domingo, 15 de junio de 2025

Nuevo Akelarre Literario nº 117: Misión de Nuestra Señora de la Purísima Concepción


Las misiones de la Alta California estaban situados a unos 48 kilómetros de distancia unas de otras, aproximadamente un día de viaje a caballo o tres días a pie. La tradición dice que los frailes plantaron granos de mostaza a lo largo del camino para marcarlo con brillantes flores amarillas.

Este mes las cuatro escritoras hacen un homenaje a quienes dejaron su impronta en la Historia.


 Pinchad el link y disfrutad

https://www.nuevoakelarreliterario.com/la-mision/ 

sábado, 14 de junio de 2025

Paula de Vera: Perder a tu maestro (Shikamaru y Temari) - Parte 2

 



 

La noche había caído sobre la Aldea hacía rato, pero a Shikamaru no le urgía volver a casa. Llevaba horas sentado cerca del monumento a los caídos, girando el encendedor de Asuma entre los dedos mientras observaba el horizonte, sumido en sus pensamientos. Para cualquiera que no lo conociera, podría parecer el mismo vago de siempre, pero su mente era un hervidero que desmentía cualquier apariencia de calma.

Hacía dos días que había ejecutado a Hidan, pero su espíritu no terminaba de alcanzar la satisfacción que esperaba. En su lugar, seguía asentado en su pecho el mismo vacío incómodo desde que Asuma había expirado entre sus brazos. Como si la venganza no hubiese sido más que un espejismo. Una promesa de alivio y cierre que, al final, solo había dejado tras de sí un eco amargo de tristeza y soledad.

Despacio, como si el mero pensamiento hubiese invocado al fantasma de su difunto maestro, Shikamaru sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo. Se lo había quedado después de la muerte de Asuma, casi como un recuerdo al que aferrarse. Pero ahora sentía que debía ir un paso más allá. Vacilante, extrajo uno y lo observó girar entre sus dedos.

Siempre había odiado el tabaco: el olor, la aspereza en la garganta y la forma en que el humo le llenaba los ojos de lágrimas. Sin embargo, en ese instante, aquella cajetilla tenía un atractivo especial. Como un susurro lejano, una presencia reconfortante que le hacía sentirse menos solo.

Sin pensarlo demasiado, se llevó el cigarrillo a los labios y encendió el mechero con un chasquido, imitando el gesto que había visto tantas veces en su maestro. Esta vez, la llama surgió a la primera entre la rejilla de metal y Shikamaru supo que no había vuelta atrás.

La primera calada le abrasó la garganta y lo hizo toser, haciendo que sus ojos se llenaran de una mezcla de irritación y tristeza residual. Definitivamente, el humo del tabaco siempre le hacía llorar. Pero ni la tos, ni las lágrimas ni el fuerte aroma le parecieron tan amargos como la bilis que subía por su estómago cada vez que los recuerdos volvían sin piedad.

«Esto es mejor que nada», se dijo, sintiendo una extraña paz al sostener el cigarrillo entre los dedos.

Exhaló el humo lentamente, dejando que su cuerpo se relajara un poco. Como si, de algún modo irracional, la presencia de Asuma estuviera allí a su lado, con una mano firme sobre su hombro.

—Ese vicio es nuevo.

Shikamaru se enderezó de inmediato al escuchar aquella voz femenina e inesperada, alerta. Giró la cabeza y vio a Temari a unos metros de distancia, con los brazos cruzados.

La última vez que se habían visto fue semanas atrás, durante los exámenes chūnin, aunque a él le parecía una eternidad. Verla ahora solo consiguió que su maltrecho corazón latiera más rápido sin razón aparente y no supo si aquello era más doloroso o si, de alguna forma, le proporcionaba un tenue alivio. Eso y la súbita conciencia de que, si ella estaba allí, él debería haberlo sabido y estar preparado para recibirla, cosa que no había hecho. Si la Quinta Hokage se enteraba, su cabeza rodaría por el suelo. Pero, por alguna razón, en ese instante aquello le importaba bien poco.

