lunes, 1 de diciembre de 2025

Amantes de mis cuentos: Abrir los ojos a un mundo nuevo

 




Mi madre siempre contaba que el día que nací soplaba un viento sin demasiada convicción y empujaba la barca hacia el sureste, hacia la orilla. 

Creyó que le daría tiempo a llegar. Pero no, la que escribe estas líneas tenía prisa por ver el sol, oler el mar, sentir la arena. 

Y asomé la cabecita.

Menos mal que mi tía, mujer espabilada como pocas, no se arredró. Me ayudó a salir y con una pequeña tijera para uñas, que llevaba en el delantal, cortó el cordón. Luego atendió a su hermana.

La energía del viento subió de tono y en la superficie del agua se formó una ola, solo una, pero de tal tamaño y fuerza que lo cubrió todo, bañó al bebé, a las mujeres, a la barca… Limpiando todo de impurezas. 

Los peces aquel día se dieron un festín.



© Marieta Alonso Más



sábado, 29 de noviembre de 2025

Cristina Vázquez: Mademoiselle

 


Le horrorizó la propuesta de su madre de ir a pasar el verano a Francia, cerca de Normandía. Una antigua señorita francesa, que la cuidó cuando ella era niña, las invitaba y repetía su proposición al menos tres veces al año. Se estaba haciendo vieja y el tiempo para poder conocer a la petite Irene apremiaba.

—Mamá, por favor —clamaba la hija—. Ve tú a verla, a mí no me fastidies las vacaciones.

Su madre, Claudia, era una mujer dulce y alocada, ociosa y encantadora. Un día prometía una cosa y al siguiente la olvidaba, por lo que Irene confió que su empeño por ir a Francia desaparecería en cuanto surgiera un plan más divertido. Estaba segura de que ese deseo de reencontrarse con su querida madeimoselle Antoinette, de la que se quejaba bastante al recordarla como una mujer severa, nerviosa y extremadamente delgada, se le pasaría. No fue así, o casi.

Se acercaba el momento peligroso de decidir el lugar de las vacaciones. Por fin donde siempre, o quizás mitad del mes a la casa, ideal, que le dejaban en Asturias y el resto al sur, dudaba la madre. Resultaba perfecto mezclar Mediterráneo y Cantábrico. Más divertido y se veía a más gente.

—Así, es imposible aburrirse en ningún sitio —confesaba Claudia con expresión de perrito desolado—. Si te quedas mucho tiempo te aburres y te aburren.

La hija miraba a su pecosa madre, en la que parecía que la madurez no iba a instalarse nunca, pues sus gestos, la naricilla respingona y el afán de felicidad, le resultaban a Irene excesivamente parecido a lo que ella y sus amigas todavía ansiaban. El padre, un guapetón de nuca rizosa y falsa mirada interesante, efecto de sus ojeras un poco abultadas, se había medio largado cuando ella tenía tres años. Medio largado porque luego aparecía y desaparecía a su antojo. Sus padres seguían manteniendo una amistosa relación. Irene calculaba que por parte de su madre más que amistosa, porque cuando él volvía a irse, se quedaba unos días como paralizada, igual que si se metiera en una nube o un sueño del que le costara salir.

Irene le veía cuando él tenía a bien volver de su estancia en Palma o de sus viajes no se sabía muy bien por dónde. Era cariñoso, simpático y entretenido al contar sus historias, hasta que la copa excesiva le volvía reiterativo y sentimental. Pero nunca les faltó nada, y aunque tuviera varias y sucesivas novias, con la mano en el pecho, juraba que los amores de su vida eran ellas dos: su única y auténtica familia.

En la última visita del padre, Claudia le contó con todo lujo de detalles que se iban a ir a Francia. Madeimoselle, tú la conociste, se estaba haciendo vieja y se sentía en la obligación de ir. Además, Irene practicaría un poco su francés y pasarían un saludable verano sin tanta bobada, salidas, copas y carreteras. Cuando hacía la enumeración de los teóricos peligros veraniegos, más que referirse a su hija daba la impresión de que eran aquellos de los que ella misma quería librarse.

—Me parece una idea colosal —apostilló Jaime, su padre.

