Sin más compañía que la sombra que dibuja a su espalda el sol de la mañana, Angustias atraviesa las calles en dirección al prado donde se celebrará la romería. El pueblo está vacío, con la única presencia de la ropa que se balancea en las sogas que cruzan de balcón a balcón.
Un gato cruza por delante y la hace mirar hacia abajo para descubrir que no ha sido lo pulcra que había pretendido. Se sienta sobre el escalón de una de las casas y con un poco de saliva limpia el rastro de sangre que ha quedado en una de sus zapatillas.
Como dijo una vez mi madre, un escupitajo a tiempo lo salva todo. Espero que no haya quedado mancha. De todos modos, en medio de la algarabía de los bailes y los comienzos de lo que acabará en estruendosas borracheras, ninguna de esas brujas se fijará, y si lo hacen siempre puedo decir que estuve matando una gallina en casa de la señora. Porque en la casa en la que sirvo, sí que se come, no como en las que ellas friegan, donde ni los mendrugos son del día.
El aire que se cuela por debajo del sayo le produce un repentino temblor. Apura el paso, las campanas anuncian el comienzo de la misa. No llegas tarde, Angustias, nadie sospechará de ti.
Terminado el rezo y con la bendición del párroco, dará comienzo la fiesta. Las carretas ya están en formación, los jóvenes alardean de sus atuendos y empiezan a entonar canciones; las ancianas se dirigen a la plaza y forman un corro para iniciar la primera sesión de cotilleos. Se quitan la palabra la una a la otra; sus miradas suspicaces recorren el semicírculo para corroborar que sus sospechas sobre la conducta de alguna de ellas son ciertas: un hijo acusado de robo, una nuera descubierta en situación dudosa… Hasta una sopa con poca sal es motivo de deshonra.
En medio del grupo, Angustias mira hacia la calle. Teme la aparición del Guardia Civil, ese gordo con la nariz colorada por el orujo, la chaqueta lustrosa a causa de manchones y el pelo ralo, que anda husmeando por donde no debe. Ella ha dejado la puerta bien cerrada, incluso ha puesto una frazada a los pies de los cadáveres para que la sangre no salga por debajo de la tranquera.
Ya verás, Sagrario, lo que les pasa a las jóvenes presumidas que van por ahí quitando el novio a las otras. Sí, tu Adela es rubia y tiene buen tipo, pero iba por el pueblo con la nariz para arriba y nadie la quería, solo mi Bernarda, que la ayudaba con el huerto, que le enseñó a sacar lustre a los cacharros y ¿qué recibió en pago? Que le quitara el novio.
Días sin comer estuvo la pobre, hasta que sus caderas redondas quedaron como estacas. Pero mi hija tiene madre, una madre ha de velar por el honor de su hija y esa malnacida de Adela va a pagar por su traición.
Ahí estaban los dos tortolitos, en la casa de la colina, ella bordando, él mirándola con arrobo. ¿Cómo está doña Angustias?, tuvo el coraje de preguntarme el muy mierda. ¿Cómo iba a estar? Furiosa.
No se lo esperaban. No fue difícil. No para alguien acostumbrada a degollar terneros. Ahora sí que van a estar juntos para siempre.
Angustias retoma el camino. Se acerca con paso seguro a la pradera sembrada con los colores de los trajes, tibia por el sol de esa primavera recién estrenada, con las montañas aún con nieve a lo lejos. Allí están sus vecinas, marcando el ritmo del baile con el pie, batiendo palmas, riendo. Angustias las sorprende con una sonrisa que desde hace tiempo no luce y se dirige a una de ellas:
—Bueno, Sagrario, ¿cómo está tu Adela?
—Muy contenta, preparando su ajuar.