jueves, 13 de noviembre de 2025

Malena Teigeiro: El poder de los colores

 


Después de romper con Olivier, su marido, con el resto del dinero que todavía le quedaba de la herencia de sus padres, y su perro Bistró sentado a su lado, conducía Ninet desde París hasta la casa que le dejaron sus abuelos. Durante todo el camino iba invadida por la tristeza que le causó tener que abandonar a Olivier, pero ya no aguantaba más sus golpes, ni sus gritos, ni sus borracheras.

Para llegar hasta la casa había que subir la montaña por un largo, estrecho y sinuoso camino de tierra, por el que Ninet condujo tomando primero una curva, luego otra, con sumo cuidado. Al parar su Peugeot rosa delante de la casona se sintió feliz. Contemplaba la fachada complacida. Era de piedra y vigas viejas que, al igual que las ventanas, lucían el mismo color que las vides que la rodeaban. Estaba igual a como era cuando de niña pasaba allí los veranos, pensó mientras abría la puerta.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba en la cocina, decidió que tenía que pintarla. Después de tantos años, las blancas paredes estaban sucias, desconchadas. Primero, pintó de rosa su dormitorio. Y rosa también eran las telas de las cortinas que hizo, aunque estas un poco más oscuras. Siguió con el baño. En el intento de que se pareciera al mar Mediterráneo que veía desde la ventana, lo pintó de azul verdoso con trazas cobalto. El pasillo y la escalera, lo primero que veía todas las mañanas al salir de su habitación, los coloreó de azul cielo.

Se sentía feliz entre aquellos alegres tonos que le permitían soñar y dejar la tristeza.

Al fin le tocó a la cocina comedor. Ésta todavía conservaba el primitivo blanco, sucio de grasa y humo por muchas partes. En su Peugeot rosa se dirigió a la tienda de pinturas. Aparcó con cuidado delante de la puerta. Entró y pidió un bote de pintura amarilla, pero de ese color amarillo que tienen las natillas, aclaró. El hombre que la atendió, levantando las cejas, le entregó un bote. Este le quedará precioso. Es el que todos usamos por aquí. Qué estupendo, pensó Ninet viendo ya las paredes de la cocina pintadas con ese amarillito que tanto le gustaba.

Cuando comenzó a pintar, el color le disgustó bastante. No era como el de las natillas, sino como el de los limones. Sin embargo, y como aún le quedaba pintura, y aunque aquel color le producía cierta irritación, sin detenerse, pintó los muebles, las sillas, las puertas. Luego colgó cuadros, platos y llenó los vasares con las vajillas.

Sin duda, el año que viene cambiaré el color, se dijo satisfecha al cerrar la puerta después de colocar el último adorno.

Una tarde al volver de recoger flores, se encontró a Olivier sentado a la mesa. Otra vez no, gritó su interior. Miró hacia el fondo, y el amarillo de la pared le hizo subir acidez a la boca. Luego, al ver la botella de coñac encima de la mesa y a él con un vaso en la mano, sintió náuseas. Se lo rellenó. Con tranquilidad, se sirvió otro y se sentó enfrente mientras él la insultaba. Un color como aquel amarillo no era bueno para nadie, pensaba sin dejar de mirar las paredes mientras escuchaba que a gritos la amenazaba por haberlo abandonado llevándose el dinero. Cuando terminó la botella de coñac, Ninet buscó por los vasares hasta que encontró otra de aguardiente. Le rellenó de nuevo el vaso una y otra vez. Estaba ya bastante borracho cuando el hombre se levantó rabioso. Ella cerró los ojos y se encogió en la silla. Esperando sus golpes, escuchó el ruido del cuerpo al caer. Giró la cabeza y vio que de la boca de Olivier salía un hilo de babas. De puntillas, se fue de la cocina.

Era ya de noche cuando, poco a poco, arrastró el cuerpo, todavía en coma etílico, hasta el coche de Olivier. Logró sentarlo detrás del volante. Lo encendió, puso la palanca en punto muerto y retiró el freno de mano. Desde fuera del coche, agarrada al volante, lo llevó hasta el comienzo del camino. Después de un empujoncito, lo soltó. Primero se deslizaba despacio, luego, lo vio que tomaba velocidad hasta desaparecer de su vista en la primera curva. Se quedó un momento expectante. No tardó mucho en ver una gran bola de fuego. Ya tranquila, entró en la casa. Como siempre hacía, atrancó la puerta, y mientras subía por aquella escalera pintada de azul cielo, iba pensando que tenía que cambiar, pero ya, el color de la cocina. Aquel amarillo sin duda la irritaba.

