viernes, 19 de enero de 2018

Luis Miguel García de Mora (Lumigarmo): Crónicas de mi padre VII





La Mancha, 1901… 
Como sucedáneo del ferrocarril, a principios de siglo se estableció el servicio Villanueva de los Infantes-Manzanares que fracasó por el boicot de los labradores.





Decían que aquella máquina les espantaba las mulas…

Era alrededor de 1901… El campo de Montiel, con sus tres mil y pico de kilómetros cuadrados, no tenía ferrocarril -ni lo tiene-, y alguien buscó un sucedáneo para enlazar la población de Villanueva de los Infantes con la estación de Manzanares, pasando por La Solana.

Ese alguien, un precursor, llamábase don Nicolás Muñoz, ingeniero mecánico, que había emigrado a América y de donde vino, como buen indiano, con bastante plata, deseoso de invertirla en algo que redundara en beneficio de su patria chica.

Y, al efecto, ideó una original máquina de transporte -invento propio o adaptado de otro del Nuevo Mundo- que se alimentaba con leña. El vehículo era una especie de vagón de ferrocarril, con el departamento de la caldera delante. Tenía una regularcita capacidad.

(Podemos verlo en la fotografía que nos presta don Isidro López de Haro, un señor de La Solana, cuyo padre se cuenta entre los viajeros de la escena captada en cuestión. En ese momento el remedo de tren hacía su parada en la carretera a la entrada de dicho pueblo).

El negrísimo humo de su chata chimenea, sobre el pardo paisaje, era como una ilusión ferroviaria sin guardabarrera… Prestaba al terreno una creencia de civilización. Y daba el vehículo también tanto o más ruido, relativamente, que el más potente convoy de hierro.

A tal extremo, que éste fue precisamente la causa de que el benemérito y romántico servicio de viajeros durara solo unos meses. Los labradores le presentaron desde su principio el más tenaz y exacerbado boicot. El horrísono trepidar de la máquina alarmaba a las caballerías por la carretera, haciéndolas salir a la cuneta con sus pesados carros y galeras, e incluso, a su paso por las tierras de cultivo, espantábanse las bestias y luego costaba trabajo hacer que tirasen nuevamente del arado. Y esto no lo podían tolerar los hombres del agro. ¡Estaría bueno!

Por la carretera no había circulado todavía, según se sabe, más artificio de ruedas de tracción no hipomóvil que el “cuatro cilindros” de don Antonio Maura, una vez que la familia García-Noblejas le invitó a visitar las lagunas de Ruidera (entonces prácticamente desconocidas desde los tiempos de Don Quijote y Sancho), y los animales no estaban acostumbrados a semejante ruidoso “modernismo”. Otra cosa hubiera sido, claro, de haber topado con el ferrocarril, duro e inflexible, pues tantos ellos -los animales- como sus amos habríanse visto obligados a contemporizar con él, “velis nolis”.

Pero el nuevo servicio era de un particular, un enemigo “menor”, y los agricultores intensificaron su animosidad, tangibilizándola como podía. ¡Hasta colocando grandes palos y piedras en la carretera! El señor Muñoz tuvo que requerir la protección de la Guardia Civil y en cada viaje iba de escolta una pareja.

Más, así y todo, los ataques continuaban, y aunque el sistema de locomoción resultaba cómodo, rápido y barato para los viajeros de la vasta comarca, que solían viajar en pesadas tartanas y carros, se impuso la ley de la fuerza con el “aquel” de que a los campesinos se les asustaban las bestias de labor y acarreo. Y el ingeniero don Nicolás, que pensó hacer algo importante a favor de sus paisanos, clausuró su explotación. Un magnífico anticipo, sí, ya que no de la vía férrea, de las modernas líneas de autocares de nuestros días.


Y dícese que, dolido por la incomprensión de la gente, se volvió a las Indias.  





© Miguel García de Mora. Escritor
27 de julio de 1965
Revista semanal "Dígame" 







Miguel García de Mora Gallego, «El narrador de La Mancha» nació en Manzanares en 1916 y murió en La Solana en 2013. Llega a este Blog de la mano de su hijo Luis Miguel que lo define como un hombre sencillo y un periodista incansable. Para su hija Gloria, su padre, fue un manchego de pro, de franqueza campechana y corazón abierto, que se sintió Quijote y Sancho en extraña confusión. 



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