Acrílico sobre tela Socorro González-Sepúlveda Romeral |
Al lado de la casa del cura
está la casa del juez de paz. Al juez
se le veía con frecuencia en la puerta de su casa, tomando el sol en
invierno y el fresco en verano, sentado en un viejo sillón de mimbre que se
había adaptado a la forma de su cuerpo.
Alto, delgado, más viejo que joven, su escaso
cabello entrecano asomaba por debajo del sombrero negro, que no se quitaba
nunca, únicamente cuando su hija menor se lo escondía para cepillarlo con agua y amoniaco. En estas
ocasiones, el juez se enfadaba mucho, asegurando que se constipaba cuando iba
sin sombrero. Unos ojillos pequeños e inteligentes al lado de la nariz
aguileña, junto con una sonrisa irónica, socarrona completaban su fisonomía.
Vestía un traje oscuro de buen paño, camisa blanca y chaleco. Calzaba unos
botines de piel negra, bastante usados, y sus manos, de dedos largos y
manchados de tabaco, eran las de un hombre que no ha trabajado nunca.
Consultaba con frecuencia
el reloj de bolsillo que tenía en su chaleco, era muy meticuloso con los
horarios, que no alteraba por nada del mundo, a pesar de que solamente se pasaba una vez por semana por el
ayuntamiento, para ejercer de juez y arreglar las diferencias que surgían entre
los vecinos del pueblo.
El resto de su tiempo lo
dedicaba a fumar y leer novelas del Oeste, también leía el ABC con un día de
retraso, después de haber sido leído por su dueño el secretario del
ayuntamiento. A veces daba un paseo por el campo para ver crecer el trigo, y
esto era todo el ejercicio que practicaba, pues cuando no leía jugaba a las
cartas en el casino.
A pesar de esta vida
tranquila y descansada, el juez tenía un genio de «mil
demonios». Se
ponía como un basilisco cuando alguien le contradecía. Tenía por costumbre
despotricar contra todos y opinar de lo divino y humano. Se consideraba a sí
mismo un buen católico, un buen padre y un buen juez, tal vez porque su mujer y
sus hijas le daban gusto en todo y lo trataban a «cuerpo
de rey», aunque
el dinero escaseaba en la casa del juez, puesto que el cargo era honorífico, sin
paga, y sus rentas escasas.
© Socorro González-Sepúlveda
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