Adoptó un papel institucional de progenitor responsable y casi exigió que así fuera. La verdad era que cada vez venía más, y se instalaba en la casa temporadas más largas. La humedad de Palma en invierno no le sentaba bien, le dolían las articulaciones, se estaba haciendo viejo, y buscaba el consuelo de su queja en Claudia.

Llegó el mes de junio y la fecha estaba cerrada para irse, pero al llegar al aeropuerto, Claudia, confesó emocionada a su hija que ella no iba a ir.

—Tu padre me ha pedido que volvamos a estar definitivamente juntos —un ligero rubor como de escolar arrebatada inundó sus pecas—. Y, en verdad, ha sido el único hombre de mi vida.

Se sintió traicionada, llena de decepción y hasta desprecio por esa madre que seguía siendo inmadura y pueril.

—Eres patética —le soltó antes de girarse—. Espero que os vaya bien.

En el avión notó como se le estrangulaba la garganta para contener el llanto. Se sintió perfectamente prescindible y utilizada. Cuando llegó a París estaba intranquila por si la reconocería la famosa madeimoselle, por si ella vería el cartelito con su nombre, por si lo mejor sería coger el primer avión de vuelta… Mientras estas ideas cruzaban su cabeza mirando aquí y allá, sintió una mano en su hombro, se giró y encontró a una encantadora mujer, como de cuento de niños: delgada, con el pelo blanco y un gorrito tipo boina, completamente fuera de lugar.

—Al fin te conozco, Irene, querida —su español era correcto, aunque con mucho acento.

En ese momento algo en ella se derrumbó y casi se echa a llorar. Durante el viaje hasta su casa condujo madeimoselle con más pericia de lo que se podía esperar y el tiempo del viaje se hizo ameno, mezclando francés y español. Irene estaba tranquila y encantada de ver ese hermoso y agradecido paisaje verde y frondoso.

—Ya hemos llegado —anunció madeimoselle Antoinette, después de girar por un pequeño camino.

La aparición de la casa conmovió a Irene. No supo decir por qué. Era de piedra con unas flores trepadoras que cubrían parte de la fachada, el tejado muy inclinado como de paja, luego supo que era lino, y un balcón con unas cristaleras en la parte central. Al entrar, un suave aroma a bizcocho o a algún otro dulce inundaba el ambiente. Antoinette le enseñó su cuarto en el primer piso, una habitación con un papel de flores azules en la pared y una cama con cabecero de madera. Le gustó. Al acabar que bajase a la cocina a tomar algo, le dijo antes de cerrar la puerta.

Entró en la cocina pintada de amarillo, con una mesa en el centro, grande, familiar, vajillas en los vasares y ese maravilloso olor. Se sentó a la mesa en la que destacaban el bizcocho, una tarta, frutas, queso… Y se echó a llorar. Madeimoselle alargó el brazo para cogerle una mano.

Este comedor, comenzó a contar en tono confidencial, lo había copiado del de la casa de Monet en Giverny, un pueblito cercano.

—Ya iremos a verlo. Verás qué maravilloso es el jardín.

 En esa casa el pintor fue feliz rodeado por su familia, continuó suavemente. Para ella, sus abuelos, su querida madre, Claudia, habían sido durante unos años su familia, siguió con voz dulce, pero sabía que la chere Claudia siempre sería una niña pequeña. Hizo un amplio gesto abarcando la estancia.

—Pretendo que esto sea un sitio de reunión, como si de otra gran familia se tratara —cruzó los brazos—. Quería conocerte, para que supieras que aquí siempre tendrás un hogar.

Llevaba años organizando cursos de cocina, confesó con orgullo. Venían muy buenos chefs y gente interesante. Pero, suspiró con cierta severidad impostada en su expresión, había que ser metódico y disciplinado. Luego, después de la técnica llegaba la inspiración.

—Te gustará y quién sabe, lo mismo llegas a ser una gran cocinera —le guiñó un ojo.

Se rio con suavidad y la animó a probar los platos del día.

© Cristina Vázquez

jueves, 27 de noviembre de 2025

Tabernas: Paisaje desértico

 


El único desierto de Europa, puesto que el resto se consideran zonas semidesérticas. Colinas escarpadas, cañones profundos y vastas llanuras de arena dorada conforman un paisaje maravilloso.

