sábado, 29 de marzo de 2025

Cristina Vázquez: Los happy sesenta

 


No era su primera vez en Inglaterra durante el verano, pero sí la primera en una familia. Sus padres decidieron enviarla a casa de unos amigos de otros amigos que tenían una hija de la misma edad. Mariana miraba por la ventanilla la cercanía del aeropuerto con una mezcla de emoción e inquietud. ¿La reconocerían?, les había enviado una foto suya.

Estuvo un buen rato esperando después de recoger su maleta, hasta que al fin vio a un señora alta y un poco gorda con una chica pálida francamente obesa, que miraban a todos lados. Se acercó a ellas y dijo quién era. Grandes disculpas y alegría, como en la foto, llevaba el pelo suelto y ahora lo tenía recogido en una trenza, no la reconocieron. So, so sorry.

Brillante pensó, brillante deducción, pero le cayeron bien. Eran parlanchinas y sonrientes. Se quedó extrañada de la blancura rosada del cutís de su futura amiga, Lavinia, y de la blanda carnosidad de los muslos que lucía despreocupada. Mariana no había visto en Madrid una minifalda tan corta y que no levantara ninguna mirada atrevida o salaz. Comprobó que esa iba a ser la medida habitual de las minifaldas inglesas en esos años de finales de los sesenta. Mary Quant y Twigy a la cabeza.

Llegaron a la casa de cuatro plantas en la elegante Sloane Square y les recibió un primo que vivía de prestado en la buhardilla y la empleada española que se iba a las siete de la tarde. Desde que llegó, Carmen, así se llamaba, le advirtió de los peligros del primo, un fresco, ojo con él, por la noche ciérrate la puerta. La miró solidaria, esta gente no es como nosotros. Los ingleses son muy distintos y los hombres muy aprovechados. Cuando se sentó en la cama con dosel de florecitas que daba al minúsculo jardín trasero, a Mariana le invadió un regocijado temor. A lo mejor la libertad era eso.

La siguiente sorpresa fue la cena organizada al día siguiente con el novio de la madre —estaba divorciada y el padre iba por la tercera mujer— y unos amigos jóvenes delicadamente snobs de pelos lacios y estudios en Oxford. Después de cenar se fueron repartidos en distintos coches a la discoteca de moda. Tuvo plena conciencia de felicidad al verse esa noche de verano subida en un deportivo descapotable, deslizándose por calles semivacías con un encantador polaco emigrado del telón de acero y sin nadie que la esperara en casa o la fuera a reprochar el horario. En Madrid no podía llegar después de las diez, atemorizada por la mirada de su padre ante el que no cabían disculpas. I´m happy, very happy confesó al amable acompañante. ¡Qué bueno! le contestó en su precario español.

Esa noche quedó en su memoria como la primera conciencia que tuvo de felicidad y la atesoró para el resto de su vida. Su amiga no había llegado a casa y no apareció casi hasta la madrugada. Sorprendentemente, su madre la reconvino no por haber llegado tan tarde sino por haberla dejado sola, las españolas están acostumbradas a llevar chaperona. Tampoco era eso, le aseguró a Lavinia cuando al día siguiente le lo confesó, y se rieron iniciando así una amistad que duró muchos años.

Se empezó a instalar la rutina. Los jueves se iban al cottage que tenían en Hampshire, volvían los lunes; los martes daban una cena y hacían juegos, como pasarse una manzana de uno a otro sostenida solo por la barbilla del contrincante con el que te emparejaban por sorteo. El contrincante dedicado al rescate de la manzana tenía que ser alguien del sexo contrario, y por supuesto, no podía utilizar las manos. Muchas risas y mucho Pimm`s para los jóvenes. Mariana fue la primera vez que bebía algo de alcohol y bajó las escaleras con la certeza de que tenía alas en los pies. Su vida se debatía entre la excitación, el recelo y la sorpresa.

