Escultura de un mendigo en el Hospital de Santo Spirito en Roma (Italia). |
Lo más
increíble de los milagros es que ocurren.
Gilbert
K. Chesterton
Por
una vez y sin que sirva de precedente en un discípulo de Trotsky como yo, me he
santiguado a la hora de entrar en esta oficina en busca de un puesto de
trabajo.
La
culpa de haber hecho la señal de la cruz es de mi madre que de niño hizo que me
vistiera de monaguillo. También tiene mucho que ver el año que llevo en el
paro. Y ¿por qué no?, todos estos jóvenes sentados en la sala con el mismo
objetivo que yo. A punto he estado de marcharme. Ellos entre veinte y treinta y
yo con cuarenta y cinco años.
Para
mi deshonra, mi mujer se ha vuelto conservadora. Ya no me acompaña a las
manifestaciones en contra de todas las injusticias y desigualdades que hay en
este mundo. Cuando nacieron nuestros tres hijos estuvimos de acuerdo en no
bautizarles y ahora resulta que los ha matriculado en el Colegio del Pilar de
Madrid. Intento adoctrinarles en casa, lo único que he conseguido es hacerles
un lío. Yo solo pretendo equilibrar la balanza, pero mi mujer a dicho que deje
a los niños en paz y ponga los pies sobre la tierra, que los buenos dirigentes
salen de allí.
Dejo
a un lado mis problemas hogareños cuando, tras las pruebas psicotécnicas, me
entrevisto con la psicóloga. Hemos congeniado. Me ha citado para mañana de
nuevo. He de tener una reunión con el que quizá llegue a ser mi jefe. Con una
sonrisa me ha aconsejado que lleve traje, camisa blanca, corbata azul y un buen
corte de pelo. Solo han elegido a dos. Y uno de ellos soy yo.
Es
tan raro, tan inquietante que entre todos esos currículos que quitan el hipo,
me hayan dado una oportunidad, que los pies me han llevado a la primera iglesia
que encontré en el camino. No traspasé el umbral, pero desde allí rogué:
-¡Señor,
llévame de la mano, que si me dejas solo, lo estropeo!
La
petición es absurda. No estoy en mis cabales. Me dí la vuelta.
Y
algo sucedió porque una mano, la del mendigo con el que tropecé, evitó que
rodara escaleras abajo.
© Marieta Alonso Más
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