Sin poder evitarlo, la miró fijamente. Durante la preparación de los exámenes, su relación se había vuelto poco a poco más cercana. Entre piques, provocaciones y discusiones sobre la conducción de las pruebas, tanto a solas como junto a la junta evaluadora, Shikamaru había empezado a notar lo cómodo que se sentía con su presencia. Años atrás, habría puesto los ojos en blanco por tener que lidiar con una mujer desconocida durante tanto tiempo. Ahora, sin embargo, no podía dejar de valorar su profesionalidad, su determinación y, al mismo tiempo, su paciencia para escuchar y evaluar cada argumento. Era una mujer con carácter, sin duda. Pero, por primera vez en su vida, eso no le parecía un fastidio monumental.

Aun así, en ese momento y después de todo lo ocurrido, lo último que quería era enzarzarse en otro tira y afloja con ella. Incluso cuando sus discusiones habían dejado de ser realmente agresivas hacía más tiempo del que admitiría jamás, en ese instante no tenía fuerzas. Solo quería estar solo con sus pensamientos y su dolor.

Y, sin embargo, tampoco fue capaz de ignorarla ni de pedirle que se fuera. Por más que su alma estuviera sumida en la oscuridad desde aquel día, una parte de él se alegraba de verla.

—¿Qué haces aquí? —preguntó al final, eligiendo responder a su pulla desviando la conversación, en lugar de justificarse.

Su tono fue más seco de lo que pretendía y Temari lo notó. Apenas un ligero gesto en su expresión delató su molestia antes de que respondiera con ironía:

—Guau. Menudo recibimiento.

Él resopló sin moverse. El humo salió de golpe por su nariz, casi sin darse cuenta, pero tampoco apartó la vista de esos ojos verdes. Dos pozos profundos que, ahora y siempre, parecían analizarlo con una intensidad que le resultaba incómoda y a la vez relajante. Más aún en ese instante, cuando lo único que quería era cerrar su alma y su corazón para no sentir nada.

—Ya... No esperaba visitas aquí arriba, la verdad —murmuró con voz monocorde.

Temari enarcó una ceja.

—Ya veo.

Shikamaru se obligó a no chasquear la lengua, irritado y sin saber por qué. En otras circunstancias, no le habría importado tanto o incluso habría admitido que ella tenía razón, pero ahora no tenía paciencia para escuchar sermones. No quería que su presencia le recordara que la rutina continuaba. Que había que proteger el mundo ninja. La Hoja. Que la diplomacia era la única forma de hacer frente a la amenaza de guerra que pesaba sobre todos ellos. Que, le gustara o no, pronto habría una cumbre de Kages que requeriría un retorno al trabajo político para ambos.

—En realidad, respondiendo a tu pregunta, llegué esta tarde —dijo ella con naturalidad—. Había revuelo en la aldea y Naruto, Ino y Sakura me pusieron al día.

Shikamaru entrecerró los ojos. Su lado más herido y reactivo le susurraba, de forma terriblemente tentadora, que le dejara claro lo poco que le importaba todo aquello. Pero la parte de él que sabía que Temari no tenía la culpa lo obligó a morderse la lengua.

Aun así, no pudo evitar resoplar con hastío y que cierta amargura se filtrara por sus labios junto con el humo de la última calada.

—Genial. ¿Y has venido a darme un sermón sobre lo sensible que puedo llegar a ser?

Sabía que era un dardo directo. Un rencor que arrastraba desde hacía casi tres años, desde que ella se lo había echado en cara. No es que el tema hubiera vuelto a surgir desde entonces, más que en momentos esporádicos, y, de hecho, si Temari seguía llamándolo «llorón», hacía tiempo que Shikamaru lo toleraba con resignación... o hasta con cierta diversión, dependiendo del día.

Pero no esa noche.

No podía.

En cualquier caso, Temari pareció encajar el golpe. Su ceño se frunció y su expresión se tornó más agresiva mientras se cruzaba de brazos y escupía:

—No, venía a darte el pésame por tu maestro, idiota. Pero si me vas a tratar así, la próxima vez no me molesto.

