Un mapa y una brújula, un sextante y un reloj es todo lo
necesario para orientarse en el mar. Si uno los maneja correctamente, siempre
sabe dónde se encuentra y en qué dirección avanza. Pero en tierra no ocurre lo
mismo.
Cuando, después de muchos años navegando, Ismael dejó la
vida en los barcos, puede decirse que el sentimiento que experimentó con más
intensidad fue la desorientación.
Él deseaba dejar atrás la soledad y el distanciamiento
que supone la vida en el mar y vivir entre sus congéneres como uno más. Y,
aunque ya no era joven, gracias a su espíritu inquieto y su gran fuerza de
voluntad probó varios empleos, habitó en diferentes ciudades, se casó dos veces e intentó hacer suyos cuatro hogares distintos. Pero lo
años pasaban y no podía decir que hubiera encontrado su camino, porque la vida
en tierra ofrece demasiadas distracciones, hay excesivos puntos de referencia y
uno, al final, no sabe a ciencia cierta dónde está ni a dónde se dirige.
Comprobó con desaliento que vivir entre los otros
resultaba complicado, porque era preciso conjugar muchos intereses, mantenerse al
margen de la política, despreciar la publicidad, luchar contra la corriente de
las modas, evitar a los bancos, ignorar las habladurías y sortear las trampas
del amor; demasiadas dificultades para alguien acostumbrado a moverse de aquí para allá siguiendo una ruta
previamente trazada en el mapa.
Aun así tuvo suerte y las cosas le fueron relativamente
bien. Consiguió montar un pequeño negocio, se casó por tercera vez y estableció
su residencia en un pueblo junto al mar.
Pero no podía evitar la melancolía de su vida anterior y
con los años terminó comprándose un barquito, en el que cada vez pasaba más
tiempo.
La gente creía que se dedicaba a pescar, que disfrutaba
brincando sobre las olas o que buscaba unos momentos de soledad y recogimiento
en medio del mar. Pero no era así exactamente.
En realidad, lo que hacía cuando se había alejado lo
suficiente de la costa, era encerrarse en la cabina, extender una carta de navegación
sobre la mesa de bitácora y, armado con una
brújula, un sextante y un reloj, dedicar largas horas a calcular rumbos, distancias y velocidades;
midiendo la altura del sol sobre el horizonte y estudiando el movimiento de las
estrellas para situarse, y obtener así una idea aproximada de dónde se
encontraba y en qué dirección se movía.
Esos eran sus únicos momentos de sosiego, cuando se
sentía capaz de intuir la sutil armonía que rige el mundo y el devenir de todas
las cosas. Quizá no fuese una más que una sensación falaz, una ilusión de su
mente, pero a Ismael le servía para enfrentarse luego, una vez en tierra, al
aparente sinsentido de la vida cotidiana.
Muchos años después, cuando vio aproximarse el momento
final, no exigió nada, porque le daba absolutamente igual lo que hicieran con
su cuerpo y el lugar que le asignaran para descansar eternamente. Pero si rogó
a sus familiares que, ya que iba a emprender su último viaje, por precaución,
lo enterraran con una brújula en el bolsillo.
© José Carlos Peña
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