Todo estaba empezando a resultar una locura. Llegó a Londres con una maleta pequeña, un bolso grande, pocas libras y una ilusión incólume. Esas ilusiones de juventud, serias, convincentes y sin aparentes fisuras a excepción de cuando surge un repentino ataque de pánico. ¿O sería de realismo? ¿Es real esto que estoy viviendo? Sí, claro que era real, lógico que me asuste, se decía Claudia mientras se instalaba en una habitación de la casa que Richard le había recomendado.
Su cuarto, abuhardillado y pequeño, estaba en la tercera planta de una casa alejada del centro, de ladrillos un poco oscurecidos por la humedad y escalera forrada de linóleo. La dueña, Moira, de origen irlandés, sonrisa ladeada por el continuo pitillo en la comisura, tenía la voz ronca, el cutis ajado y unos ojos simpáticos y maliciosos.
—¿Enviada por quién dices? —preguntó al exigirle el pago de una semana por adelantado.
—Richard —contestó Claudia.
—Richard Lester, Galsworthy o Davidson —la mujer extendió un dedo por cada uno de los apellidos.
Se quedó desagradablemente sorprendida de que el simple nombre de él no fuera suficiente. La última vez que se vieron en España, él le aseguró que Moira era una buena amiga y que se ocuparía de todo.
—Davidson —titubeó—. Sí, Davidson.
Señora Davidson, Mrs. Davidson, se había repetido varias veces para saber cómo sonaría su nombre de casada en inglés. Casi como Mrs. Robinson, la de la canción del Graduado. Sí, esa fue otra broma que hicieron alguna que otra vez y él se la cantaba bajito cambiando el nombre Hey, Mrs. Davidson…
Claudia sospechó que Moira la miraba de arriba abajo con cierta compasión. Empezó a temer que su ilusión incólume, indestructible, se pudiera resquebrajar un poquito. Pero no, no lo iba a permitir. Sobre todo, después de cómo se fue de su casa con un portazo en las narices de su desencajada madre, quien muy a la española lloraba augurándole los peores males, incluidas las penas del infierno.
Era lógico que no estuviera esperándola, él era un hombre muy ocupado, su trabajo le obligaba a viajar y a lo mejor no había recibido el telegrama anunciando su llegada. Aunque, creía estar segura que le había dicho por teléfono desde España que llegaría esa semana sin falta, por un momento dudó mientras seguía a la mujer escaleras arriba. La fecha exacta era verdad que estaba en el telegrama, a lo mejor no lo había recibido.
—De qué conoce a Richard —se atrevió Claudia a indagar antes de que abandonara el cuarto.
—¿Y usted? —contestó.
Lo dijo con expresión curiosa mientras apagaba el pitillo en un pequeño cenicero que llevaba siempre en el bolsillo. Eso lo supo más tarde.
—Yo —balbuceó— he venido para casarme.
¡Ah!, interesante, fue su respuesta antes de cerrar la puerta y decirle que el té a las cinco. Si quería cenar sería por su cuenta o pagando un suplemento. Al momento volvió a abrir y con cierta desfachatez le soltó a bocajarro de cuánto tiempo estaba.
—Tiempo ¿de qué? —su inquietud iba limando la ilusión incólume.
La mujer cerró la puerta y con las manos en la espalda se apoyó. Que no fuera boba y le dijera la verdad. Ella estaba ahí para ayudarla, como a tantas otras que mandaban los Richards, los Jims y los Nicks de turno. Cuando comprendió a qué se refería se sentó en la cama y un temblor la empezó a sacudir. Moira se colocó a su lado, le cogió la mano —la suya era rasposa y húmeda— y con una ternura inesperada afirmó que se alegraba de que no fuera así. Después de encender otro pitillo, la animó a que bajara con ella a preparar el té. Claudia se sentía con un peso desconocido en la espalda, negó con la cabeza, no podía moverse. La mujer le tiró de la mano con suavidad y dijo.
—Vamos, te sentará bien —una especie de gorjeo o risa baja salió de su garganta—. Vamos.
Sentadas una frente a otra en la cocina pequeña y abarrotada, Moira empezó a contarle historias de su Irlanda natal. Quería retirarse ahí, tenía a su familia, empezaba a echar de menos lugares de su infancia. Poco a poco, con el parloteo de la mujer, Claudia fue tranquilizándose, hasta que de manera abrupta y sin cambiar el tono, aseguró que probablemente Richard no vendría, el Davidson era uno de los más simpáticos, pero de poco fiar. No era la primera chica que le mandaba. Claudia sollozaba con la cabeza baja. No merecía la pena llorar por eso. Era una faena, pero en la vida había algunas mucho peores.
Se levantó y a través de la ventana señaló unas cabinas telefónicas que estaban en hilera en la acera de enfrente y la conminó a que cuando terminara el té fuera a llamar, desde su casa también había que pagar y era más caro.
—¿A quién? —levantó los ojos arrasados.
—Depende de qué quieras en tu vida. A Richard, a ver si te lo coge —levantó los hombros—, o a tu casa y vuelves a España.
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