sábado, 17 de febrero de 2018

José Carlos Peña: La brújula


                                                         
Un mapa y una brújula, un sextante y un reloj es todo lo necesario para orientarse en el mar. Si uno los maneja correctamente, siempre sabe dónde se encuentra y en qué dirección avanza. Pero en tierra no ocurre lo mismo.

Cuando, después de muchos años navegando, Ismael dejó la vida en los barcos, puede decirse que el sentimiento que experimentó con más intensidad fue la desorientación.

Él deseaba dejar atrás la soledad y el distanciamiento que supone la vida en el mar y vivir entre sus congéneres como uno más. Y, aunque ya no era joven, gracias a su espíritu inquieto y su gran fuerza de voluntad probó varios empleos, habitó en diferentes ciudades, se casó  dos veces e intentó  hacer suyos cuatro hogares distintos. Pero lo años pasaban y no podía decir que hubiera encontrado su camino, porque la vida en tierra ofrece demasiadas distracciones, hay excesivos puntos de referencia y uno, al final, no sabe a ciencia cierta dónde está ni a dónde se dirige.

Comprobó con desaliento que vivir entre los otros resultaba complicado, porque era preciso conjugar muchos intereses, mantenerse al margen de la política, despreciar la publicidad, luchar contra la corriente de las modas, evitar a los bancos, ignorar las habladurías y sortear las trampas del amor; demasiadas dificultades para alguien acostumbrado a  moverse de aquí para allá siguiendo una ruta previamente trazada en el mapa. 

Aun así tuvo suerte y las cosas le fueron relativamente bien. Consiguió montar un pequeño negocio, se casó por tercera vez y estableció su residencia en un pueblo junto al mar.

Pero no podía evitar la melancolía de su vida anterior y con los años terminó comprándose un barquito, en el que cada vez pasaba más tiempo.

La gente creía que se dedicaba a pescar, que disfrutaba brincando sobre las olas o que buscaba unos momentos de soledad y recogimiento en medio del mar. Pero no era así exactamente.

En realidad, lo que hacía cuando se había alejado lo suficiente de la costa, era encerrarse en la cabina, extender una carta de navegación sobre la mesa de bitácora y,  armado con una brújula, un sextante y un reloj, dedicar largas horas  a calcular rumbos, distancias y velocidades; midiendo la altura del sol sobre el horizonte y estudiando el movimiento de las estrellas para situarse, y obtener así una idea aproximada de dónde se encontraba y en qué dirección se movía.

Esos eran sus únicos momentos de sosiego, cuando se sentía capaz de intuir la sutil armonía que rige el mundo y el devenir de todas las cosas. Quizá no fuese una más que una sensación falaz, una ilusión de su mente, pero a Ismael le servía para enfrentarse luego, una vez en tierra, al aparente sinsentido de la vida cotidiana.

Muchos años después, cuando vio aproximarse el momento final, no exigió nada, porque le daba absolutamente igual lo que hicieran con su cuerpo y el lugar que le asignaran para descansar eternamente. Pero si rogó a sus familiares que, ya que iba a emprender su último viaje, por precaución, lo enterraran con una brújula en el bolsillo.


© José Carlos Peña 


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