Tras aquel exabrupto, la joven se giró bruscamente para irse, pero Shikamaru ya se había arrepentido de sus palabras antes siquiera de que ella le diera la espalda por completo.

—Temari.

No alzó la voz, pero ella lo oyó. Frenó en seco, aunque apenas giró la cabeza en su dirección. Shikamaru suspiró, se frotó la sien con la mano libre y dudó durante un par de segundos sobre qué hacer. Al final, se rindió a lo que su corazón herido le pedía y apagó el cigarrillo contra la piedra más cercana.

—Lo siento. No debería haberte hablado así —se disculpó—. ¿De acuerdo?

Temari se volvió por completo, aún con el ceño fruncido y los brazos cruzados.

—Depende. ¿Vas a seguir ladrándome o podemos hablar como personas normales?

Él exhaló despacio el último resquicio de humo de sus pulmones.

—No, no voy a volver a decir nada —reculó, dando vueltas todavía al encendedor en una mano, antes de esbozar una media sonrisa más amable—. Aunque... gracias por las condolencias. Se agradecen.

Ella lo observó detenidamente durante varios segundos que parecieron eones. Shikamaru esperó su respuesta con el alma en vilo. Si Temari lo mandaba a paseo en ese instante, sabía que se lo había ganado.

Finalmente, por suerte, la joven respiró hondo, sacudió la cabeza y se acercó un par de pasos antes de sentarse a una distancia prudencial.

—He oído que castigaste bien a ese bastardo —comentó entonces.

No dijo su nombre, pero no hacía falta. Ambos sabían de quién hablaba.

—Que lo planeaste, incluso. Y salió bien.

—Solo hice lo que se merecía, ni más ni menos. No podía quedarme de brazos cruzados.

Temari pareció suspirar al asentir, con aire pensativo, pero su tono era sereno como de costumbre cuando repuso sin mirarlo:

—Hiciste bien. Quizá es cierto que la venganza no es lo mejor en estos casos, pero era lo que había que hacer.

No había reproche ni acritud real en sus palabras, pero Shikamaru notó cómo se le revolvían las entrañas al escucharla. En el fondo le escocía oír lo mismo de boca de Temari y de Tsunade.

«La venganza no es propia de ti», había dicho la Quinta.

Y era cierto. Antes.

Ahora, quería luchar por lo que le importaba, sin importar el precio.

—No puedes entenderlo —le replicó, hosco.

Para su sorpresa y mayor irritación, Temari soltó una risa seca y despectiva.

—Y un cuerno. Te recuerdo que esos bastardos también secuestraron a mi hermano —replicó en el mismo tono, antes de añadir con gesto tenso—: Los habría asesinado yo misma si hubiera podido. Así que solo te has adelantado, llorón. No te lo tengas tan creído.

Shikamaru bajó la mirada, con una punzada involuntaria de culpa que le recorrió el cuerpo.

—Mierda. Tienes razón —admitió, sacudiendo la cabeza, sin ánimo de discutir.

Por alguna razón, las palabras bruscas de Temari eran ese bofetón de realidad que necesitaba, aunque no sabía cómo. Abatido, resopló y miró al horizonte.

—Casi había olvidado lo ocurrido. Perdona —se excusó, más suave.

Ella lo miró, pero no respondió. Sin esfuerzo, Shikamaru entendió que no hacía falta. Era extraño como aquella hosca joven rubia y él podían entenderse tan fácilmente sin necesidad de palabras. Temari enseguida desvió la mirada, también hacia la aldea. Durante varios minutos, ambos se limitaron a observar la villa durmiente en la distancia, perdidos en sus respectivos pensamientos. No obstante, el silencio era cómodo y casi cómplice. Los dos, aun viniendo de aldeas distintas, estaban metidos junto a todos sus seres queridos en lo que parecía ser el principio de un conflicto ninja mucho mayor.

De repente, Shikamaru se dio cuenta de que las diferencias culturales entre Temari y él pesaban menos que nunca. Quizá por eso, tras apenas un minuto de cómodo silencio, susurró:

—No es lo mismo sin él.