El polaco venía cada martes a la cena y ella pensó que iba a morir de amor por ese hombre dulce, tranquilo y que le aseguró que si a una chica de dieciséis años no la había besado aún, sería porque era muy fea o muy rara. Y Mariana deseó ser besada, inaugurar la vida con él. No fue así, pero él le escribió cuando se marchó asegurándole que las estrellas los unirían alguna vez.

A la semana siguiente recibió la inesperada llamada de su madre.

—Vamos a Londres por trabajo de tu padre y así os vemos a tus hermanos y a ti.

Llegaban al viernes siguiente. No se pudo ir al largo fin de semana en el cottage y se quedó en la casa bajo la admonitora mirada de la española, que permaneció esa noche para que no estuviera sola. Se entristeció por el cambio de planes y la inoportuna visita de sus padres. Esos largos fines de semana en el campo eran estupendos. El sitio era encantador, le gustaba el olor a hierba fresca, ir a recoger fresas, dar largos paseos a caballo y reunirse con amigos que vivían cerca. A veces venía la hermana mayor de su amiga, también gorda, encantadora y blanca, con su novio. Otra sorpresa fue que dormían juntos sin que a la madre le pareciera mal. Eso sí, Mariana no dejó de ir a Misa ni un solo domingo, aunque tuvieran que desplazarse a otro pueblo, momento en el que reflexionaba sobre lo que estaba viviendo. No hacía nada malo, ni nada se lo parecía, solo era distinto.

Su madre llegó el viernes como estaba previsto, y salió a esperarla a la calle. En ese momento también apareció Tim, el temido primo, sonriente, alto, rubio y despreocupado, que volvía de un viaje. Nunca la molestó ni tuvo que echar la llave de su cuarto. A lo más que se atrevió fue hacerle bromas o pedirle que le enseñara un poquito de español, please.

Hello my darling —la besó en los labios y abrazó con espontanea alegría—. She es so guapa and simpática—se esforzó en español señalándola ante la aterrorizada mirada de su madre.

El gesto de esta se torció y advirtió solemne a Tim que a su daughter no, no kiss. Creyó que el suelo se abría bajo sus pies y cuando pretendió entrar a la casa a la vez que el primo, la madre despidió el taxi y se quedó con ella.

—Tú te vuelves a Madrid conmigo. ¿Qué es eso de vivir en la misma casa con un hombre?

Dicho y hecho. Llamó a su padre al hotel, pese a las lacrimógenas súplicas de Mariana y juramentos de que no había pasado nada, para pedirle que sacara un billete y decirle que volvían con la niña a Madrid.

© Cristina Vázquez

jueves, 27 de marzo de 2025

MJ Pérez: "De hielo"

 


Existen varios tipos de silencios. Habitualmente, son las personas que se encuentran inmersas en él las que le otorgan un nivel de incomodidad u otro. En el caso del que cubría la inhóspita sala de audiencias de la reina podría catalogarse de peligroso, casi de una sensación física. Los helados ojos de la reina y la sonrisa taimada que se había apoderado de su boca tampoco ayudaban a mitigar aquella tensión que el joven sentía en la nuca.

 

Para él, lo único que existía eran aquellos ojos, de tono de azul tan claro que recordaba a los carámbanos de hielo que abundaban en el norte del país. Ni los cortesanos reunidos, que más que personas eran como maniquís carentes de vida, ni los guardas apostados en la puerta, ni la nieve que caía fuera eran suficiente motivación para apartar la vista de la soberana, como siempre había sido.

 

Toda una vida juntos y ahora se encontraban en la mayor encrucijada de sus vidas, ¿seguir el destino marcado desde antes de su nacimiento o dar un golpe en la mesa y decidir por ellos mismos? Era lo que más anhelaba Balder, pero la reina Malmfrid era tan difícil de leer como siempre. La dama alzó la cabeza con aire divertido y le instó a hablar. Aquel juego de miradas se había prolongado más de lo necesario.

