Blog Literario de Francisco Martínez Bouzas |
"DESPUÉS DEL INVIERNO": NARRATIVA RUTILANTE Y PODEROSA
Guadalupe Nettel
Editorial Anagrama, Barcelona, 2014, 268 páginas
Después del invierno, concede
su autora, Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973), es una novela de rapiña,
porque este libro arranca, como todos los suyos, de historias reales y, a partir
de ellas, se exploran otras posibilidades y se constata especialmente cómo las
cosas pueden ir a peor. Una novela tejida en buena parte con hilos ajenos, con
fragmentos de vidas de otras personas, con pedazos de historias vividas o
contadas por los amigos de la escritora. Trenzada sobre todo con obsesiones,
con fascinaciones que a veces ella misma comparte: la afición y el apego por
los cementerios. Mas al margen de los orígenes de su escritura, es preciso
dejar constancia de que Guadalupe Nettel obtuvo con esta novela el prestigioso
Premio Herralde de Novela, 2014 -quinto escritor mexicano en obtenerlo- y forma
parte de esa fértil eclosión de narradores que, generación tras generación,
tiene lugar en México. Y lo hizo con una gran novela, rutilante, poderosa, a pesar del desasosiego que puede producir la
lectura de su trama. Uno de esos textos enramados de ficción y realidad que aparecen
de vez en cuando y son capaces de reconciliarnos con la literatura. Y de paso
nos conmocionan, ponen ante nuestros ojos, de forma a veces vitriólica y
estremecedora, otras, sumamente tierna o incluso humorística las punzantes
brechas que acechan a los seres humanos en la posmodernidad.
En menos de media línea Guadalupe Nettel
describe su obra: encuentro chocante entre dos neuróticos. Efectivamente, también
eso es Después del invierno, pero
también mucho más y quizás sea preciso recurrir a las palabras de Julio Ramón Ribeyro,
un ilustre compatriota de César Vallejo,
a su vez ilustre habitante de uno de los cementerios parisinos: “Seres
imperfectos viviendo en un mundo imperfecto, estamos condenados a encontrar
solo migajas de felicidad”. Son, en efecto, esas migajas de felicidad las que
guían y con frecuencia destrozan las existencias de los dos seres que sienten
pasión por los cementerios y que, sumidos en infinitas carencias, sostienen con
sus voces narradoras la trabe de oro de este novela. Son Claudio y Cecilia. Dos
seres con vidas solitarias. Sobre ellos, sobre sus personalidades neuróticas,
psicóticas, solitarias y obsesivas recae
el gran peso de la novela. Él, Claudio, una suma de muchos hombres misóginos, fatuos,
machistas. Cubano que comienza a odiar a
los cinco años y que ahora vive encapsulado en su apartamento neoyorquino,
presa de sus rutinas sobre las que descansa su existencia, que no acepta que
nadie se inmiscuya en su vida, ni siquiera su amante, quince años mayor, y que
le atrae por su inquebrantable tranquilidad dopada. Ella, Cecilia, mexicana,
estudiante de tesis en París, economía precaria, víctima de múltiples complejos
y carencias, encerrada así misma en un miserable apartamento, situado -ese es
su atractivo- al lado del cementerio Père-Lachaise. Cecilia vive agobiada por
el sinsentido de su propia vida, atada a la enfermedad de su novio y en algún momento de la narración termina vegetando
como un paria, sumergida en la soledad de un despojamiento absoluto que nos
hace recordar al austeriano Marc Stanley Fog de El Palacio de la Luna, que vivía como un animal en una cueva de
Central Park.
Guadalupe Nettel dota de voz a ambos protagonistas
para que nos cuenten sus vidas y sus interacciones con otros personajes, sin
duda secundarios, pero excelentemente moldeados: Ruth, Tom, Susana, Haydée…A
borbotones, a veces difíciles de digerir, vamos conociendo sus neuróticas
extravagancias, sus insatisfacciones, la pasión por los espacios y ciudades en
los que viven, sus amores, plenos o insatisfechos, con despojos de deseos, sus
prácticas sexuales, violentas las de él para liberarse de la cobardía del
desamor, o una página en blanco las de ella, una neófita del sexo. Y sobre todo, sus experiencias de
extrema soledad, de dolor, de pérdida, de luto, el recuerdo de aquella primera
novia que eligió el suicidio.
En
sus vidas hay de todo. Infancias difíciles, estigmas de abandono materno,
huellas de un episodio homosexual en la Cuba castrista; el París huraño, que no es luz, sino lluvia
helada, frío invierno, apatía de sus moradores; telarañas emotivas que
disfrazan el desamor a la vez que atrapan a un personaje que actúa como un robot.
Hasta que la novelista hace que sus destinos
se entrecrucen, de forma puramente aleatoria y que surja la pasión, acompañada por
la fascinación por los cementerios. Y la huida a tiempo de una historia destructiva.
