miércoles, 1 de octubre de 2025

Amantes de mis cuentos: Un pariente de valía

 



 

El abuelo de mi abuelo, Agustín, mi tatarabuelo según mi madre, un día con quince años se levantó temprano, desayunó y se despidió con estas palabras: Me voy de misionero jesuita.

—Qué dices, zoquete —y recibió un coscorrón de su padre.

Pero se fue.

Nunca llegó a vestir sotana. Para eso había que estudiar y él no estaba para perder tiempo. Según decía, con saber leer, escribir y las cuatro reglas era suficiente. Entró como lego en la Misión y comenzó limpiando el recinto, sembrando la huerta, de pinche de cocina… Una vez a la semana llevaba los productos al mercado y traía del pueblo lo que hiciera falta en la comunidad. Enseguida se convirtió en alguien imprescindible.

Iba y volvía en una carreta con tres mulas —las acémilas tampoco vestían sotana—, dos iban delante y otra detrás, de repuesto. Si se le hacía muy tarde vendiendo y comprando, dormía debajo del carro en el punto del camino en que le entrara sueño. Las bestias de carga lo custodiaban y cuando a las pobres les salían mataduras por culpa del aparejo, se las limpiaba y les hablaba con cariño especial.

Lo mismo hacía con niños, ancianos, con todo bicho viviente. Tenía tal maña para curar enfermedades físicas y emocionales, que pronto se convirtió en curandero. La sapiencia no le bajó del cielo en forma de chaparrón, no, es que otro misionero, éste sí jesuita, tuvo el gran talento de confiar en él. De vez en cuando le prestaba un códice precolombino y otros libros de la biblioteca. Aquello al tatarabuelo Agustín le abrió las puertas del Paraíso.

Venían de lejos a consultarle, decía mi madre. Siempre estuvo dispuesto a ayudar. Imposible impedir que fuera un hombre bueno. Sería lo mismo que tratar de contener la impetuosa corriente del río en primavera.

 

© Marieta Alonso Más

 

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