 

Majestad, os solicito una audiencia privada.

Como debéis saber no recibo de manera privada. Lo que queráis decir debéis hacerlo delante de mi Corte.

O lo que era lo mismo, de una pandilla de descerebrados sin ningún tipo de aspiración. Balder asintió y descubrió cierta chispa en los ojos de la reina con los que no había contado, quizás…

Os amo — explicó el hombre, sin pararse a dar más explicaciones.

Claro, todos me aman. Soy la reina y vos sois mi esposo —se picó ella, dubitativa por primera vez.

—No lo entendéis —dio un paso hacia ella, que ya levantaba la mano en dirección de las posibles interrupciones, de los guardias seguramente —no os amo porque nos lo hayan impuesto, no os amo porque sea mi deber. Os amo como un hombre ama a una mujer, no como lo haría tan solo vuestro consorte.

 

La brutalidad de las palabras, por lo directas que habían sido, hicieron que el silencio habitualmente imperante se rompiera. Los murmullos comenzaron a subir de volumen e incluso la coraza de Malmfrid se resquebrajó un poco. Balder lo supo y puede que hasta algún cortesano con la suficiente perspicacia. Cuando levantó la mano su marido se temió lo peor y se dejó caer de rodillas, quizás hubiera ido demasiado lejos. Pese a quererla como lo hacía, era terrorífica, y él no era el más valiente del reino. Nunca lo había sido.

Fuera.

—¿Mi reina, queréis que me marche, queréis…?

—Vos no, todos los demás.

No tuvo ni que barrer el salón con la mirada para que la Corte comenzara a salir por la puerta de manera ordenada, pero sin pausa, al igual que su guardia personal. Cuando se escuchó el golpe de la hoja de madera al cerrarse la escarcha habitual en los ojos de la soberana habían sido sustituida por magma volcánica.

 

Balder bajó la cabeza y apretó las manos sobre las piernas, se sentía paralizado. El frufrú de la tela de las faldas de la reina hizo que apretara un poco más las manos y la sombra que se avecinaba contra él desbocó su corazón. Fueron unos minutos interminables en los que sintió que se le iban a salir las entrañas por la boca, el summum de la tensión llegó cuando ella se dejó caer frente a él. Que sus manos se fueran acercando hasta él le pareció un movimiento que venía de una realidad paralela. O de un sueño tal vez. Uno que continuaba con los pálidos de la reina bajo su mentón obligándolo a mirarla.

—Balder, ¿qué vamos a hacer ahora?

—Romper con la tradición.

 

Una que dictaba que en cuanto la reina hubiera concedido una heredera acabarían con la vida de su esposo. Una que los separaba con el nacimiento de una pequeña princesa. Una, que llegados a este punto, parecía inaceptable. Para ambos.

 

© MJ Pérez

martes, 25 de marzo de 2025

José Luis Labad: Manuel

 



En el hedor de la noche

 Permíteme que hoy no te respete,

que me enfade contigo por consentir

que el mundo muera por sus pecados

sin tu perdón magnánimo, sin tu caridad,

sin tu misericordia y sin tu bondad.

Permíteme que hoy escupa al suelo

y deje de creer en ti.

 

 

La ciudad dormía desde hacía horas, el invierno se presentaba gélido y riguroso. Las noches dejaban sus dentelladas crueles en las calles solitarias de Soria. Nuestra querida Soria. Caminábamos por los soportales de la calle de El Collado, lentamente, cabizbajos, arropados interiormente con papeles de periódico que nos calentaban y nos protegían un poco del relente nocturno. Las columnas estaban llenas de propaganda de partidos políticos. Me acerqué a la estatua de Gerardo Diego, miré en el interior de su taza de café. No había nada. Sonreí por hacer esa tontería. Mi padre también sonrío y me dijo.

―Dile a don Gerardo que no se lo tome todo, que deje un poco de café para nosotros.