Temari se giró apenas en su dirección, lo que demostraba que lo había escuchado a pesar del tono bajo, y asintió con calma.

—Nunca lo será, pero seguirás adelante —afirmó, sin mostrar condescendencia.

Sus ojos verdes reflejaban una seriedad y, al mismo tiempo, una serenidad que Shikamaru no podía dejar de mirar sin razón aparente.

—No porque quieras tú, sino porque él querría que lo hicieras.

Él parpadeó y se obligó a apartar la vista, confundido más por la situación que por sus palabras.

—Supongo que tienes razón —concedió, reflexivo, aunque el dolor de pensar en Asuma volvió con fuerza—, pero nunca me había sentido así.

—Te entiendo. Pero créeme, lo superarás. Y probablemente también lo superarás —declaró Temari, sin tapujos.

Shikamaru se removió con incomodidad en el sitio.

—Eso es difícil —la rebatió, sincero y humilde al mismo tiempo.

«Superar a Asuma. Qué más quisiera», pensó, abatido y halagado al mismo tiempo, sin razón aparente.

Temari, por su parte, inclinó la cabeza: escrutándolo con una mirada que le provocó una punzada de vergüenza en el pecho.

—Sé que siempre te lo digo, pero tienes talento de sobra para ser uno de los mejores ninjas de la Hoja —dijo entonces, sin asomo de emoción en su voz, más allá de la serenidad de quien simplemente constata un hecho—. Seguro que tu maestro también lo sabía.

Shikamaru agachó apenas la barbilla y meneó la cabeza, sintiendo las mejillas arder de forma menos incómoda de lo esperado.

—Bah. Me estás haciendo la pelota —reiteró, mirando sus dedos entrelazados entre sus rodillas.

En la periferia de su campo de visión, ella negó de golpe y casi con una risita seca.

—Ni de coña. No voy a darte coba como si fueras un niño necesitado de atención —declaró, categórica.

Tras escucharla, Shikamaru soltó una risita entre dientes, casi un bufido. Después, desvió la vista hacia la Hoja.

—Supongo que es lo único que me queda, ¿no? —resopló, con una rendición exenta de tristeza.

A su lado, Temari asintió, esbozando apenas una sonrisa. Solo ese simple gesto pareció caldear extrañamente el ambiente en lo alto de la colina. Sin embargo, duró lo que un suspiro antes de que ella se levantara, se sacudiera la falda del kimono y lo encarara con calma.

Shikamaru notó en su mirada algo extraño, un matiz que no supo interpretar: ¿comprensión? ¿Amistad? ¿Camaradería?

Para bien o para mal, aquel destello duró apenas un instante antes de que ella hablara con su tono habitual y autoritario, aunque más suave de lo normal:

—No le des muchas vueltas, ¿de acuerdo? Es lo mejor.

Él la observó, extrañado, pero, de algún modo, reconfortado, sin entender del todo por qué. Sin pensarlo demasiado, asintió despacio.

—Gracias, Temari.

Ella asintió levemente con la cabeza antes de recolocar el abanico a la espalda y girarse con naturalidad.

—Mañana espero verte a la hora del desayuno, o te reportaré ante la Hokage. ¿Entendido?

Shikamaru parpadeó, sorprendido por la amenaza, teniendo en cuenta el momento que acababan de compartir. Sin embargo, al mismo tiempo, una risa suave escapó de sus labios, inesperada y liberadora. Había algo absurdamente reconfortante en pensar en una rutina tan simple.

—Allí estaré.

Temari asintió satisfecha.

—Bien.

Él la imitó con un leve gesto de cabeza, pero no dijo nada más. Se limitó a observarla mientras se alejaba, su mente, como siempre, enredada en una maraña de pensamientos. Aunque, por primera vez en días, uno de ellos no le pesaba tanto y esa ligereza era extraña. Algo incomprensible. Sin embargo, aún pasarían años antes de que el gran estratega Shikamaru Nara descubriera el porqué.

Por ahora, una guerra llamaba a las puertas de la Hoja. Y era hora de salir a luchar.