© Malena Teigeiro

martes, 11 de noviembre de 2025

Real Monasterio de Santo Tomás (Ávila)

 



De estilo gótico con tres claustros diferentes, un retablo principal, obra de Pedro Berruguete con diversos episodios de la vida de santo Tomás de Aquino, el coro gótico flamígero, de nogal, que es obra de Martín Sánchez de Valladolid y el lujoso sepulcro en mármol de Carrara del príncipe Juan, hijo de los Reyes Católicos, dignos de ver los pliegues del manto, y unos guanteletes a los lados del infante que indican que no murió en batalla, obra del escultor italiano Domenico Fancelli, hacen de este monasterio una de las joyas de Ávila.



También encontramos en la iglesia el confesionario de santa Teresa y el Cristo de la Agonía, obra venerada por la santa abulense.


En 1482, favorecido desde sus orígenes por los Reyes Católicos, por su tesorero don Hernán Núñez de Arnalte y bajo la dirección de Martín de Solórzano, comenzaron las obras que duraron hasta 1493.

En la fachada hay diez estatuas realizadas por Gil de Siloé y Diego de la Cruz bajo doseles y pináculos. En su mitad vemos un gran rosetón que da luz al coro y a la iglesia y un poco más arriba el escudo de los Reyes Católicos sostenido por un águila.

El claustro del Noviciado de estilo toscano es el más antiguo, con el pozo en un lateral. El claustro del Silencio de estilo gótico sirvió de enterramiento para los frailes. El claustro de los Reyes, carece casi de ornamentación, en el ala sur se hallan las aulas de la antigua Universidad de Santo Tomás de Ávila, establecida aquí desde mediados del siglo XVI y clausurada en el siglo XIX. Aquí se graduaría Gaspar Melchor de Jovellanos. También en este claustro se encuentran dos museos: museo de Arte Oriental y museo de Ciencias Naturales.

Sirvió como tribunal de la Inquisición y vivió en él durante sus últimos años fray Tomás de Torquemada.  



Merece una visita por su historia y su belleza

domingo, 9 de noviembre de 2025

La cocina a mi alcance: Ensalada de garbanzos

 



Es una legumbre que gusta a muchos por sus cualidades culinarias y nutritivas. Algunos sitúan su origen en el Mediterráneo y hubo un tiempo en que era sinónimo de pobreza. Eso ha cambiado.

En el refranero español aparece: En todo cocido siempre hay un garbanzo negro. Y muchos son los que piensan que en toda familia también.

A veces se les relaciona con la muerte. Los griegos lo comían en los banquetes fúnebres, en la región de Niza, en Francia, se come garbanzos el Miércoles de Ceniza, el Viernes Santo y el Día de Todos los Santos. En España es costumbre comer el Viernes Santo el rico potaje de… adivinen. En la Antigua Roma los garbanzos gozaban de una reputación envidiable.

En una ensalada, son ricos, ricos, ricos.


Ingredientes:

1 frasco de garbanzos cocidos

1 aguacate maduro

1 tallo de apio picado

1 zanahoria picada

Unas gotas de limón

Tomate, cebollín, aceitunas negras, sal, semillas de girasol.


Preparación:

Mezclad todo. 


Y os acordaréis de mí

Santa María la Real de la Almudena: Patrona de Madrid

 




La historia de la patrona de Madrid se remonta al año 711, cuando ante la conquista árabe los cristianos de la villa escondieron en la muralla de la ciudad una imagen de la Virgen María con el Niño Jesús en brazos. Allí permaneció oculta hasta que el 9 de noviembre del año 1085 cuando el rey cristiano Alfonso VI la encontró milagrosamente después de haber conquistado Madrid.



Desde ese día la imagen es conocida como Santa María por ser la más antigua de las advocaciones de Madrid, la Real por haber sido encontrada por el rey y de la Almudena, palabra árabe que significa muralla donde la Virgen fue hallada con dos cirios encendidos que según la tradición nunca se apagaron durante los siglos en los que estuvo oculta. Las llamas tostaron el rostro de la imagen que presenta la tez morena.

 


viernes, 7 de noviembre de 2025

Amantes de mis cuentos: Y tú ¿de qué presumes?

 


Homenaje a Luis Carbonell

El Acuarelista de la Poesía Antillana

fue un destacado declamador de cuentos  

y estampas populares afroantillanas,

músico y escritor cubano.

