martes, 25 de abril de 2017

Luis Miguel García de Mora (Lumigarmo): Crónicas de mi padre I

La flor del azafrán



Otoño, la rosa del azafrán

Vivimos el otoño, a veces con validez estival y a veces con barruntos invernales. Según le dé a la Naturaleza, Manu Leguineche, en uno de sus últimos libros, escribe: El otoño es el silencio atravesado por el crujido de las hojas muertas, lo que nos parece muy cierto y muy bello. Pero nos entristece más que nunca que la amadísima rosa morada de nuestros campos se va mustiando antes de tiempo, sin saber cuánta vida activa le queda. De unos otoños a esta parte, la rosa del azafrán ha perdido casi toda su vigencia y nadie sabe cuánto ha de tardarse hasta que se le cante el gorigori o, ¡felicidad!, recupere alientos, si hay milagro por medio. ¿Admitimos los milagros? Recordemos un trozo de historia, ya casi olvido…

Era un otoño. Cinco soldados hacían una descubierta por los helados y nevados montes aragoneses. En esto apareció un avión enemigo que dejó caer dos bombas y disparos de ametralladora. Uno de los jóvenes militares reaccionó al cabo de dos o tres horas, no vio a nadie en derredor y se dedicó a buscar a sus compañeros.

Sin árboles ni arbustos, solo el manto de nieve cubría el abrupto suelo. A los pocos pasos, el militar halló una bola blanca, que creyó una bola de nieve; era, envuelta en el albo meteoro, la cabeza de uno de los soldados. Poco a poco dio con todos ellos y completamente destrozados… Pasados los años, el superviviente, único para contarlo, amistó en un viaje por tren con un eclesiástico levantino, a quien le contó la dolorosa aventura. El religioso le animó diciéndole: ¡Fue un milagro lo que Dios hizo con usted!... Él, pesaroso, emitió un suspiro y se limitó a decir: Sí, pero ¿qué milagro tuvieron los otros?

Se cultiva ya muy poco azafrán, perdiéndose una de las plantas más tradicionales de nuestros pagos. Si no lo remedia Dios (bueno, más o menos como un limpio milagro…), nos quedaremos sin rosas moradas en el campo y únicamente quedará el folclore.

Un día el excelente pintor manchego Dávida pintó un cuadro, al que nosotros hicimos unas humildísimas seguidillas… Con perdón, aquí van. Siempre fuimos unos enamorados de la rosa del azafrán.
Hebras de azafrán


A una rosa del azafrán pintada

A esta rosa morada
que aquí se posa
le pintó el pintor alas
de mariposa.

Y le puso arbolillos
con labrantío,
molinitos de viento
y el caserío.

Vense alfombras bordadas
en los alcores,
por las que triscan mozas
soñando amores…

¿Y aquéllos puntos blancos
sobre las lomas?
quizá sean angelotes,
quizá palomas.

Animosas comadres
de la rodera,
cuando estáis con la monda,
¿quién os espera?

No reposan las manos,
el rolde afana,
y va por seguidillas
la veterana…

Y le pide a la Virgen
(… «de Ti lo espero»)
que hogaño traiga el clavo
plata y platero.

x  x  x

¡Viejos predios de trigos
y azafranales…,
ya no quedan zagalas
sin sus zagales!


© Miguel García de Mora

Lanza / martes, 30 de octubre de 2007






Miguel García de Mora Gallego, «El narrador de La Mancha» nació en Manzanares en 1916 y murió en La Solana en 2013. Llega a este Blog de la mano de su hijo Luis Miguel que lo define como un hombre sencillo y un periodista incansable. Para su hija Gloria, su padre, fue un manchego de pro, de franqueza campechana y corazón abierto, que se sintió Quijote y Sancho en extraña confusión. 

Muchísimas gracias a los dos por permitirme publicar algunas de sus crónicas.


¡Viva La Mancha!


¡Vivan los manchegos!



   

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