viernes, 21 de noviembre de 2025

Blanca del Cerro: El orfeón esmeralda



        Las voces se elevaban hacia las nubes, llegando hasta el cielo y más allá. Y eran unas voces fantásticas, únicas, extraordinarias, que hacían piruetas por el aire, se enroscaban alrededor del viento y trazaban caminos de fantasía ante un variopinto auditorio que permanecía en absoluto silencio y escuchaba embelesado. Era aquella una melodía arrolladora que se introducía por los poros y creaba surcos de melancolía y sueños debajo de la piel. Y ellos, los allí presentes, se sentían atrapados y transportados por aquel canto irrepetible, sin ser conscientes de la exclusividad de tan delicioso sonido. Las notas subían y descendían sin cesar formando una suerte de lluvia eterna de sones infinitos. Más que voces parecían caricias.

        Era la señal del inicio de la primavera.

        Ellos, los habitantes de aquel singular paraíso terrenal, cerraban los ojos y se limitaban a escuchar.

        Sucedía todos los años. En el centro de la oscuridad profunda, entre grandiosas montañas cubiertas de nieve, donde nadie tenía acceso salvo multitud de animales de todos los tamaños y condiciones, el bosque apiñado se desparramaba inmenso, cuajado de árboles infinitos, extendiéndose hasta perderse de vista, una especie de sombra esmeralda formada por miles de troncos, miles de ramas, miles de hojas, que se desperezaban repentinamente del aullido del invierno. Y allí, en aquel valle oculto a los ojos del mundo, cuya existencia sólo conocían los animales que lo poblaban, la primavera despertaba con un canto único e inigualable, jamás escuchado por ningún oído humano. Miles de voces subiendo, miles de voces desgranando arpegios, miles de voces arrullando el sendero de la perfección absoluta. Miles de voces verdes.

        Era el cántico de los árboles.

        En el mismo instante del inicio de la primavera, los árboles empezaban a entonar un murmullo suave, muy suave, y tenue, muy tenue, cuyas notas se elevaban hasta el firmamento y llegaban a todos los rincones de aquella inmensidad. Los árboles, cuajados de brotes verdes, se transformaban como por arte de magia en un coro singular y entonaban una melodía indescriptible. Se diría el saludo de la naturaleza a la vida.

        Era como un orfeón de color esmeralda.

        Y ante tal acontecimiento, todos los habitantes de los alrededores se congregaban embobados a escuchar el canto de los árboles. Cientos de animales, desde los más grandes hasta los más pequeños, desde los enormes elefantes hasta las diminutas hormigas, desde los terroríficos tigres hasta las tiernas gacelas, se acercaban silenciosos al centro del valle para disfrutar de aquel acontecimiento único. Un año tras otro, a lo largo de los siglos, los leones, los pumas, los lobos y los leopardos se aposentaban junto a los impalas, los ciervos, los antílopes y las cebras. Resultaba curioso contemplar a tantos y tan distintos animales unidos y reunidos por el cántico del orfeón esmeralda, sin prestarse la más mínima atención unos a otros. Su interés quedaba exclusivamente centrado en la música que desgranaba el bosque. Y todos ellos sin excepción olvidaban ese día sus luchas, sus disensiones y sus diferencias. Su única ocupación consistía en escuchar.

        Así venía sucediendo desde el principio de los siglos.

        Al finalizar el primer día de la primavera, cuando el canto de bienvenida cesaba, no quedando en el aire más que un suave murmullo de cadencias y ausencias, los animales se retiraban en silencio, cabizbajos, somnolientos, impregnados de melodías jamás escuchadas hasta entonces, y volvían a su vida cotidiana, a su ir y venir continuo y a su lucha diaria por la subsistencia.

        El cántico del orfeón esmeralda no duraba más que un día, pero era un día fastuoso.

        Por las venas de todos los animales del valle galopaban inquietas las maravillosas voces de los árboles cantores y allí quedaban encerradas. Hasta el año siguiente.

        Y todo volvía a la normalidad.

