viernes, 3 de mayo de 2024

Amantes de mis cuentos: Un guajiro de pura cepa

 



Allá a lo lejos las aguas diáfanas de aquel río se precipitaban. Pero a Bartolo le gustaba darse su baño a diario en el curso bajo donde el caudal era mayor y menor la velocidad de la corriente.

Allí se cepillaba el churre, se ponía panza arriba, panza abajo, se quitaba la pereza, nadaba y disfrutaba del descanso tras la dura faena.

A punto de terminar su baño vio salir de entre unos matorrales a una de sus becerras, la Pinta, en busca de agua fresca. Cuando la novilla se dio cuenta de su presencia, se detuvo bruscamente y alzó la testuz sorprendida.

Bartolo le habló con dulzura:

−No tengas miedo, muchacha.

Y como era de ley no molestar el ganado mientras abrevaba, se mantuvo quieto. Terminó la ternera de beber, lo miró y con toda su calma se fue alejando.

Bartolo esperó que estuviera a una distancia prudencial para salir del agua, no le pareció decente que le viera en cueros.

 

© Marieta Alonso Más

 

 

jueves, 2 de mayo de 2024

Amantes de mis cuentos: Todo menos mentir

 



Mi padre no era amigo de halagos. Tenía una voz muy bonita y cantaba muy bien. Yo, su querida hija, pretendía emularle, pero siempre me dijo que de voz andaba escasa, que lo mío era afición. Se me quedaba mirando y declaraba que mis ojos azules eran mi mejor atributo. En realidad, era lo único bonito de mi cara.

Cuando le presenté a mi primer novio me recomendó mucho cuidado con los hombres que actuara con inteligencia, que intentara elegir lo mejor. Le dije que ya todas mis amigas se habían casado y que era el primer chico que me decía cosas bonitas.

—Por eso mismo, te estoy aconsejando: Al hambriento hasta las sobras le parecen apetitosas.

Le llamé egoísta, bruto, sin corazón. Estuve quince días sin hablarle. Al final le hice caso. Sabía que mi padre podía ser muy borde pero nadie me quería como él.

Al poco tiempo conocí a un hombre con el que se podía hablar de cualquier tema por lo culto que era. Nos veíamos en el parque. Pero un día, enfermé y estuve dos meses sin poder salir de casa. No volví a saber de él. Cuando el médico me dio el alta fui al parque y no lo hallé. Lástima. Era tan agradable. Regresaba cabizbaja cuando me atajó a medio camino y pasito a pasito llegamos a la puerta de mi casa. Le presenté a mi padre que lo invitó a cenar para celebrar mi recuperación y a los pocos meses nos casamos.

Un día pregunté a mi querido progenitor por qué no había puesto pegas a este pretendiente. Es un buen hombre, contestó. El primer día que vino a preguntar por ti le dije que lo tuyo era muy contagioso y se ofreció para cuidarte no fuera yo a contagiarme. Le dije que te quedarías muda, mejor así no discutiremos nunca. Le hablé de tu mal carácter, que no había quien te aguantara y me dijo que si a pesar de tus defectos yo no te había dejado sola él también podría contigo, era fuerte y aguantaría tus chaparrones con la misma entereza que yo. Desde entonces somos buenos amigos.     

© Marieta Alonso Más

miércoles, 1 de mayo de 2024

Amantes de mis cuentos: ¿Quién es tu hermano?

 


 

El mendigo de nuestro barrio lee a Kant en alemán. Desde hace seis meses se sienta cada día en la acera, en la misma esquina en la que está nuestro pequeño local en el que se puede encontrar de todo: frutas, latas, productos latinos...

Al final del día, cuando el crepúsculo se hace notar, mi marido y yo le damos algún plátano muy maduro con un vaso de leche. No podemos hacer grandes despilfarros, pero el que da lo que tiene… Entonces, ese hombre, tan educado que no habla español, que aparenta unos setenta años inclina su cabeza, pone la mano en el corazón y dice: «Gracias», con un acento atroz que cuesta entender.

Un día le pedimos que ayudara a descargar la camioneta, y a pesar de la barrera del idioma, nos entendió. A la semana barría desde la puerta de la tienda hasta la calzada, tan minucioso que sacaba las colillas de las grietas; luego comenzó a colocarnos la mercancía en forma de figuras geométricas, como si fuera un supermercado de alta alcurnia.

Decidimos llevar una tartera también para él, a ver si perdía la palidez… Y comía con nosotros arroz, frijoles, carne ripiada; también le dimos ropa limpia de mi marido, eran más o menos de la misma talla. Se hicieron buenos amigos, tanto que una mañana, antes de abrir el local, se cortaron el pelo uno al otro con una tijera algo oxidada. Hablaban por señas hasta que, poco a poco, al principio, y luego a una velocidad abrumadora, fue aprendiendo nuestro idioma.

La mirada de desolación se fue borrando de sus ojos. No pasó mucho tiempo para que le llamásemos Gabriel, lo más parecido al nombre que pronunciaba. Y llegaron las confidencias.

Resultó ser tenor allá en Ljubljana, ese nombre tan difícil de escribir que significa algo tan bonito como «Amada», la ciudad más poblada de Eslovenia. A través de sus recuerdos paseamos por la Plaza Presernov, fuimos a la ciudad vieja a través del Puente Triple llamado Tromostovje. Tromo ¿qué? Y nos lo tuvo que escribir en un papel algo grasiento. Subimos al Castillo, que tiene forma pentagonal, desde cuyos bastiones se contempla una bonita panorámica de la ciudad y de Los Alpes. Rezamos en la Catedral de San Nicolás donde en sus muros laterales hay lápidas funerarias romanas, medievales y barrocas, así como una Piedad. Y cuando nos iba a hablar del edificio de la Filarmónica y del Teatro Nacional de Ópera y Ballet, se echó a llorar.