A pesar de su aridez, alberga una rica biodiversidad. En 1989 fue declarado Paraje Natural y Zona de Especial Protección para Aves y en 2016 Zona Especial de Conservación. ​

Su historia como set cinematográfico comenzó a finales de 1950, el mayor número de rodajes tuvo lugar en la década de 1960 y 1970. El declive comenzó en los años 80. Por él ha pasado Steven Spielberg, Sergio Leone, Clint Eastwood, Sean Connery, Harrison Ford… Los westerns más famosos rodados fueron: Trilogía del dólar, La muerte tenía un precio, El bueno, el feo y el malo… También otros géneros como Lawrence de Arabia, Cleopatra, Patton, Conan, el Bárbaro, Indiana Jones, La última cruzada…

De vez en cuando sigue siendo escenario para alguna película o serie de televisión, videoclips, anuncios de televisión…, aprovechando el fotogénico paisaje del desierto almeriense y gracias a los poblados del oeste que todavía siguen en pie.

En el año 2020 la Academia de Cine Europeo otorgó al Desierto de Tabernas y de manera unánime la distinción de Tesoro de la Cultura Cinematográfica Europea. ​

 

Lugar único y fascinante

en la provincia de Almería

 


martes, 25 de noviembre de 2025

Ciudad antigua de Sigiriya (Sri Lanka)

 



Yacimiento arqueológico localizado en Matale, provincia central de Sri Lanka. La roca forma parte de una erupción de magma endurecido de un extinto y erosionado volcán. Es el cuello volcánico que se elena 370 metros sobre el nivel del mar. Sobresale por encima del llano circundante, visible en varios kilómetros desde todas las direcciones. Es elíptica y tiene una cima plana que se inclina gradualmente. ​

Fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en el año 1982.

Ocultos por la maleza están los vestigios de la vieja y fascinante ciudad. Permanecieron en el anonimato hasta el siglo XIX, en que un oficial británico, H. Forbes, en 1831, la visita. Se limita a estudiar la base y alguna galería, pero no escala la roca por la dificultad que entraña.

En 1851, un escritor anónimo publica un amplio informe sobre su viaje a la antigua ciudad de Sigiriya señalando que la galería y la roca están enlucidas con una capa de yeso y cubiertas de frescos que representan principalmente leones. Son estas iconografías las que dan nombre a la ciudad.  Otra teoría es que una colosal estatua en forma de león fue la que le dio nombre al peñasco.

La roca no fue olvidada por los hombres. Así lo acreditan los llamados Sigiri graffitis que desde el siglo VI aparecen en sus paredes. Son antiguos poemas en lengua cingalesa que indican la influencia que la ciudad ejerció sobre la literatura y el pensamiento de la época. Estos graffitis figuran entre los textos más antiguos conservados en cingalés y denotan por su calidad un alto grado cultural.


Leyenda


El Maja-vansha, antiguo registro histórico de Sri Lanka, describe al rey Kassapa (siglo V) como el hijo del Rey Dhatusena, que asesinó a su padre emparedándolo vivo, y luego usurpó el trono que por derecho correspondía a su hermano Mogallana. Éste escapa milagrosamente de la muerte y jura venganza. Huye a la India.

Kassapa limpia de broza el peñasco, ordena levantar una muralla alrededor del mismo, construye una escalera para acceder a lo alto y edifica un palacio en la cumbre. La obra la completó con una monumental estatua de león. El lugar da la impresión de elevarse y quedar suspendido por arte de magia entre las nubes. Con el fin de expiar su crimen abraza la religión budista.

Entre tanto, Mogallana regresa de la India al frente de un poderoso ejército para vengar a su padre. Han pasado dieciocho años. Kassapa confía ganarle la batalla a su hermano. Para hacerle frente abandona sus refugios de la roca del León y se encara a campo abierto a Mogallana. Pero…, el elefante de Kassapa pierde el rumbo y entra en una zona pantanosa. Se da cuenta de la imposibilidad de avanzar por aquel pantanal y hace girar al paquidermo para buscar otro camino. Sus soldados al verlo regresar interpretan el movimiento como una señal de retirada. Kassapa grita desesperado, pero los berridos de los elefantes, el retumbar de las carretas, ahogan su voz.