 

Historia inspirada en Shikamaru Nara y Temari, personajes del manga/anime “Naruto/Naruto Shippuden”

Imagen: “Stargazing”, de Paula de Vera

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viernes, 13 de junio de 2025

Malena Teigeiro: El camionero

 


El enfado de Carmen era total cuando se dirigió a abrir la puerta. Incluso consigo misma. Estaba harta de limpiar, hacer la comida, llevar los niños al colegio para, luego, como casi siempre, a la carrera, llegar a la oficina tarde. Y después de trabajar durante todo el día, rápido, rápido, volver al colegio a recoger a sus hijos. Luego, tenía que ayudarles con los deberes y preparar la cena mientras sus risueños y adorables peques llenaban el suelo del cuarto de baño de agua, espuma de jabón, y juguetes.

Así de lunes a viernes.

El sábado era diferente. El trote con los niños comenzaba un poco más tarde, pero como no iban al colegio tenía que bajarlos al parque, jugar con ellos, para a eso de la una y media, volver a casa. Después de darles de comer, rodeada por sus hijos se echaba una siesta mientras dormitaba una película. Una de esas que no comprendía cómo sus criaturas podían dormir tranquilas después de verla.

Y también estaba Paco. Él siempre fue un buen marido, un buen hombre. Era camionero. Transportaba frutas y verduras desde la huerta murciana para repartirlas por los distintos países de Europa. Y cuando después de dos semanas arrastrando un trailer de más de doce metros, llegaba a casa, pues claro, no estaba para mucha ayuda. Ella, desde luego, ni tan siquiera se la pedía.

Así iban pasando las semanas, los meses, y normalmente Carmen era feliz. Hasta que llegó una tarde en que el Presidente anunció que había que encerrarse en las casas. Dijo que era para evitar el contagio de un bicho que corría por el país, matando a unos y otros sin distinción. Como todos, Carmen lo aceptó con miedo y una pizca de alegría. Se organizó un despacho en la mesa de la cocina. Colocó tres mesas más, una de ellas hecha con la caja de cartón de la lavadora que acababa de comprar, ¡Menos mal!, se dijo, y se dispuso a pasar aquellas semanas de la mejor manera posible. A Paco aquella orden lo pilló camino de Polonia, con lo que estaría al menos diez días sola. Si sus padres vivieran en Madrid, la podrían ayudar, pero no. Vivían solos en Águilas. Aunque eso en las circunstancias por las que estaban pasando la tranquilizaba. Eran personas conocidas, y seguro que alguien les echaba una mano.

Después de dos meses de encierro, Carmen se levantó con un enfado total. Llevaba tres días sin saber nada de Paco. Porque este, aunque todo el país estuviera encerrado en casa, continuaba llevando su camión de un lado para otro, lo que la preocupada. ¿Habría cogido el bicho? ¿Estaría internado en un hospital de vaya usted a saber qué país? Señor, Señor, que me llame cuanto antes y vuelva bien, rezaba. Y para colmo, aquello de trabajar en casa resultaba una locura. Y no era porque a eso de las ocho de la tarde los niños salieran a aplaudir al balcón con riesgo de caerse a la calle. No. Ni porque mientras ella intentaba trabajar en su ordenador, sus tres hijos corrieran por los pasillos sin atender a sus clases on line. Tampoco. Ni porque la hubiera llamado la directora de la escuela para decirle que no comprendía que no estuviera atenta, que era la educación de sus hijos lo que estaba dejando a un lado. Simplemente, porque ya no tenía ni siquiera el momento de explayarse en la oficina con Encarnita. Tenía su gracia Encarnita. Rio. Le contaba unas cosas que la hacían poner colorada, y eso que ella no era ninguna mojigata, pero es que el marido de Encarnita debía de ser algo así como un toro.

Y ahora llamaban al telefonillo. ¿Pero quien podría ser si nadie andaba por la calle? Cerró el ordenador. Rodeada de sus tres criaturas, que como ella estaban ansiosas por escuchar una voz diferente, contestó al telefonillo.