Reímos los dos a carcajadas, risas que resonaban por la calle desierta. Continuamos andando para entrar en calor. No había prisa alguna. Buscamos minuciosamente en los cubos de basura que había junto a los restaurantes y hoteles para encontrar alguna cosa que poder llevarnos a la boca. Los restos de un plato de alguien que se permitiera esos lujos y los hubiese desechado, para nosotros, era un manjar o sencillamente un vehículo de supervivencia que nos permitiera ver el sol un día más. El hedor era insoportable, pero teníamos que comer y había que entrar en aquellos contenedores buceando entre los desperdicios disputándole a las ratas el sustento, mientras ellas nos amenazaban enseñándonos sus dientes que le erizaban a mi padre el vello del cuerpo.

Rebuscando con paciencia encontramos media hamburguesa, una manzana entera y unos mendrugos de pan blando, no estaba tan mal, por lo menos comeríamos esa noche.

―No es que sea una buena dieta Mediterránea, pero algo tenemos hoy para quitarnos el hambre ―me dijo mientras me guiñaba un ojo.

Oímos un silbido desde una de las puertas posteriores de uno de los restaurantes, un hombre me dio un tazón de leche caliente y unas cuantas galletas. El recipiente humeaba y aquel olor, me trasladó hacia una vida distinta, me hizo recordar cuando mi madre me traía un vaso de leche a la cama, me contaba un cuento, me arropaba y me daba un beso que me llegaba al corazón. Mi padre me dijo que me lo bebiera para que no se enfriara y que dejara las galletas para después como postre. Volví a la realidad. Fui bebiendo a pequeños sorbos mientras caminábamos y me calentaba las manos con aquel tesoro.

Nos sentamos sobre unos cartones que habíamos cogido del embalaje de una nevera y nos arropamos con la vieja manta roída que siempre nos acompañaba. El Parque de la Alameda de Cervantes, sería, una noche más, nuestra morada, nuestra casa, nuestro lugar donde soñar con fantasías mejores que la realidad que teníamos a nuestro lado. Dispusimos la comida en el único plato que poseíamos y rezamos. Mi padre me miraba con pena mientras escogía los mejores bocados para mí, esa noche al menos tenía un poco de pan para él. Siempre me pregunté por sus rezos, Dios nos había abandonado el día en el que nos arrebataron nuestra casa y mamá meses después, murió de pena en la lúgubre sala de espera del hospital. Yo, a mi corta edad, no entendía de aquellas oraciones, pero a él le calmaba hacerlo todas las noches acordándose de mi madre en esos momentos.

Hablábamos poco. No había mucho que decir. Todo era gris en nuestras vidas, además, qué podríamos decirnos el uno al otro, que no supiéramos ya. El silencio, que hablaba por nosotros y la pena, eran nuestras armas para seguir estando juntos.

Esa noche me dijo lo mucho que me quería, que le perdonase por todo el daño que nos había causado a su madre y a mí, por no haber sabido cuidar de nosotros. No pude decir nada, solo sonreí. Volvió a callar. Me acarició la cabeza, me dio un beso y se acurrucó junto a mi cuerpo para protegerme del frío.

Esa noche cerró los ojos y nunca más volvió a abrirlos. Observé a lo lejos como se llevaban su cuerpo inerte y sucio. Sentí una cruel punzada de dolor en mi corazón mientras dos lágrimas rodaban por mis mejillas abrasándome el rostro. No me atreví a acercarme.

La ambulancia se perdió entre el ruido de las sirenas y las luces rojas, y con ella se fueron mis últimos recuerdos. Recogí nuestras escasas pertenencias: un mechero, un paquete de papel con unas cuantas colillas, la preciada manta de cuadros, una bolsa de tela y una foto de mi madre y mía de cuando era pequeño.