Entonces se da cuenta de que está solo ante las tropas de Mogallana. Para evitar la deshonra y, con seguridad una muerte lenta y dolorosa, desenvaina su espada y de un certero tajo se secciona la garganta. Los cronistas aseguran que, Kassapa, con la sangre manando a borbotones de su cuello, alzó la espada y la devolvió a su funda.

domingo, 23 de noviembre de 2025

Julia de Castro: Delparaíso de Juan del Val

 



Hoy nos toca hablar de una novela que retrata con maestría el universo de una urbanización de alto nivel económico en Madrid y las relaciones que se establecen entre sus habitantes. El autor, con estas poco más de trescientas páginas, deja palpablemente claro que hay un mundo en el que se vive de apariencias y en el que nada es lo que parece.

Tengo que empezar diciendo que, el inicio de la novela se me hizo un poco arduo, con la descripción de tantos y tantos personajes como intervienen en esta historia y la forma de presentar las escenas del autor, sin apenas transiciones. Aunque, una vez metidos en harina, el interés fue creciendo y, el tratamiento de las situaciones, irónico e inflexible, que marca el desarrollo de la historia me atrapó totalmente en un deseo de saber más sobre todos esos personajes.

 

Todas las miserias del ser humano, ya sea de clase pudiente o no, se presentan descarnadamente en estas páginas. En un entorno privilegiado y a resguardo de las inclemencias de la verdadera realidad cotidiana, los protagonistas de Delparaíso, guardan entre telarañas muchos secretos inconfesables, deseos, mentiras, miserias. Como cada hijo de vecino, pero barnizado con la pátina del lujo.

 

Delparaíso no deja de ser una historia sobre la vida diaria que Juan del Val nos va relatando sin ambages, con un lenguaje próximo y cercano para que todos podamos vernos reflejados en lo que nos cuenta.

 

Creo sinceramente que no hay que dejar de asomarse a estas páginas igual que no es posible dejar de asomarse a la vida cada día.

 

 

© Julia de Castro

Mi otoño en Libros

Septiembre 2022

 

 

 

viernes, 21 de noviembre de 2025

Blanca del Cerro: El orfeón esmeralda



        Las voces se elevaban hacia las nubes, llegando hasta el cielo y más allá. Y eran unas voces fantásticas, únicas, extraordinarias, que hacían piruetas por el aire, se enroscaban alrededor del viento y trazaban caminos de fantasía ante un variopinto auditorio que permanecía en absoluto silencio y escuchaba embelesado. Era aquella una melodía arrolladora que se introducía por los poros y creaba surcos de melancolía y sueños debajo de la piel. Y ellos, los allí presentes, se sentían atrapados y transportados por aquel canto irrepetible, sin ser conscientes de la exclusividad de tan delicioso sonido. Las notas subían y descendían sin cesar formando una suerte de lluvia eterna de sones infinitos. Más que voces parecían caricias.

        Era la señal del inicio de la primavera.

        Ellos, los habitantes de aquel singular paraíso terrenal, cerraban los ojos y se limitaban a escuchar.

        Sucedía todos los años. En el centro de la oscuridad profunda, entre grandiosas montañas cubiertas de nieve, donde nadie tenía acceso salvo multitud de animales de todos los tamaños y condiciones, el bosque apiñado se desparramaba inmenso, cuajado de árboles infinitos, extendiéndose hasta perderse de vista, una especie de sombra esmeralda formada por miles de troncos, miles de ramas, miles de hojas, que se desperezaban repentinamente del aullido del invierno. Y allí, en aquel valle oculto a los ojos del mundo, cuya existencia sólo conocían los animales que lo poblaban, la primavera despertaba con un canto único e inigualable, jamás escuchado por ningún oído humano. Miles de voces subiendo, miles de voces desgranando arpegios, miles de voces arrullando el sendero de la perfección absoluta. Miles de voces verdes.

        Era el cántico de los árboles.

        En el mismo instante del inicio de la primavera, los árboles empezaban a entonar un murmullo suave, muy suave, y tenue, muy tenue, cuyas notas se elevaban hasta el firmamento y llegaban a todos los rincones de aquella inmensidad. Los árboles, cuajados de brotes verdes, se transformaban como por arte de magia en un coro singular y entonaban una melodía indescriptible. Se diría el saludo de la naturaleza a la vida.

        Era como un orfeón de color esmeralda.