        Sólo ella, la Naturaleza viva, compuesta de plantas y animales, era conocedora de aquel rincón oculto y de aquel fenómeno inexplicable que tenía lugar año tras año. Los hombres ignoraban que allá, en el fondo de la oscuridad, se extendía una jungla todavía virgen. Los hombres jamás habían pisado el valle.  Los hombres nada sabían de su existencia. Los hombres…

        Pero un día aparecieron.

        La zona entera sufrió un estertor de sombras oscuras.

        Un día aparecieron a lo lejos, un punto lejano que fue agrandándose y agrandándose, hasta llegar al borde de la jungla. Aparecieron en un vehículo negro que dejaba extrañas huellas en el suelo. De aquel aparato compuesto de ruidos y estallidos salieron tres personas que, absortas y ensimismadas, contemplaron el fastuoso panorama de árboles infinitos extendiéndose ante ellos, hasta el horizonte y más allá. Las tres personas, dos hombres y una mujer, se sintieron muy felices, sonrieron, hablaron, se acercaron a la linde de los bosques apiñados, incluso palparon los árboles, mantuvieron una larga conversación de palabras perdidas, montaron de nuevo en el vehículo y se alejaron dejando tras de sí un terrorífico olor a humanidad.

        La zona entera exhaló un suspiro de alivio. Pero no pudo evitar el trallazo de un espantoso temblor en las entrañas.

        Los hombres habían descubierto su existencia.

        Transcurrieron varios días de dudas e incertidumbres. Los animales se mantenían alerta. Las plantas habían reducido su sonido al mínimo. El silencio se adueñó repentinamente de la zona esmeralda, un silencio teñido del color granate de la desesperación.

        El valle entero quedó encerrado en un interrogante que se propagaba hasta más allá de su propio horizonte. Una inmensa duda se hizo dueña del entorno.

        Y ellos volvieron. La zona entera tembló de nuevo. Volvieron provistos de camiones, de máquinas y de artilugios desconocidos. La zona entera sufrió una conmoción. Llegaron con muchos vehículos y aparatos, y una multitud de hombres y mujeres se aposentaron en el valle, plantaron tiendas de campaña, descargaron extrañas máquinas, investigaron, midieron, hablaron, se perdieron entre los árboles y las ramas de aquel paraíso verde, impregnaron con su olor y su sabor los rincones del bosque, hicieron fogatas, comieron, durmieron allí durante muchos días, conversaron, se desplazaron de un lado a otro, un movimiento continuo de seres humanos. Mientras tanto, plantas y animales esperaban temblando.

        Y un día tranquilo de viento suave, cuando el corazón del valle todavía palpitaba lento y nada hacía presagiar la inminente catástrofe a punto de producirse, los hombres de aquella expedición sacaron del fondo de los vehículos unas potentes sierras de dientes afilados, conectaron sus motores y empezaron a cortar todos y cada uno de los troncos del orfeón esmeralda.

        El silencio se condensó prieto mientras en el aire se hacían añicos los sueños. El único sonido que se elevaba hasta los cielos era el espeluznante chirrido de las sierras.

        Los hombres sonreían.

        Los árboles caían uno a uno.       

        Los animales contemplaban espantados el fin de su querido entorno.

        Si alguien hubiera querido escuchar al viento, habría percibido los ecos de un fabuloso lamento paseándose sobre las cabezas de todos los testigos de aquella espantosa masacre.

        Y así, día tras día, sin cesar durante mucho tiempo, durante un tiempo interminable.

        Los hombres cortaban, los troncos caían, los camiones se aproximaban y cargaban los tristes cadáveres de los árboles, las hojas sembraban los caminos, unos vehículos se alejaban, otros volvían a continuar la labor, siempre proseguían, nunca terminaban. Ocultos entre piedras y grutas, desplazados cada vez más hacia las montañas, los animales observaban atónitos el pausado despoblamiento de su hogar.

        La nada iba adueñándose lentamente del centro del valle.

        Y así, muchas horas, y muchas semanas, y muchos meses.