Anduve sin rumbo toda la noche. Llegué a la calle de San Martín Cuesta, empezaba a llover. Estaba solo, desvalido, perdido y sin ganas de seguir viviendo. Me senté junto al olmo seco de Antonio Machado y lloré, lloré recordando que al día siguiente sería mi cumpleaños. Estaba desorientado en una selva de asfalto y miedo. Dentro de unas horas cumpliría diez años y estaba solo. Muy solo. Terriblemente solo y abandonado. Llovía y el agua había traspasado mi corazón.

Han pasado tres años desde esa noche y continúo con una soledad que me atenaza la garganta sin dejarme respirar. Hoy, sigo preguntándome por la solidaridad de la gente, y sobre todo, me pregunto: ¿Dónde está Dios?

Hoy, continúo viviendo entre el olor de las basuras, el hambre y la soledad de la madrugada. Hoy también llueve como aquella noche.

Me siento junto aquel olmo seco, tan cerca del cementerio del Espino que puedo sentir el llanto de los muertos, el ruego de los afligidos y el ruido de mis tripas clamando por un mísero trozo de pan.

Tengo sueño, este viejo olmo me servirá de apoyo y de cobijo en esta noche triste e incierta.

Cierro los ojos y recuerdo los versos de Antonio Machado que alguna vez me recitaba mi padre antes de dormir, para que me olvidara del hambre y la miseria que nos acompañaba.

 

Con los primeros lirios

y las primeras rosas de las huertas,

en una tarde azul sube al Espino,

al alto Espino donde está su tierra.

 

Buenas noches, querida mamá. Buenas noches, papá. Buenas noches, también a usted, don Antonio.

 

 

Del libro Relatos ante el espejo

de José Luis Labad


domingo, 23 de marzo de 2025

Julia de Castro: Después de Kim de Ángeles González Sinde

 


 

Dos personas que se conocen de largo, dos caminos que se separaron y ahora vuelven a encontrarse y a redescubrirse con otra mirada.

Dos padres que añoran a su hija, que comienzan a echarla de menos cuando ella ya no está. Dejadez, desgana, pereza. Pero hoy ya no son los mismos, y con sus miedos, sus angustias, su cansancio, y sus manías, ahora ya están preparados para reencontrarse con ella y reconciliarse con ellos mismos.

Cambiamos continuamente, cada día, cada minuto y cada segundo de nuestras vidas. Las personas que conocemos, con las que convivimos, las que nos quieren. Las circunstancias en las que crecemos, maduramos, envejecemos. Cada situación nueva en nuestra vida. Todo deja poso en nosotros y todo aporta su grano para que cada uno de los días de nuestra vida tenga algo distinto, aunque parezca igual.

Merece la pena tenerlo en cuenta y la lectura de este libro me lo ha recordado.

 

© Julia de Castro

Mi verano en libros

Agosto 2019

viernes, 21 de marzo de 2025

Blanca del Cerro: Señor Presidente

 





Monsieur le Président

Je vous fais une lettre

Que vous lirez peut-être

Si vous avez le temps.

 

Boris Vien – Le déserteur

 

 

 

        Señor Presidente:

        En esta carta se eleva la voz de un hombre. Uno más. No sé si leerá estas palabras, quizás no tenga tiempo para ello, pero, si cuenta con algún minuto libre, hágalo, porque las escribe un desertor.

        Acabo de recibir la llamada, la convocatoria, venía en un sobre blanco que me tembló en las manos: permiso para matar. Debo presentarme para ir a la guerra antes del miércoles por la tarde, es una obligación para… no sé, para algo que ustedes llaman deber y nosotros no comprendemos. No comprendemos porque quizás nada ni nadie merece una vida.

        Me voy, Señor Presidente. No puedo hacer esa guerra. No quiero.