        Y ante tal acontecimiento, todos los habitantes de los alrededores se congregaban embobados a escuchar el canto de los árboles. Cientos de animales, desde los más grandes hasta los más pequeños, desde los enormes elefantes hasta las diminutas hormigas, desde los terroríficos tigres hasta las tiernas gacelas, se acercaban silenciosos al centro del valle para disfrutar de aquel acontecimiento único. Un año tras otro, a lo largo de los siglos, los leones, los pumas, los lobos y los leopardos se aposentaban junto a los impalas, los ciervos, los antílopes y las cebras. Resultaba curioso contemplar a tantos y tan distintos animales unidos y reunidos por el cántico del orfeón esmeralda, sin prestarse la más mínima atención unos a otros. Su interés quedaba exclusivamente centrado en la música que desgranaba el bosque. Y todos ellos sin excepción olvidaban ese día sus luchas, sus disensiones y sus diferencias. Su única ocupación consistía en escuchar.

        Así venía sucediendo desde el principio de los siglos.

        Al finalizar el primer día de la primavera, cuando el canto de bienvenida cesaba, no quedando en el aire más que un suave murmullo de cadencias y ausencias, los animales se retiraban en silencio, cabizbajos, somnolientos, impregnados de melodías jamás escuchadas hasta entonces, y volvían a su vida cotidiana, a su ir y venir continuo y a su lucha diaria por la subsistencia.

        El cántico del orfeón esmeralda no duraba más que un día, pero era un día fastuoso.

        Por las venas de todos los animales del valle galopaban inquietas las maravillosas voces de los árboles cantores y allí quedaban encerradas. Hasta el año siguiente.

        Y todo volvía a la normalidad.

        Sólo ella, la Naturaleza viva, compuesta de plantas y animales, era conocedora de aquel rincón oculto y de aquel fenómeno inexplicable que tenía lugar año tras año. Los hombres ignoraban que allá, en el fondo de la oscuridad, se extendía una jungla todavía virgen. Los hombres jamás habían pisado el valle.  Los hombres nada sabían de su existencia. Los hombres…

        Pero un día aparecieron.

        La zona entera sufrió un estertor de sombras oscuras.

        Un día aparecieron a lo lejos, un punto lejano que fue agrandándose y agrandándose, hasta llegar al borde de la jungla. Aparecieron en un vehículo negro que dejaba extrañas huellas en el suelo. De aquel aparato compuesto de ruidos y estallidos salieron tres personas que, absortas y ensimismadas, contemplaron el fastuoso panorama de árboles infinitos extendiéndose ante ellos, hasta el horizonte y más allá. Las tres personas, dos hombres y una mujer, se sintieron muy felices, sonrieron, hablaron, se acercaron a la linde de los bosques apiñados, incluso palparon los árboles, mantuvieron una larga conversación de palabras perdidas, montaron de nuevo en el vehículo y se alejaron dejando tras de sí un terrorífico olor a humanidad.

        La zona entera exhaló un suspiro de alivio. Pero no pudo evitar el trallazo de un espantoso temblor en las entrañas.

        Los hombres habían descubierto su existencia.

        Transcurrieron varios días de dudas e incertidumbres. Los animales se mantenían alerta. Las plantas habían reducido su sonido al mínimo. El silencio se adueñó repentinamente de la zona esmeralda, un silencio teñido del color granate de la desesperación.

        El valle entero quedó encerrado en un interrogante que se propagaba hasta más allá de su propio horizonte. Una inmensa duda se hizo dueña del entorno.

        Y ellos volvieron. La zona entera tembló de nuevo. Volvieron provistos de camiones, de máquinas y de artilugios desconocidos. La zona entera sufrió una conmoción. Llegaron con muchos vehículos y aparatos, y una multitud de hombres y mujeres se aposentaron en el valle, plantaron tiendas de campaña, descargaron extrañas máquinas, investigaron, midieron, hablaron, se perdieron entre los árboles y las ramas de aquel paraíso verde, impregnaron con su olor y su sabor los rincones del bosque, hicieron fogatas, comieron, durmieron allí durante muchos días, conversaron, se desplazaron de un lado a otro, un movimiento continuo de seres humanos. Mientras tanto, plantas y animales esperaban temblando.

        Y un día tranquilo de viento suave, cuando el corazón del valle todavía palpitaba lento y nada hacía presagiar la inminente catástrofe a punto de producirse, los hombres de aquella expedición sacaron del fondo de los vehículos unas potentes sierras de dientes afilados, conectaron sus motores y empezaron a cortar todos y cada uno de los troncos del orfeón esmeralda.