        Por fin, un día muy oscuro y triste, tan triste como los ojos ahora cerrados del bosque, los hombres, plagados de sonrisas y triunfos, muy orgullosos de sí mismos y de su gran hazaña, se reunieron ante su magnífica obra y decidieron dar por terminada su labor de destrucción. Desmontaron sus tiendas de campaña, recogieron sus enseres, pusieron en marcha sus vehículos y se alejaron tal y como habían venido, dejando a su alrededor un desierto de sombras, un páramo de soledades huecas y un silencio de lágrimas.

        En el valle quedó una mancha profunda y negra como la noche, una mancha que se extendía lívida y abarcaba la casi totalidad de lo que anteriormente había sido un edén.

        Los animales caminaban cabizbajos, ocultándose en cuevas y oquedades, repartiéndose por los montes cercanos, preguntándose qué habían hecho ellos para que aquellos seres les hubieran despojado de su hogar.

        La luz era más triste que antes, y el aire más sucio, y el viento rugía y rugía con mayor intensidad.

        El orfeón esmeralda había caído fulminado por las ansias de los hombres. El orfeón esmeralda había desaparecido por completo de la faz de la Tierra. Todo era tristeza en el valle porque ellos, sus habitantes, creían que el orfeón esmeralda nunca más volvería a entonar su delicioso canto de bienvenida a la primavera.

        Pero no era cierto.

        Sí era cierto que el orfeón esmeralda jamás se escucharía de nuevo en el entorno, que sus voces no despertarían del invierno para saludar la llegada de las flores y los frutos, que sus melodías nunca más repetirían notas fastuosas elevándose hasta el infinito, pero allá arriba, en un lugar por todos ignorado y por nadie conocido, en el denominado Cielo de la Naturaleza, el orfeón esmeralda continuaría desgranando sus canciones por toda la eternidad.

        Allí, en ese increíble paraíso, es donde descansan para siempre todas las plantas, todas las flores y todos los árboles cortados y derribados. Es ése un lugar misterioso de cuya existencia no tienen constancia los hombres. Y fue allí donde el orfeón esmeralda se aposentó de inmediato, reunió sus maravillosas voces y, al igual que había hecho en la Tierra, empezó a entonar su melodioso canto.

        Y allí continúa.

        Dicen que los árboles ahora siempre están engalanados de verde porque en ese fantástico emplazamiento no existen las estaciones, puesto que siempre es primavera.

        Dicen que, pese a no encontrarse en la Tierra, los árboles son muy felices y cantan y cantan sin parar para celebrarlo.

        Dicen que todo sigue igual, que nada ha variado salvo el entorno, que los árboles ahora siempre repiten de continuo sus quiméricos cantos con las mismas voces, aunque éstas ya no se elevan hasta los cielos, sino que se quedan allí entre ellos, porque no pueden subir más alto.

        Y dicen que sus voces continúan siendo magníficas, fantásticas, sublimes, tan deliciosas que hasta los ángeles se acercan por los alrededores de aquel lugar exclusivamente dedicado a la Naturaleza y, ocultándose tras las nubes, se detienen a escucharlas. 

miércoles, 19 de noviembre de 2025

Liliana Delucchi: Asuntos de familia

 


Cuando entró en el comedor, Jacinto no pudo menos que sonreír. Tan amarillo y luminoso, tan armónico y ordenado; impasible siempre a las tormentas que estallaban en él, esas tormentas silenciosas y calladas, colmadas de medias sonrisas y bisbiseos.

A pesar de encontrarlo vacío, podía recordar qué lugar ocupaba cada uno a la mesa durante las celebraciones: la abuela y el abuelo en una de las cabeceras, sus padres en la otra y los tíos y tías, a los lados, de acuerdo con su edad. Cuanto mayores, más cerca de los anfitriones, esos dos ancianos de pelo blanco y gesto amable.

Jacinto y sus primos eran relegados al office hasta que tenían los años y los modales adecuados para integrarse con los adultos, lo cual le parecía injusto, ya que los niños de su edad resultaban aburridísimos. Solo hablaban de deportes y de juegos que nuestro protagonista resolvía antes siquiera de que los otros terminaran de plantearlos.

