Después de romper con Olivier, su marido, con el resto del dinero que todavía le quedaba de la herencia de sus padres, y su perro Bistró sentado a su lado, conducía Ninet desde París hasta la casa que le dejaron sus abuelos. Durante todo el camino iba invadida por la tristeza que le causó tener que abandonar a Olivier, pero ya no aguantaba más sus golpes, ni sus gritos, ni sus borracheras.
Para llegar hasta la casa había que subir la montaña por un largo, estrecho y sinuoso camino de tierra, por el que Ninet condujo tomando primero una curva, luego otra, con sumo cuidado. Al parar su Peugeot rosa delante de la casona se sintió feliz. Contemplaba la fachada complacida. Era de piedra y vigas viejas que, al igual que las ventanas, lucían el mismo color que las vides que la rodeaban. Estaba igual a como era cuando de niña pasaba allí los veranos, pensó mientras abría la puerta.
A la mañana siguiente, mientras desayunaba en la cocina, decidió que tenía que pintarla. Después de tantos años, las blancas paredes estaban sucias, desconchadas. Primero, pintó de rosa su dormitorio. Y rosa también eran las telas de las cortinas que hizo, aunque estas un poco más oscuras. Siguió con el baño. En el intento de que se pareciera al mar Mediterráneo que veía desde la ventana, lo pintó de azul verdoso con trazas cobalto. El pasillo y la escalera, lo primero que veía todas las mañanas al salir de su habitación, los coloreó de azul cielo.
Se sentía feliz entre aquellos alegres tonos que le permitían soñar y dejar la tristeza.
Al fin le tocó a la cocina comedor. Ésta todavía conservaba el primitivo blanco, sucio de grasa y humo por muchas partes. En su Peugeot rosa se dirigió a la tienda de pinturas. Aparcó con cuidado delante de la puerta. Entró y pidió un bote de pintura amarilla, pero de ese color amarillo que tienen las natillas, aclaró. El hombre que la atendió, levantando las cejas, le entregó un bote. Este le quedará precioso. Es el que todos usamos por aquí. Qué estupendo, pensó Ninet viendo ya las paredes de la cocina pintadas con ese amarillito que tanto le gustaba.
Cuando comenzó a pintar, el color le disgustó bastante. No era como el de las natillas, sino como el de los limones. Sin embargo, y como aún le quedaba pintura, y aunque aquel color le producía cierta irritación, sin detenerse, pintó los muebles, las sillas, las puertas. Luego colgó cuadros, platos y llenó los vasares con las vajillas.
Sin duda, el año que viene cambiaré el color, se dijo satisfecha al cerrar la puerta después de colocar el último adorno.
Una tarde al volver de recoger flores, se encontró a Olivier sentado a la mesa. Otra vez no, gritó su interior. Miró hacia el fondo, y el amarillo de la pared le hizo subir acidez a la boca. Luego, al ver la botella de coñac encima de la mesa y a él con un vaso en la mano, sintió náuseas. Se lo rellenó. Con tranquilidad, se sirvió otro y se sentó enfrente mientras él la insultaba. Un color como aquel amarillo no era bueno para nadie, pensaba sin dejar de mirar las paredes mientras escuchaba que a gritos la amenazaba por haberlo abandonado llevándose el dinero. Cuando terminó la botella de coñac, Ninet buscó por los vasares hasta que encontró otra de aguardiente. Le rellenó de nuevo el vaso una y otra vez. Estaba ya bastante borracho cuando el hombre se levantó rabioso. Ella cerró los ojos y se encogió en la silla. Esperando sus golpes, escuchó el ruido del cuerpo al caer. Giró la cabeza y vio que de la boca de Olivier salía un hilo de babas. De puntillas, se fue de la cocina.
Era ya de noche cuando, poco a poco, arrastró el cuerpo, todavía en coma etílico, hasta el coche de Olivier. Logró sentarlo detrás del volante. Lo encendió, puso la palanca en punto muerto y retiró el freno de mano. Desde fuera del coche, agarrada al volante, lo llevó hasta el comienzo del camino. Después de un empujoncito, lo soltó. Primero se deslizaba despacio, luego, lo vio que tomaba velocidad hasta desaparecer de su vista en la primera curva. Se quedó un momento expectante. No tardó mucho en ver una gran bola de fuego. Ya tranquila, entró en la casa. Como siempre hacía, atrancó la puerta, y mientras subía por aquella escalera pintada de azul cielo, iba pensando que tenía que cambiar, pero ya, el color de la cocina. Aquel amarillo sin duda la irritaba.