        Desde que nací, he visto combatir y morir a mis hermanos; he visto a mi padre, con una tristeza marchita en los ojos, marcharse de casa para no volver jamás; he visto demasiadas almas cansadas de lucha inútil y de lágrimas secas. Y mi madre, desde su tumba, se burla ahora de sus bombas, de sus máquinas, de sus símbolos absurdos. He visto demasiado dolor amontonado para añadir un poco más a tanta miseria. Por eso, porque nadie tiene derecho a disponer de una vida, porque los ideales de su lucha son falsos, porque siento amor y no odio, porque me considero un hombre, me voy: me convierto en desertor.

        Usted, Señor Presidente, se sentará en su despacho, recibirá a sus amables visitas, cargadas de cumplidos y buenas maneras, estudiará problemas sin solución, comerá tranquilamente, dormirá un sueño profundo, inaugurará algún certamen. Usted, Señor Presidente, no irá a la guerra. Y sus acciones en las fábricas de armamento bélico subirán día a día. No puede delatarle una sonrisa, debe estar triste por nosotros, por ellos, los hombres que mueren a diario como héroes cumpliendo con su deber.

        Iré por los caminos del mundo, de un lado a otro de los países, andaré sin cesar, explicaré a todos la verdad, para que no vayan, para que comprendan, y cuando todos seamos desertores, ustedes bajarán la cabeza y se rendirán ante la evidencia.

        No es mi deseo disgustarle, pero tenía que decírselo. Lo siento, Señor Presidente, pero no voy a ir. Mi decisión es firme. Porque creo que la obligación de un hombre, el deber, esa palabra que ustedes confunden, es vivir por la vida, no por la muerte.

        No he venido al mundo a matar a mis hermanos, sino a luchar en otro tipo de batalla, con dolor pero sin sangre, con armas pero sin balas: es el dolor de la existencia cotidiana y las armas interiores que alguien, llámelo Dios o Naturaleza, puso en el fondo de todos los seres.

        Usted, Señor Presidente, tiene la conciencia tranquila. No es el causante directo de la guerra, no la ha provocado, tampoco ha podido impedirla: son cosas que pasan. Y va a rezar pues, evidentemente, usted es fiel cumplidor de sus deberes religiosos, por aquellos jóvenes soldados, con un gesto de amargura y pesadumbre. ¡Pobrecitos! Pero, cuando pueda, cuando tenga tiempo, piense con sinceridad si sus oraciones pueden pasar de ser meras palabras lanzadas al viento, meras palabras sin sentido. Piense, aunque le aterrorice su propio pensamiento.

        Por todos los motivos mencionados, por tantas otras razones que me es imposible explicar, ya que no existen palabras para la pena, el dolor, la tristeza, el odio, la impotencia que me atormentan, por eso, Señor Presidente, me convierto voluntariamente en desertor y huyo, no por cobardía, sino por amor. Amor al mundo y a la vida, amor a todos los seres que luchan sin causa. Creo que el amor es el único deber existente, la única verdad. Y no, no piense que soy cobarde, porque mi marcha, mi desaparición, mi huida tienen una razón más allá del miedo, más allá de cualquier interés humano, pero usted no podría comprenderlo.

        Me voy, Señor Presidente. No pido nada. No quiero compasión, ni rencor, ni siquiera un recuerdo en sus oraciones. No intente perseguirme porque, cuando esta carta llegue a sus manos, ya estaré muy lejos. Rómpala y olvide mis razones. Olvide a un hombre que no quiso, que rechazó, que se negó a ir a la guerra. Porque, a pesar de todos mis motivos, a pesar de todas mis razones, explicaciones y demás sinsentidos, usted y yo sabemos que solo soy un desertor.

        Dios le guarde, Señor Presidente.


© Blanca del Cerro





miércoles, 19 de marzo de 2025

Liliana Delucchi: Claroscuros

 


—Como no llegue una buena lluvia, perderemos la cosecha.

—Tuvimos un buen verano, señora, un poco seco, pero incluso de lo malo se puede sacar algo bueno.

Levanto la cabeza para mirar los ojos un poco estrábicos de Tomás quien, hasta en las situaciones más complicadas, encuentra algo positivo.