Como ese reducto para infantes solo estaba controlado por una asistenta, Jacinto escapaba al jardín, a su habitación y al comedor principal, donde más le gustaba. Invariablemente detrás de una cortina o cualquier escondite desde donde pudiera escuchar las conversaciones y captar los gestos de sus parientes.

El joven soñaba con ser escritor y había oído que quienes aspiran a ese oficio han de ser, por encima de todo, cotillas. Siempre iba acompañado por un cuaderno donde anotaba frases, expresiones y gestos de los que consideraba llegarían a ser los personajes de sus relatos.

Una tarde de invierno, previa a las celebraciones navideñas, el niño, que contaba ocho años, estaba sentado a una mesa del jardín. Con abrigo, capucha y mitones, escribía lo que consideraba sería su primera novela. Comenzaba así: «Nació en 1870. A los veinte años, Lindor Covas tenía veinte años».

El aspirante a literato no se dio cuenta de que su tío Pancracio estaba a sus espaldas leyendo lo que él escribía, quien no solo lanzó una risotada, sino que durante la cena, con su voz fuerte y vulgar, relató a los demás comensales lo ocurrido.

Jacinto apretó las mandíbulas para no gritar, controló su furia y juró venganza.

No tuvo que esperar mucho tiempo, ya que, durante la cena de Noche Vieja, aburrido y un poco cansado, se escondió debajo de la mesa de los mayores, agradeciendo por primera vez que la naturaleza lo hiciese tan menudo. Cuál no sería su sorpresa, cuando tuvo que apartarse al rincón junto a los pies de los abuelos, dado que por el centro de aquel espacio bajo el largo mantel, los pies de los comensales se movían y acariciaban unos a otros. Pudo ver cómo las uñas pintadas debajo de la media de la tía Maruja, acariciaba la entrepierna del tío Anastasio, su cuñado, mientras que la mano de Pancracio se metía debajo de la falda de la hermana de su esposa.

Jacinto se mantenía inmóvil, contiguo a los juanetes del abuelo, casi sin respirar y rogando al cielo que no lo sorprendiera un estornudo que diera al traste con su escondite. Esos adultos presuntuosos e hipócritas le habían servido en bandeja su futuro desagravio. Nadie se ríe de Jacinto, y menos el patán de Pancracio.

La tía Hildegard, esposa de Pancracio, era una matrona alemana alta, fuerte y con un trasero de grandes proporciones, al que no le cabía el tanga de encaje rojo que encontró entre la ropa de su marido y que pertenecían a su hermana.

Desde su habitación, Jacinto escuchó portazos, insultos de ellos y chillidos de ellas. El «…y tú más» se repetía por los pasillos así como el estruendo de los coches que partieron casi derrapando.

Pasó el tiempo y aquel niño se convirtió en lo que siempre había deseado. Una tarde, mientras firmaba ejemplares de su primera novela, el tío Pancracio, con su sentido del humor habitual, se acercó para preguntarle si recordaba el nombre de aquel que a los veinte años tenía veinte años, a lo que el escritor respondió: «Hildegard».

El hermano de su padre solo atinó a decir: serás cabrón.

© Liliana Delucchi

lunes, 17 de noviembre de 2025

El desierto Erg Chebbi (Marruecos)

 



 

En Marruecos, cerca de la aldea de Merzouga, se encuentra un desierto pequeño, que no forma parte del Sahara: el Erg Chebbi. Tiene unos 30 kilómetros de largo y cinco kilómetros de ancho. Los contrastes de temperatura entre el día y la noche son altos. La lluvia es breve y poco común.

Es conocido por su belleza, por su exotismo, por sus paseos en dromedarios, por sus noches bajo las estrellas, por sus dunas anaranjadas de fina arena, que pueden alcanzar alturas de hasta ciento cincuenta metros.

Los marroquíes vienen a tomar baños de arena. Se dice que es bueno para el reumatismo, por lo que se entierran hasta el cuello en la arena caliente durante unos minutos. Y al parecer, funciona.