        El silencio se condensó prieto mientras en el aire se hacían añicos los sueños. El único sonido que se elevaba hasta los cielos era el espeluznante chirrido de las sierras.

        Los hombres sonreían.

        Los árboles caían uno a uno.       

        Los animales contemplaban espantados el fin de su querido entorno.

        Si alguien hubiera querido escuchar al viento, habría percibido los ecos de un fabuloso lamento paseándose sobre las cabezas de todos los testigos de aquella espantosa masacre.

        Y así, día tras día, sin cesar durante mucho tiempo, durante un tiempo interminable.

        Los hombres cortaban, los troncos caían, los camiones se aproximaban y cargaban los tristes cadáveres de los árboles, las hojas sembraban los caminos, unos vehículos se alejaban, otros volvían a continuar la labor, siempre proseguían, nunca terminaban. Ocultos entre piedras y grutas, desplazados cada vez más hacia las montañas, los animales observaban atónitos el pausado despoblamiento de su hogar.

        La nada iba adueñándose lentamente del centro del valle.

        Y así, muchas horas, y muchas semanas, y muchos meses.

        Por fin, un día muy oscuro y triste, tan triste como los ojos ahora cerrados del bosque, los hombres, plagados de sonrisas y triunfos, muy orgullosos de sí mismos y de su gran hazaña, se reunieron ante su magnífica obra y decidieron dar por terminada su labor de destrucción. Desmontaron sus tiendas de campaña, recogieron sus enseres, pusieron en marcha sus vehículos y se alejaron tal y como habían venido, dejando a su alrededor un desierto de sombras, un páramo de soledades huecas y un silencio de lágrimas.

        En el valle quedó una mancha profunda y negra como la noche, una mancha que se extendía lívida y abarcaba la casi totalidad de lo que anteriormente había sido un edén.

        Los animales caminaban cabizbajos, ocultándose en cuevas y oquedades, repartiéndose por los montes cercanos, preguntándose qué habían hecho ellos para que aquellos seres les hubieran despojado de su hogar.

        La luz era más triste que antes, y el aire más sucio, y el viento rugía y rugía con mayor intensidad.

        El orfeón esmeralda había caído fulminado por las ansias de los hombres. El orfeón esmeralda había desaparecido por completo de la faz de la Tierra. Todo era tristeza en el valle porque ellos, sus habitantes, creían que el orfeón esmeralda nunca más volvería a entonar su delicioso canto de bienvenida a la primavera.

        Pero no era cierto.

        Sí era cierto que el orfeón esmeralda jamás se escucharía de nuevo en el entorno, que sus voces no despertarían del invierno para saludar la llegada de las flores y los frutos, que sus melodías nunca más repetirían notas fastuosas elevándose hasta el infinito, pero allá arriba, en un lugar por todos ignorado y por nadie conocido, en el denominado Cielo de la Naturaleza, el orfeón esmeralda continuaría desgranando sus canciones por toda la eternidad.

        Allí, en ese increíble paraíso, es donde descansan para siempre todas las plantas, todas las flores y todos los árboles cortados y derribados. Es ése un lugar misterioso de cuya existencia no tienen constancia los hombres. Y fue allí donde el orfeón esmeralda se aposentó de inmediato, reunió sus maravillosas voces y, al igual que había hecho en la Tierra, empezó a entonar su melodioso canto.

        Y allí continúa.

        Dicen que los árboles ahora siempre están engalanados de verde porque en ese fantástico emplazamiento no existen las estaciones, puesto que siempre es primavera.

        Dicen que, pese a no encontrarse en la Tierra, los árboles son muy felices y cantan y cantan sin parar para celebrarlo.

        Dicen que todo sigue igual, que nada ha variado salvo el entorno, que los árboles ahora siempre repiten de continuo sus quiméricos cantos con las mismas voces, aunque éstas ya no se elevan hasta los cielos, sino que se quedan allí entre ellos, porque no pueden subir más alto.