—Seguimos necesitando lluvia.

—Sí, señora, pero si llueve mucho se retrasarán en la reparación del tejado.

Me fastidia que su simpleza invariablemente tenga razón y lo dejo con la azada en medio del huerto. Hace calor, iré en busca de un poco de limonada. Nos la merecemos.

Dentro de la casa me recibe el frescor que proporcionan los largos techos y la sombra de los árboles; en la cocina revolotean moscas tardías y el zumbido de alguna abeja. Miro por la ventana y veo a Tomás inclinado sobre esa tierra negra que nos da tanta alegría como pesares.

Apareció por nuestra propiedad siendo casi un niño, con la gorra entre sus manos y su caminar un poco renqueante, pidió trabajo. De peón, de jardinero, de lo que quiera, señora. Soy diligente, hablo poco y no cobro mucho. Me conmovió su humildad y aunque en aquellos tiempos no precisaba sus servicios, lo contraté. Necesitamos un chico para todo, le dije a Guillermo, mi marido de entonces. Como de costumbre se opuso, pero la casa, el terreno y el dinero con que pagaría eran míos, así que no hubo más discusión.

Tomás cumplió con su palabra, desarrollaba su actividad en silencio y siempre aceptó su paga sin esperar un céntimo de más. Lo que quería era más trabajo. Una tarde me pidió dinero para comprar pintura y restaurar la caseta de herramientas, a lo que siguió las paredes exteriores o el papel de mi salita. Fue allí donde una tarde lo sorprendí revisando unos libros. Su mirada de cachorro me conmovió y le dije que podía coger el que quisiera siempre que los devolviera al mismo sitio. Así me enteré de que no sabía leer y decidí poner fin a esa carencia. Mi familia lo llamaba mi protegido, aunque dados los acontecimientos posteriores, quizás la cosa fuera al revés.

El cuidado de ese joven y la reflexión sobre sus conjeturas que por simples eran de lo más profundas, llenaba los días que se habían vaciado desde que mis hijos se instalaran en la ciudad y la distancia con mi cónyuge se ampliaba. También me aferré a la vida más allá de los muros del cottage, encontrando cierto alivio pasajero en esa forma de olvido que hace de la sociedad un verdadero anestésico para algunas formas de desgracia. La influencia de esa atareada vida indiferente puede ahuyentar a menudo cuestiones que se aferran al espíritu como la carne al hueso, y si bien no llegué a experimentar una liberación perfecta, al menos sentía la obligación de disimular mi ansiedad. Hasta que llegaba a casa y encontraba a un macho cabrío desahogando sus frustraciones contra lo primero que encontraba, que a veces era yo.

Una noche, después de una violenta discusión con Guillermo, una de esas en que el exceso de alcohol y mujeres que le proporcionaba la taberna del pueblo lo devolviera a mi lado en estado lamentable, mi marido salió de  nuestra habitación dando un portazo. Mi desolación, lágrimas y angustia me produjeron una sed intensa por lo que decidí bajar en busca de agua. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al abrir la puerta del dormitorio, encontré a Tomás tendido delante de ella, cubierto con una manta. A pesar de mis ruegos no quiso marcharse y permaneció allí, acostado como un perro guardián, cuidando de mí toda la noche. Esa y las siguientes, hasta que una madrugada escuché tantos golpes y ruidos detrás de la puerta que acudí en defensa de mi protector con un atizador de hierro que partió la cabeza de quien fuera mi esposo.

En medio de las tinieblas Tomás y yo nos dejamos los brazos y la espalda cavando un hoyo profundo en el huerto. A nadie sorprendió la desaparición de mi marido, ya que era conocida su relación con una joven que había partido de la ciudad unas semanas antes.

Cuando después de una primavera lluviosa los frutales y hortalizas convirtieron el pobre huerto en un vergel, Tomás dijo por primera vez aquello de «incluso de lo malo se puede sacar algo bueno».

© Liliana Delucchi