 

sábado, 15 de noviembre de 2025

Nuevo Akelarre Literario nº 122: Cápsula interestelar




El 12 de abril de 1961, el ruso Yuri Gagarin realizó el primer vuelo espacial tripulado, un evento histórico que abrió el camino a la exploración del espacio. Su vehículo, el Vostok 1, orbitó la Tierra a una velocidad de 27.400 kilómetros por hora, con una duración de 108 minutos.


Para disfrutar de nuestros cuentos

Pinchad en el link


jueves, 13 de noviembre de 2025

Malena Teigeiro: El poder de los colores

 


Después de romper con Olivier, su marido, con el resto del dinero que todavía le quedaba de la herencia de sus padres, y su perro Bistró sentado a su lado, conducía Ninet desde París hasta la casa que le dejaron sus abuelos. Durante todo el camino iba invadida por la tristeza que le causó tener que abandonar a Olivier, pero ya no aguantaba más sus golpes, ni sus gritos, ni sus borracheras.

Para llegar hasta la casa había que subir la montaña por un largo, estrecho y sinuoso camino de tierra, por el que Ninet condujo tomando primero una curva, luego otra, con sumo cuidado. Al parar su Peugeot rosa delante de la casona se sintió feliz. Contemplaba la fachada complacida. Era de piedra y vigas viejas que, al igual que las ventanas, lucían el mismo color que las vides que la rodeaban. Estaba igual a como era cuando de niña pasaba allí los veranos, pensó mientras abría la puerta.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba en la cocina, decidió que tenía que pintarla. Después de tantos años, las blancas paredes estaban sucias, desconchadas. Primero, pintó de rosa su dormitorio. Y rosa también eran las telas de las cortinas que hizo, aunque estas un poco más oscuras. Siguió con el baño. En el intento de que se pareciera al mar Mediterráneo que veía desde la ventana, lo pintó de azul verdoso con trazas cobalto. El pasillo y la escalera, lo primero que veía todas las mañanas al salir de su habitación, los coloreó de azul cielo.

Se sentía feliz entre aquellos alegres tonos que le permitían soñar y dejar la tristeza.

Al fin le tocó a la cocina comedor. Ésta todavía conservaba el primitivo blanco, sucio de grasa y humo por muchas partes. En su Peugeot rosa se dirigió a la tienda de pinturas. Aparcó con cuidado delante de la puerta. Entró y pidió un bote de pintura amarilla, pero de ese color amarillo que tienen las natillas, aclaró. El hombre que la atendió, levantando las cejas, le entregó un bote. Este le quedará precioso. Es el que todos usamos por aquí. Qué estupendo, pensó Ninet viendo ya las paredes de la cocina pintadas con ese amarillito que tanto le gustaba.

Cuando comenzó a pintar, el color le disgustó bastante. No era como el de las natillas, sino como el de los limones. Sin embargo, y como aún le quedaba pintura, y aunque aquel color le producía cierta irritación, sin detenerse, pintó los muebles, las sillas, las puertas. Luego colgó cuadros, platos y llenó los vasares con las vajillas.

Sin duda, el año que viene cambiaré el color, se dijo satisfecha al cerrar la puerta después de colocar el último adorno.

Una tarde al volver de recoger flores, se encontró a Olivier sentado a la mesa. Otra vez no, gritó su interior. Miró hacia el fondo, y el amarillo de la pared le hizo subir acidez a la boca. Luego, al ver la botella de coñac encima de la mesa y a él con un vaso en la mano, sintió náuseas. Se lo rellenó. Con tranquilidad, se sirvió otro y se sentó enfrente mientras él la insultaba. Un color como aquel amarillo no era bueno para nadie, pensaba sin dejar de mirar las paredes mientras escuchaba que a gritos la amenazaba por haberlo abandonado llevándose el dinero. Cuando terminó la botella de coñac, Ninet buscó por los vasares hasta que encontró otra de aguardiente. Le rellenó de nuevo el vaso una y otra vez. Estaba ya bastante borracho cuando el hombre se levantó rabioso. Ella cerró los ojos y se encogió en la silla. Esperando sus golpes, escuchó el ruido del cuerpo al caer. Giró la cabeza y vio que de la boca de Olivier salía un hilo de babas. De puntillas, se fue de la cocina.