        Y dicen que sus voces continúan siendo magníficas, fantásticas, sublimes, tan deliciosas que hasta los ángeles se acercan por los alrededores de aquel lugar exclusivamente dedicado a la Naturaleza y, ocultándose tras las nubes, se detienen a escucharlas. 

miércoles, 19 de noviembre de 2025

Liliana Delucchi: Asuntos de familia

 


Cuando entró en el comedor, Jacinto no pudo menos que sonreír. Tan amarillo y luminoso, tan armónico y ordenado; impasible siempre a las tormentas que estallaban en él, esas tormentas silenciosas y calladas, colmadas de medias sonrisas y bisbiseos.

A pesar de encontrarlo vacío, podía recordar qué lugar ocupaba cada uno a la mesa durante las celebraciones: la abuela y el abuelo en una de las cabeceras, sus padres en la otra y los tíos y tías, a los lados, de acuerdo con su edad. Cuanto mayores, más cerca de los anfitriones, esos dos ancianos de pelo blanco y gesto amable.

Jacinto y sus primos eran relegados al office hasta que tenían los años y los modales adecuados para integrarse con los adultos, lo cual le parecía injusto, ya que los niños de su edad resultaban aburridísimos. Solo hablaban de deportes y de juegos que nuestro protagonista resolvía antes siquiera de que los otros terminaran de plantearlos.

Como ese reducto para infantes solo estaba controlado por una asistenta, Jacinto escapaba al jardín, a su habitación y al comedor principal, donde más le gustaba. Invariablemente detrás de una cortina o cualquier escondite desde donde pudiera escuchar las conversaciones y captar los gestos de sus parientes.

El joven soñaba con ser escritor y había oído que quienes aspiran a ese oficio han de ser, por encima de todo, cotillas. Siempre iba acompañado por un cuaderno donde anotaba frases, expresiones y gestos de los que consideraba llegarían a ser los personajes de sus relatos.

Una tarde de invierno, previa a las celebraciones navideñas, el niño, que contaba ocho años, estaba sentado a una mesa del jardín. Con abrigo, capucha y mitones, escribía lo que consideraba sería su primera novela. Comenzaba así: «Nació en 1870. A los veinte años, Lindor Covas tenía veinte años».

El aspirante a literato no se dio cuenta de que su tío Pancracio estaba a sus espaldas leyendo lo que él escribía, quien no solo lanzó una risotada, sino que durante la cena, con su voz fuerte y vulgar, relató a los demás comensales lo ocurrido.

Jacinto apretó las mandíbulas para no gritar, controló su furia y juró venganza.

No tuvo que esperar mucho tiempo, ya que, durante la cena de Noche Vieja, aburrido y un poco cansado, se escondió debajo de la mesa de los mayores, agradeciendo por primera vez que la naturaleza lo hiciese tan menudo. Cuál no sería su sorpresa, cuando tuvo que apartarse al rincón junto a los pies de los abuelos, dado que por el centro de aquel espacio bajo el largo mantel, los pies de los comensales se movían y acariciaban unos a otros. Pudo ver cómo las uñas pintadas debajo de la media de la tía Maruja, acariciaba la entrepierna del tío Anastasio, su cuñado, mientras que la mano de Pancracio se metía debajo de la falda de la hermana de su esposa.

Jacinto se mantenía inmóvil, contiguo a los juanetes del abuelo, casi sin respirar y rogando al cielo que no lo sorprendiera un estornudo que diera al traste con su escondite. Esos adultos presuntuosos e hipócritas le habían servido en bandeja su futuro desagravio. Nadie se ríe de Jacinto, y menos el patán de Pancracio.

La tía Hildegard, esposa de Pancracio, era una matrona alemana alta, fuerte y con un trasero de grandes proporciones, al que no le cabía el tanga de encaje rojo que encontró entre la ropa de su marido y que pertenecían a su hermana.

Desde su habitación, Jacinto escuchó portazos, insultos de ellos y chillidos de ellas. El «…y tú más» se repetía por los pasillos así como el estruendo de los coches que partieron casi derrapando.

Pasó el tiempo y aquel niño se convirtió en lo que siempre había deseado. Una tarde, mientras firmaba ejemplares de su primera novela, el tío Pancracio, con su sentido del humor habitual, se acercó para preguntarle si recordaba el nombre de aquel que a los veinte años tenía veinte años, a lo que el escritor respondió: «Hildegard».

El hermano de su padre solo atinó a decir: serás cabrón.

© Liliana Delucchi