—Doña Carmen González —le llegó una apresurada y cantarina voz.

—Sí. Soy yo.

—De Amazon. Un paquete para usted.

Pulsó la apertura del portal pensando en lo raro que era. Ella no recordaba tener ningún pedido pendiente. Pero claro, como lo único que podía hacer después de acostar a los niños era ver la televisión o comprar on line, no le cabía duda de que anoche, o quizá la noche anterior cuando miraba los suéteres tan baratos de unos grandes almacenes, hubiera adquirido uno.

Después de que se hubo marchado el joven que le subió el paquete, con la mascarilla puesta y unos guantes de los de la gasolinera, lo roció con agua con lejía, y empujándolo con el pie, lo dejó a un lado del recibidor.

Pasadas las dos horas y media que decían había que tener de seguridad, con otros guantes y otra mascarilla, y los niños, cualquier motivo era válido para dejar las clases, mirando desde la habitación de al lado, abrió la caja. Con esmero, y casi sin tocar los cartones de la sonriente boquita, los guardó en una bolsa de basura que dejó bien atada en el descansillo. No fuera a ser que quedara vivo algún bicho.

Por fin, con reparo, abrió el paquete. Era un ramo de rosas. Leyó la tarjeta y abrazada a las flores lloró. Ni en Reyes había recibido nunca un regalo como aquel. Paco, desde donde estuviera, se acordaba de ella y del día que se conocieron.

© Malena Teigeiro

miércoles, 11 de junio de 2025

Bartolomé Esteban Murillo: Sagrada Familia del pajarito

 



Es un ejemplo admirable de la sensibilidad del autor para representar lo religioso a través de lo cotidiano.

Este cuadro de estilo barroco enaltece el amor familiar y las labores del hogar. San José se convierte en protagonista principal por el auge que experimenta su culto desde finales del siglo XVI. 

Cuida al niño mientras este juega con un perro y un pajarillo. La Virgen, en cambio, devana lana en un segundo plano. La iluminación tenebrista y la pincelada aprieta indican su temprana ejecución.

La primera noticia que se tiene de Bartolomé Esteban Murillo la proporciona su partida de bautismo que está fechada el día 1 de enero de 1618, según consta en el archivo de la antigua parroquia de la Magdalena de Sevilla. Fue el último de catorce hermanos.

Adquirido en 1744 por Isabel de Farnesio lo podemos contemplar en el Museo del Prado de Madrid.


Merece la pena.

Id a verlo

lunes, 9 de junio de 2025

La cocina a mi alcance: Fideuá de carne o pollo o pescado y verduras

 




Los fideos son un tipo de pasta con forma alargada. Se preparan en muchas gastronomías del mundo, pero principalmente en Asia Oriental y en el Mediterráneo. Antiguamente, en España los fideos eran conocidos como «aletrías», término que hoy ya ha desaparecido en toda la península, excepto en la Región de Murcia.

En 2005, unos arqueólogos encontraron unos fideos de mijo en el sitio arqueológico de Lajia, en Qinghai, que tenían una edad de aproximadamente cuatro mil años, lo que los convierte en los fideos más antiguos encontrados hasta la fecha en todo el mundo.

La fideuá es una paella, pero con fideos. Son primas hermanas. Se originó en la región de Valencia y se prepara con gran variedad de ingredientes… Según mi amiga Amparo, una gandiense de pura cepa, la versión más conocida de su origen surgió a raíz de que Gabriel Rodríguez Pastor, cocinero de una embarcación pesquera del puerto de Gandía, cambiase su receta del arroz a banda y, en vez de hacerla con arroz, añadiese fideos a su caldo de pescado. Otra versión atribuye el origen a Emilio López Bonías, también en Gandía en los años cincuenta del siglo pasado. El invento culinario gustó y se expandió, popularizándose así la fideuá.