Era ya de noche cuando, poco a poco, arrastró el cuerpo, todavía en coma etílico, hasta el coche de Olivier. Logró sentarlo detrás del volante. Lo encendió, puso la palanca en punto muerto y retiró el freno de mano. Desde fuera del coche, agarrada al volante, lo llevó hasta el comienzo del camino. Después de un empujoncito, lo soltó. Primero se deslizaba despacio, luego, lo vio que tomaba velocidad hasta desaparecer de su vista en la primera curva. Se quedó un momento expectante. No tardó mucho en ver una gran bola de fuego. Ya tranquila, entró en la casa. Como siempre hacía, atrancó la puerta, y mientras subía por aquella escalera pintada de azul cielo, iba pensando que tenía que cambiar, pero ya, el color de la cocina. Aquel amarillo sin duda la irritaba.

© Malena Teigeiro

martes, 11 de noviembre de 2025

Real Monasterio de Santo Tomás (Ávila)

 



De estilo gótico con tres claustros diferentes, un retablo principal, obra de Pedro Berruguete con diversos episodios de la vida de santo Tomás de Aquino, el coro gótico flamígero, de nogal, que es obra de Martín Sánchez de Valladolid y el lujoso sepulcro en mármol de Carrara del príncipe Juan, hijo de los Reyes Católicos, dignos de ver los pliegues del manto, y unos guanteletes a los lados del infante que indican que no murió en batalla, obra del escultor italiano Domenico Fancelli, hacen de este monasterio una de las joyas de Ávila.



También encontramos en la iglesia el confesionario de santa Teresa y el Cristo de la Agonía, obra venerada por la santa abulense.


En 1482, favorecido desde sus orígenes por los Reyes Católicos, por su tesorero don Hernán Núñez de Arnalte y bajo la dirección de Martín de Solórzano, comenzaron las obras que duraron hasta 1493.

En la fachada hay diez estatuas realizadas por Gil de Siloé y Diego de la Cruz bajo doseles y pináculos. En su mitad vemos un gran rosetón que da luz al coro y a la iglesia y un poco más arriba el escudo de los Reyes Católicos sostenido por un águila.

El claustro del Noviciado de estilo toscano es el más antiguo, con el pozo en un lateral. El claustro del Silencio de estilo gótico sirvió de enterramiento para los frailes. El claustro de los Reyes, carece casi de ornamentación, en el ala sur se hallan las aulas de la antigua Universidad de Santo Tomás de Ávila, establecida aquí desde mediados del siglo XVI y clausurada en el siglo XIX. Aquí se graduaría Gaspar Melchor de Jovellanos. También en este claustro se encuentran dos museos: museo de Arte Oriental y museo de Ciencias Naturales.

Sirvió como tribunal de la Inquisición y vivió en él durante sus últimos años fray Tomás de Torquemada.  



Merece una visita por su historia y su belleza

domingo, 9 de noviembre de 2025

La cocina a mi alcance: Ensalada de garbanzos

 



Es una legumbre que gusta a muchos por sus cualidades culinarias y nutritivas. Algunos sitúan su origen en el Mediterráneo y hubo un tiempo en que era sinónimo de pobreza. Eso ha cambiado.

En el refranero español aparece: En todo cocido siempre hay un garbanzo negro. Y muchos son los que piensan que en toda familia también.

A veces se les relaciona con la muerte. Los griegos lo comían en los banquetes fúnebres, en la región de Niza, en Francia, se come garbanzos el Miércoles de Ceniza, el Viernes Santo y el Día de Todos los Santos. En España es costumbre comer el Viernes Santo el rico potaje de… adivinen. En la Antigua Roma los garbanzos gozaban de una reputación envidiable.

En una ensalada, son ricos, ricos, ricos.


Ingredientes:

1 frasco de garbanzos cocidos

1 aguacate maduro

1 tallo de apio picado

1 zanahoria picada

Unas gotas de limón

Tomate, cebollín, aceitunas negras, sal, semillas de girasol.


Preparación:

Mezclad todo. 


Y os acordaréis de mí