He decidido ir al campo
este fin de semana. Llevo un par de meses sin ir, y lo echo mucho de menos. Hacer
senderismo es una de las cosas que más me relaja y revitaliza a la vez, después
de pasar toda la semana en mi trabajo. Un trabajo que, más que una obligación,
es una pesadilla. Solo con escuchar el nombre de mi empresa, me da urticaria.
Pero en el campo… allí me
olvido de los dolores de cabeza, del lumbago, de las subidas de tensión, de las
indigestiones… Allí vuelvo a ser niño, vuelvo a ser yo, recupero las ganas de
vivir, y recuerdo que aún tengo sueños. Unos sueños que debo desempolvar cada viernes,
y que llegado el martes, ya no me acuerdo ni de que existen. Siempre es igual.
Pero, y... ¿Mi brújula? ¿Dónde
está mi brújula? Todavía no se me ha
olvidado aquella vez que me perdí en el bosque, cuando tenía diez años. Fueron
las cuatro horas más angustiosas de mi vida. Jamás he vuelto a sentir un cúmulo
de emociones tan dispares y desconcertantes como aquel día. Gracias, que no estaba
solo. Estaba ella, Elisa. La niña más bonita que he conocido en mi vida.
Sin querer, nos alejamos
del grupo en aquella dichosa excursión a la sierra. Aún no sé cómo acabamos los
dos juntos, perdidos en medio de un pinar. Si apenas nos dirigíamos la palabra
en clase…
Después de ese día, el
primer regalo que me hizo mi madre, fue una brújula. Una preciosa brújula
dorada que ha estado conmigo todos estos años. Sin la que no puedo salir a
ningún lado. Y que me recuerda una y otra vez aquella inquietante aventura
junto a Elisa.
«Abrázame
fuerte, Manuel, tengo mucho miedo y siento frío»,
aún la escucho decir claramente, como si la tuviera enfrente.
Yo tenía más miedo que ella,
pero la sensación de tenerla entre mis brazos me hizo sentirme un hombre. Un hombre
asustado, pero a la vez feliz. ¡Cómo olía su pelo, Dios mío! Esa melena de
color castaño oscuro con reflejos caoba que casi le llegaba a la cintura…Y ¡qué
increíbles sus preciosos ojos negros! Al mirarlos, me parecía estar contemplando
dos hermosas obsidianas. Y cuando se hizo de noche, su brillo me hizo pensar
que se había colado en ellos un trocito de cielo colmado de estrellas.
¡Cuántos suspiros ahogados
por no atreverme nunca a decirle lo que sentía! ¡Y cuántas lágrimas derramadas
por tener que hacerme a la idea de que en ningún momento se fijaría en alguien
como yo!
Pero de esto, hace ya veinticinco
años.
¿Dónde estará mi brújula?
¡Si la tenía en el cajón! Madre mía, necesito cambiar de trabajo, se me están
achicharrando las neuronas.
—Yo sé dónde está —responde
alguien de pronto, detrás de mí.
Tan ajetreado estaba
buscando, que no me daba cuenta de que había una persona apoyada en el marco de
la puerta.
—¿Quién eres? —pregunto perplejo.
Y pienso: Pero ¿cómo leche se ha colado esa mujer en mi casa?
Como intuyendo mi pregunta,
ella responde:
—Tu madre me ha abierto la
puerta. Acabo de llegar de viaje.
Al mirarla bien, una oleada
de energía me recorre todo el cuerpo, el corazón se me desboca y mi vello se
eriza como si acabase de recibir una descarga.
—¿Elisa?
—La misma —afirma dándose
una vuelta para que pueda observarla con detalle—. Me mudo otra vez al pueblo.
Tras varios segundos, sin
saber bien qué decir, no se me ocurre otra cosa que preguntar como un auténtico
idiota:
—¿Dónde está?
—¿Quién? —pregunta sorprendida
ante esa extraña bienvenida.
—La brújula. Has dicho hace
un momento que sabías dónde está.
—Ahhh, sí.
Elisa se acerca lentamente
hacia mí, clavándome sus impresionantes ojos negros. Y muy despacio, coloca su
mano derecha en mi corazón.
—Aquí —dice dulcemente con
una sonrisa—. Y ésta, no la pierdas nunca. Porque la mejor brújula que puedes
seguir, es la que está dentro de ti —añade, enseñándome mi libreta de poemas,
todos escritos para ella, y que nunca compartí.
—Esta madre mía… ya me la
ha jugado.
© Ana María Rodríguez Jiménez
Me parece estupendo. A medida que vas leyendo pareces ser tú mismo. Me encanta la naturaleza.
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