 

 

Esta mañana, en el Malecón, me llamaste negro delante de mucha gente. Me callé a tiempo. Ahora te encuentro solo y me vas a escuchar bien claro, como que me llaman «Tostao».  

A cuento de qué viene eso de despreciar a los negros, si tú de blanco por un lado solo tienes cuarto y mitad y por otro, lo vas a descubrir. Es que ya no recuerdas a tu bisabuelo, que era tan prieto como el azabache, aquel hombre que de la nada se hizo rico trabajando en una hora lo que tú no te has esforzado en treinta años, aquel hombre tan orgulloso de su color que cuando le invitaron a sentarse en una mesa de blancos, allá en tiempos de la esclavitud, puso la bolsa repleta de oro sobre la silla diciendo: Siéntate, Estanislao Salgado. Su triunfo, su prosperidad, nunca le nubló la mente y sabía que lo invitaban por su dinero, que por su color le hubiesen dado una patada allí donde la espalda pierde su honesto nombre.

No, no, no, te quieras ir tan pronto. Ya sé que las verdades duelen. ¿Qué te crees, tú?, conmigo no puedes ir por el mundo como si fueras blanco, que te conozco, camaleón, que conozco a toda tu familia, que sé que a tu abuelo lo tienes en el cuarto de atrás sin dejarle salir, solo presumes de abuela y de madre porque son rubias de ojos claros. No te quieres acordar de tus orígenes, los has echado al barranco como bagazo de caña.

A mí no me engañas por mucho que te vistas con trajes de dril 100, por mucho que te codees solo con los blancos, porque tu pelo te salió lacio, los labios los tienes finos, y las mejillas rosá… Yo, en cambio, este negro que está aquí, delante de tus narices, por si no lo sabes, entérate bien, soy tu padre y exijo respeto.  

 

© Marieta Alonso Más  

 

miércoles, 5 de noviembre de 2025

Sol Cerrato Rubio: Ruido

 



El ruido del mundo en mí.

Mi mundo en el ruido


*Si, mucho ruido

Lombrices harapientas, manillares de bicicletas, iPads detenidos, escorpiones hambrientos armarios empotrados, sonetos disonantes, cuentos enfermizos. 


Mucho, mucho ruido

Botellas disolutas, acelgas hoscas, cortezas sensoriales, burbujas extraviadas, amantes arancelarios, odios imperfectos. 


Tanto, tanto ruido

Euros transfronterizos, dientes cavernarios, palabras ancestrales, raíces sumergidas, consejos amatorios, confusiones violentadas. 

Huecos digitales, estorninos silenciosos, basura comprometida, mentes dormidas, palabras acomplejadas, sudores argentados. Halagos imprudentes, punzadas atronadoras.

Rumiando ruido, masticando ruido, Ruido que contamina, ruido que desangra. Desalojando ruido, reciclando ruido. 

 

© Sol Cerrato Rubio

 

 
 *Ruido de Joaquin Sabina

 
 

 

 

lunes, 3 de noviembre de 2025

Amantes de mis cuentos: El emigrante

 



Era el 20 de enero de 1920. Llovía. En el puerto de La Coruña, esperaban un padre y un hijo al vapor «Flandre» de bandera francesa. El chico con dieciséis años marchaba a Cuba en busca de un porvenir. Una bolsa con una manta, un pantalón, una camisa, un jersey, seis salchichones, seis chorizos. Era la primera vez que veían el mar.

Por fin atracó el barco, comprobaron que los papeles y el pago estaban en regla y llegó la hora de despedirse. Padre e hijo se fundieron en un abrazo largo, sentido, como si les costara trabajo deshacerlo. Por fin, se soltaron y los dos se pasaron la mano por los ojos con un rápido ademán. El hijo, dándose la vuelta, se subió a bordo, instalándose en tercera, por no haber cuarta.

Su equipaje austero contrastaba con la cantidad de consejos recibidos. Subió corriendo a cubierta y desde allí estuvo diciendo adiós a aquella figura encorvada por el peso de su aflicción hasta que fue un punto en la lejanía.

¡Voy a volver!, gritaba.

A medida que el barco fue inclinándose hacia el sur las noches se hicieron más cálidas, igual que las manos de una madre. El 21 de febrero de 1920, sobre las tres de la tarde, tras veintidós días de navegación, el barco enfiló el canal que conducía a la bahía de La Habana. Atracó en el Muelle de Caballería.

Aquel niño se llamaba Ramón y regresó a su tierra al cabo de sesenta años.

 

© Marieta Alonso Más