pasan primero dos chavales y ni
siquiera sujetan la puerta, que no acaba de caerme encima porque lo impido con
la mano. La exquisita educación de las personas me produce placer y asombro al
mismo tiempo. La dependienta me hace esperar hasta que no queda nadie en el
local, momento en el cual me atiende, porque no le queda otro remedio, no con demasiado
entusiasmo. Le pido lo que quiero por favor, y ni siquiera me da las gracias.
La exquisita educación de las personas me sorprende y me fascina a partes
iguales.
Me encanta la Puerta del Sol, plagada de
edificios con solera y las estatuas que se levantan, llenas de murmullos y
tiempo. Bajo por la Carrera de San Jerónimo hasta el Paseo del Prado y decido
coger el autobús, en lugar de volver en el metro. El autobús va bastante lleno
y, gracias a la exquisita educación de las personas allí presentes, nadie me
cede su asiento. Llego hasta el fondo del vehículo y milagrosamente encuentro
un sitio, que consigue ocupar antes que yo un hombre cuarentón y calvo, que
tiene la delicadeza de sonreír antes de quitarme el sitio. La exquisita
educación de las personas no deja de maravillarme e impactarme. Permanezco de
pie durante todo el trayecto, cuestión que importa poco a quienes me rodean.
Unos días antes, la semana pasada creo
recordar, cuando me quejé ante un grupo de jóvenes sobre determinadas actitudes
relacionadas con la exquisita educación existente hoy en día, uno de ellos me
increpó diciendo: “¿No queríais igualdad? Pues ahí la tenéis.” Yo le respondí
que nada tenía que ver la igualdad con la educación, la cortesía, el detalle, el
respeto, la urbanidad, la galantería o la delicadeza, pero salió corriendo y ni
siquiera escuchó mi respuesta. Supongo que no tendría ni idea del significado
de tales términos y tendría que buscar dichas palabras en el diccionario, o mejor
en Internet, ya que también desconocería lo que es un diccionario, pero, a
estas alturas de la vida, no me voy a preocupar demasiado por esa exquisita
educación existente en la actualidad la cual, pese a todo, me pasma, admira, alucina
y desconcierta.
¡Qué le vamos a hacer!
©
Blanca del Cerro
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