El aire de la montaña le había dejado la piel del rostro roja. ¿O quizá había sido el sol? Cualquier cosa antes de reconocer delante de su madre el porqué de sus calores.
Los habitantes de Touriño, decían ellos, estaban orgullosos de vivir en una pequeña ciudad, y cuando lo hacían ponían los ojos en blanco contando que hasta el Rey, de vez en cuando, visitaba su castillo. También hablaban con regocijo de la esplendorosa boda de la hija de los dueños de aquella mole de piedra con un joven príncipe llegado de un país lejano. Sin embargo, Marta no era de la misma opinión. Ella odiaba aquel pueblucho en donde la única diversión eran las Fiestas de la Santa Patrona. Y como no estaba dispuesta a que su vida fuera dibujada por una serie de aburridas grandezas, había decidido que se iría a vivir a Coruña. Quizá a Vigo. Le daba igual. Y si no, en cuanto pudiera ahorrar un poco se iría en el primer barco que atracara en uno de esos puertos. Con todo esto bien decidido y algunos dineros en un sobre que guardaba debajo de un ladrillo, vivía más o menos tranquila.
Su relativa tranquilidad le fue arrebatada por la presencia de Juan. Era alto, moreno, y de fácil hablar, habla que acompañaba con el movimientos de las manos. A ella aquellas manos de dedos largos, limpios, sin arañazos, y que movía con tanta elegancia, le recordaban las alas de las palomas. En cuanto lo vio, pensó que quizá fuera La Patrona quien se lo enviaba. Que quizá no tuviera que irse a vivir a Vigo ni a Coruña, ni mucho menos emigrar a La Habana. Sin duda, él era quien la podría sacar de aquella aldea.
El joven había venido a pasar el verano con su anciano abuelo, dueño del viejo castillo que levantado sobre un pequeño monte, en vez de guardar la aldea, la cubría con su tenebrosa sombra. Desde que llegó, el muchacho solía salir del castillo todas las mañanas acompañando al anciano señor. Ambos daban largos paseos a caballo por los bosques que cercaban la aldea. Ella, después de mucho pensar, decidió que la forma de poder entablar una conversación con él, era hacerse la encontradiza. Escondida entre los árboles, estudió el camino, los horarios. Y cuando ya lo tuvo todo claro, un día sí, otro no, luego uno sí y otro también, se cruzaba en su camino por los montes. Y cuando eso sucedía, el abuelo de Juan bajaba la cabeza llevándose dos dedos al sombrero, lo que a la joven la hacía feliz. Aquel caballero que apenas se veía por la aldea, la saludaba como si fuera una elegante dama. Su acompañante, del que Marta estaba cada vez más enamorada, imitaba aquel gesto con una alegre sonrisa.
Una de las mañanas en que escondida entre las matas esperaba la aparición de la pareja, lo vio cabalgar solo. Al cruzarse con ella el muchacho, luego de saludarla, se detuvo dispuesto a acompañarla. No recordaba cómo, pero comenzaron una divertida conversación. Al día siguiente, además de saludarla, le contó de sus estudios y de su vida en el país extranjero. Y así, el amor de Marta por él creció y creció con una profundidad inesperada. Y fue todavía mayor cuando tres días después la besó.
En la soledad de su casa, Marta comenzó a pergeñar un plan. El día de la Romería de la Santa, cuando hubieran bailado y bebido unos vasos de vino ¾quizá mejor agua ardiente¾, y cuando ya casi hubiera oscurecido, se lo llevaría al bosque que se encontraba justo detrás del campo de la feria. Estaba segura de que cuando la tuviera entre sus brazos, ella conseguiría que le hiciera el amor. Su plan era perfecto.
La mañana de la Fiesta de la Santa Patrona amaneció radiante. Acompañada por sus padres Marta entró en la fría iglesia. Sin embargo, sintió que una ola de calor la inundaba cuando Juan, sentado junto a su abuelo en el banco principal, le sonrió. Sonrisas que continuaron durante la comida en las mesas del campo de la feria. Tal y como había pensado, Juan la sacó a bailar, y animado por ella, se bebió varios vasos de agua ardiente. Ya se estaba retirando el sol cuando percibieron que la niebla, espesa, oscura, acompañada de una ligera lluvia cubría el campo. Los músicos dejaron de tocar y con rapidez recogieron sus instrumentos. Cualquiera que hubiera nacido en la aldea conocía que detrás de aquello la tormenta llegaría. Sin despedirse, Juan corrió junto a su abuelo que ya se encaminaba hacia el automóvil.
Con las lágrimas mezcladas con la lluvia, Marta lo vio desaparecer. Lloró con airada congoja hasta su casa. Al llegar se secó los ojos. No quería que sus padres la vieran tan descompuesta.
¿Cómo iba a decirles que no le quedaba otro remedio que emigrar a La Habana?
© Malena Teigeiro