 



Ingredientes

 

La puedes hacer con lo que tengas: 

. pechugas de pollo troceadas o 

. trozos de carne o 

. rape, sepia, gambas, chirlas, mejillones… 

300 gramos de fideos

200 gramos de judías verdes troceadas

1 zanahoria

1 puerro

1 pimiento verde

1 pimiento rojo

¼ kilo de champiñones

3 cucharadas de tomate frito

3 dientes de ajo

1 cebolla

1 copita de vino blanco

Caldo de pollo, carne, pescado o verduras. Siempre el doble. Si ponemos 300 gramos de fideos pues 600 mililitros de caldo.

Aceite, sal, romero…


Preparación


Freír los trozos de pollo, carne o los pescados hasta darle ese color dorado. Reservar. Saltear los fideos un par de minutos. Reservar. Freír la cebolla, los ajos y los pimientos unos tres minutos. Agregar las judías verdes, la zanahoria, el puerro. Todo troceado. Lo último los champiñones y seguimos rehogando.

Una vez bien pochadas las verduras incorporamos a la paellera el pollo, la carne o el pescado, los fideos y el caldo bien caliente. Sube el fuego y cuando empiece a hervir lo bajas al mínimo y se deja cocinar unos diez minutos. No remover. Ya está en cuanto los fideos se curven hacia arriba.  Así la hacen en su familia.

 

¿Qué os sepa a Gloria?

sábado, 7 de junio de 2025

Amantes de mis cuentos: La loba

 





Ilustración de Carl Offterdinger

 (1829-1889)





Tras su divorció, emigró con sus siete hijos a la capital en busca de libertad, bienestar y sobre todo poner tierra por medio entre el agresivo de su marido y ellos. La ristra de hijos comprendía desde los nueve años del mayor hasta los seis meses del pequeño, cabían debajo de una canasta. Todas las mañanas salía a trabajar como asistenta. De lunes a viernes, los de edad escolar a clases y los otros una vecina se los cuidaba. Los sábados los mayores cuidaban de los pequeños durante la mañana. Cada vez que su madre salía les recomendaba no abrirle a nadie la puerta de la calle. Lo tenían prohibido. No se cansaba de repetirlo. Regresaba a las tres de la tarde, organizaba la casa y los llevaba a jugar al parque después de hacer la única comida fuerte del día.

Desde un banco del parque una mujer les observaba. Pensaba que la vida era injusta, que Dios le daba barba al que no tenía quijada porque aquella mujer sin medios económicos tenía siete hijos, en cambio, ella que lo tenía todo era estéril.

Los miraba de reojo, de frente, intentaba oír la charla infantil e ideaba la forma de ganarse la confianza de la madre y de los niños. Y así fue. Llegó a ser la señora de las chuches.

Un sábado por la mañana tocó a la puerta de la casa de los niños y dijo que les traía bocadillos. Tenían prohibido abrir la puerta, contestó el mayor.

—Pero si soy yo, vuestra amiga.

—No, no podemos abrir, cantaron a coro.

—Lástima, tendré que tirar los bocadillos.

—¿Por qué no nos lo llevas al parque?

—Es que esta tarde no voy a poder ir.

Mientras tanto el mayor iba trayendo libros al pie de la puerta para subirse en ellos y mirar por la mirilla. Comprobó que era la señora de las chuches:

—Le voy abrir, pero solo un momentico.

Dicho y hecho. Nada más abrir la puerta se arrepintió. La señora traía una cuerda y fue amarrando uno a uno menos al mayor que había salido corriendo a esconderse y al pequeño que lo llevaba en brazos. Ella no perdió tiempo en buscarle. Se marchó con los otros seis.

 

Al llegar la madre se sorprendió al ver la puerta de par en par. Histérica comenzó a llamar por sus nombres a sus hijos. Nadie contestaba. Fue de habitación en habitación. Al llegar a la cocina…

—¡Mamá!

—¿Dónde estás?

—Aquí.

Y siguiendo la voz le encontró casi morado metido en el frigorífico. Llamó a la policía mientras lo llevaba al Hospital. La policía ya estaba al tanto. La vecina que cuidaba por las mañanas a los pequeños lo había visto y oído todo y estaba a cargo de los seis pequeños. Tras las rejas, una mujer, gritaba que eran sus hijos.   

 

© Marieta Alonso Más