Y, a partir de de ahí, el miedo a haber perdido la cordura y la vinculación salvadora
con los demás, desde la experiencia del dolor.
Guadalupe Nettel |
Novela así mismo sobre miserias y mezquindades.
Sobre la desazón de los grandes espacios urbanos como París, una ciudad
propicia a los suicidios, donde siempre es invierno -una buena metáfora de esta
pieza narrativa-, un invierno desabrido, capaz de encapsular a las personas,
porque también ellas, desde su soledad y desde sus neuróticas fijaciones, han
embotellado a París, convirtiendo a la gran urbe en una miniatura gris,
imposible de disfrutar (página 143).
Después
del invierno no es una novela siniestra, pero muchas de sus páginas nos
producen escalofríos, nos estremecen y al mismo tiempo nos estimulan, porque al
final se apuesta por la vida y las personas recuperan el respeto por si mismas.
Escritura desnuda, sin efectivismos, sobriedad narrativa que acrecienta el
efecto sobrecogedor de una trama que hace aflorar lo que somos y lo que
tenemos, capaz de hacer germinar, pese a sus pinceladas de humor, una
solidariedad incondicional con al congoja insondable que entraña la condición humana.
Una edición que sortea el criterio de
traducibilidad al español de España, respetando los localismos
latinoamericanos, es un plus que enriquece, en mi opinión, un libro escrito con
gran vitalidad narrativa.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Templé
con Ruth por primera vez en la cocina de su departamento. Se había parado de
puntas para buscar no sé qué especia en la alacena. Levanté su falda de seda y
le hice el amor como nadie en su vida, ya que nunca antes había estado con un
latino, mucho menos con uno de estos hombres que sólo se producen en la isla
donde yo nací. A sus cincuenta y tantos años, Ruth grita como una felina cuando
mi pinga le golpea los ovarios. Terminamos en su cama entre unas sábanas color
durazno y dormimos juntos esa noche. Por la mañana, me fui sin hacer ruido y
llegué al trabajo oliendo a alcohol y a desvelo. Ninguno de mis compañeros hizo
un solo comentario. Me conocen de sobra como para saber que no soporto las
indiscreciones.”
…..
“Los
cementerios de París están localizados en sus cuatro extremos: Montmarte en el
norte, Père-Lachaise al este, Passy al oeste y Montparnasse en el sur. Mientras
volvíamos a pie hacia Bastille, Claudio me contó que, antes de que se
construyeran, el principal camposanto de la ciudad estaba en el centro, junto
al mercado de Les Halles, exactamente donde ahora se encuentra la Place Joachim-du-Bellay.
Fue clausurado a fines del siglo XVIII después de una epidemia terrible,
originada por el manejo inapropiado de los cuerpos. Desde entonces se prohibió
enterrar a los muertos dentro de la ciudad. «¡Cuántos cadáveres hay debajo del
suelo que pisamos todos los días!», recuerdo que pensé. Por si fuera poco esta
la red de catacumbas romanas que se extiende en el subterráneo de la ciudad y
aloja a su vez una gran cantidad de huesos. Concluí que vivir en parís,
dondequiera que uno esté, es vivir sobre la sepultura de alguien. La ciudad es
un inmenso cementerio. Si las teorías espiritistas eran ciertas –y cada vez
estoy más convencida de ellas-, todos debíamos de haber sido poseídos, por lo
menos alguna vez, por un alma en pena.”
…..
“A
pesar de mis esfuerzos, nunca escuché las voces que Tom me había prometido. En
cambio escuche las de una multitud de seres condenados a vivir solo, añorando a
alguien que había pasado al otro mundo. Conocí a decenas de estos seres y a
otros semejantes. Conocí a Eleanor Rigby y al padre McKenzie, a gente enferma
que esperaba la fecha de su muerte como los prisioneros aguardan el final de
una condena y que, como Tom, habían comprado anticipadamente el nicho donde
habrían de ser depositadas sus cenizas. Conocí a personas sin esperanza con
quienes mantenía largas conversaciones que olvidaba a los pocos minutos, no por
su intranscendencia sino por el estado catatónico en el que me encontraba.
Incluso presencié el entierro de uno de ellos. En cuanto el cementerio cerraba
sus puertas, volvía a mi casa para desplomarme, sobre unas sábanas que nunca
lavaba. Ya no me hacía falta la radio. Por las mañanas salía a comprar pan o
alimento pero siempre acababa volviendo al Père-Lachaise como si se tratara de
un polo magnético alrededor del cual gravitaba mi existencia. Después empecé a
interesarme por las historias de aquellos que caminaban entre las tumbas como
lo hacía yo misma, pero sobre todo por los difuntos y sus biografías. Me di
cuenta de que bastaba con acercarse a la sepultura donde alguien se hubiera
detenido, para entablar una conversación acerca del finado.”
(Guadalupe Nettel,
Después del invierno, páginas 28-29, 158, 259)
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