 

© Marieta Alonso Más

 

 

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lunes, 29 de abril de 2024

Cristina Vázquez: La letra jota

 


El ruido de la máquina de coser de su madre, a Manuela le daba dolor de cabeza. Muchas noches seguía oyéndola desde su cuarto, pues esa mujer no parecía tener horas para acabar su trabajo.

—No te quejes, Manuelita —replicaba con cara cansada.

Miraba a la hija con unos ojos que parecían refugiarse detrás de unos lentes cada vez más gruesos, dándole un mirar desvaído, como de agua sucia. No soportaba la actitud de resistencia de la madre, agarrada a piezas de tela que cortaba en la mesa de la cocina. Nunca pudo llegar a tener su propio taller, pero habilidad y ganas no le faltaban para que su niña fuera la mejor vestida.

Estas afirmaciones de entrega y voluntad descorazonaban a Manuela. No podía olvidar el día de la fiesta de graduación. Había conseguido, gracias a una beca, educarse en un colegio privado al que acudía lo más distinguido de la ciudad. A su madre le gustaba repetir a familiares y escasos amigos, que esa hija era su orgullo. Pero Manuela no podía trasmitirle lo que era sentirse un ridículo patito feo en medio del esplendor intelectual y económico de sus compañeras.

Era imposible que comprendiera la mirada displicente al traje que ella había copiado con esmero de una revista de moda. Manuela cogía esas publicaciones y dibujaba, con apremiante gesto, todo lo que modificaría sobre los vestidos elegidos por la madre. Esta le recriminaba que las estropeara, con lo caras que eran esas revistas. Ella subía los hombros y despectiva aseguraba que eran cursiladas.

Tampoco podía imaginar su madre lo que significó el tener que mentir cuando hablaban del veraneo o de los viajes de esquí. Ella se iba con su abuela al pueblo, muy fresquito para que no pasara calor, intentaba convencerla cuando subía al autocar de línea. Nunca olvidaría la mirada de desasosiego que observaba en sus alejados ojos por las dioptrías, al despedirla. Su abuela era una buena mujer llamada Jacinta. La única vez que dijo cuál era su nombre, la carcajada fue tan general que afirmó era broma, se llamaba Elena. ¿De verdad se lo habían creído? Y Jacinta fue la que comprendió el sufrimiento de esa niña a la que habían sacado de su charco para embarcarla en unas aguas que no por más bonitas resultaran más claras.

—Mi niña querida. No te apures, ya encontrarás tu lugar.

Le dijo una noche en la que una luna redonda bailoteaba en el cielo. Sentadas en dos mecedoras miraban la noche, pues la anciana conocía muchos nombres de estrellas y constelaciones. Las vidas son como las estrellas, unas veces se ven luminosas, otras no se ven y si se miran en el otro hemisferio aparecerán algunas diferentes.

—Así que busca bien tu estrella para que te lleve donde desees —se volvió hacia su nieta.

Ella tenía la fuerza y la inteligencia para llevar a cabo lo que deseara, aunque aún no lo supiera, continuó cogiéndole las manos. Ese colegio que ahora le hacía sufrir le daba los medios para poder lograrlo.

—Ya lo verás —remató—. Seguro que te acordarás de esta noche algún día. Solo te falta tiempo para saberlo.

Manuela terminó el colegio con un suspiro liberador, el orgullo de haber conseguido magníficas notas y la esperanza de encontrar su sitio, como le predijo su abuela. Al cabo de los años y después de haber creado una industria textil, basada en sus diseños, volvió al pueblo a comprar la casa familiar que estaba abandonada. Sí, este era su sitio. Después de volar muy alto y muy lejos, quería volver al lugar donde recordaba una maravillosa noche de luna poblada de estrellas que se cuajaron en una brillante realidad. Y el ruido de la máquina de su madre no lo olvidó nunca, pero no como algo insoportable, sino como el sonido apaciguador de la tenacidad.

A la empresa que montó le puso el nombre de su abuela. Sonreía al notar la dificultad que algunos extranjeros tenían al pronunciar la Jota.

© Cristina Vázquez

sábado, 27 de abril de 2024

Julia de Castro: 13 de Steve Cavanagh

 



 


El asesino no está en el banquillo de los acusados.

Está entre el jurado.

 





Las novelas policíacas o de suspense no son de mi género favorito, lo reconozco, lo que no quiere decir que no disfrute de vez en cuando, de su lectura y eso precisamente, ha ocurrido con la que hoy os presento.

Pongámonos en situación, un juicio con su acusado y numerosas pruebas que le incriminan más allá de la duda razonable, como dicen en las películas. Pero no es oro todo lo que reluce y en esta historia, como se desprende de su título, no es precisamente el asesino el que está sentado esperando sentencia. Durante el proceso judicial y trabajando a contrarreloj, un grupo de investigadores con el abogado defensor al frente, están convencidos de que hay mucho más detrás de esas pruebas que parecen apuntar directamente al acusado y hacen lo posible y lo imposible por desenmascarar al verdadero culpable.

Esta historia es mucho más que el relato de un juicio por asesinato. Es la lucha entre el verdadero asesino Joshua Kane, tan despiadado como inteligente para el que todo es válido con el fin de conseguir sus objetivos y el abogado defensor, Eddy Flynn, comprometido con la justicia hasta las últimas consecuencias.

Una grata sorpresa esta trama trepidante y angustiosa por momento. Si os animáis a leer esta novela ya me contaréis que os ha parecido.

 

Julia de Castro

Mi verano en libros

Septiembre 2020