El abuelo de mi abuelo,
Agustín, mi tatarabuelo según mi madre, un día con quince años se levantó
temprano, desayunó y se despidió con estas palabras: Me voy de misionero
jesuita.
—Qué dices, zoquete —y recibió
un coscorrón de su padre.
Pero se fue.
Nunca llegó a vestir sotana.
Para eso había que estudiar y él no estaba para perder tiempo. Según decía, con
saber leer, escribir y las cuatro reglas era suficiente. Entró como lego en la
Misión y comenzó limpiando el recinto, sembrando la huerta, de pinche de
cocina… Una vez a la semana llevaba los productos al mercado y traía del pueblo
lo que hiciera falta en la comunidad. Enseguida se convirtió en alguien
imprescindible.
Iba y volvía en una carreta
con tres mulas —las acémilas tampoco vestían sotana—, dos iban delante y otra
detrás, de repuesto. Si se le hacía muy tarde vendiendo y comprando, dormía
debajo del carro en el punto del camino en que le entrara sueño. Las bestias de
carga lo custodiaban y cuando a las pobres les salían mataduras por culpa del
aparejo, se las limpiaba y les hablaba con cariño especial.
Lo mismo hacía con niños,
ancianos, con todo bicho viviente. Tenía tal maña para curar enfermedades
físicas y emocionales, que pronto se convirtió en curandero. La sapiencia no le
bajó del cielo en forma de chaparrón, no, es que otro misionero, éste sí jesuita,
tuvo el gran talento de confiar en él. De vez en cuando le prestaba un códice
precolombino y otros libros de la biblioteca. Aquello al tatarabuelo Agustín le
abrió las puertas del Paraíso.
Venían de lejos a consultarle, decía mi madre. Siempre estuvo dispuesto a
ayudar. Imposible impedir que fuera un hombre bueno. Sería lo mismo que tratar
de contener la impetuosa corriente del río en primavera.
© Marieta Alonso Más
No hay comentarios:
Publicar un comentario