lunes, 13 de agosto de 2018

Malena Teigeiro: La vida de un peregrino

La Puerta del Perdón
Catedral de Santiago de Compostela


Como ese año era Año Santo, y mi vida hasta entonces no había sido muy edificante, decidí poner remedio a mis pecados e irme a por el Jubileo. Tomada ya la decisión, aquella noche dormí tranquilo. Por la mañana, en cuanto desperté, acudí con mi chica a arreglar los papeles para contraer matrimonio. Días más tarde, celebramos la ceremonia. Por lo menos, el pecadillo de amancebamiento, lo llevaba resuelto. Lo hicimos así, casi de puntillas, sin fiestas ni alharacas. Fui un poco egoísta, lo sé, pero a mis años ya estaba yo de vuelta de muchas cosas, y ella, con tal de casarse, se hallaba dispuesta a todo.

Dejé el viaje de novios para otras fechas, e inicié la preparación para hacer el último tramo del Camino de Santiago, eso sí, cara al verano, porque a mí no me gusta mojarme y tampoco las nieblas mañaneras me sientan bien. A mi edad, esas brumas frías se pegan a los huesos y causan bastantes molestias. Dándole vueltas al asunto, y conociendo que los refugios están al principio y fin de cada etapa, llegué a la conclusión de que lo mejor era partir las jornadas. Pero, claro, era de tontos deshacer el camino andado o quedarte a dormir a la intemperie, y como no me han ido mal las cosas en la vida, y tengo un buen coche, contraté a un mecánico, que venía a recogerme a donde yo estuviera y, juntos, nos dirigíamos al mejor hotel de la zona. A la mañana siguiente, después de haber tomado un buen baño y mejor desayuno, el hombre volvía a dejarme en el mismo sitio en donde me había recogido. Luego, se acercaba al hotel, que ya teníamos reservado, y allí lavaba la ropa y limpiaba el segundo par de botas, lo que permitía que llevara la mochila a la espalda como buen peregrino, pero solo portando el peso de un tentempié reparador y un par de termos. Uno, lleno de agua bien fresquita, y el otro, de café bien calentito, que yo sin mis cafelitos no soy nadie. Así hice los kilómetros que eran necesarios para que al mostrar el pasaporte bien firmado, le entreguen a uno eso que dan en nombrar La Compostela.

Llegué a la plaza del Obradoiro un soleado medio día, ya tarde. Sin perder tiempo, me coloqué delante de la Catedral, le hice una gran reverencia al Señor Apóstol, y, rápido, fui a almorzar, no fuera a ser que cerraran el encomiado restaurante en el que tenía reservada mesa desde Madrid.

Comí un magnífico centollo, de aperitivo un cuarto de percebes, empanada de raxo, y de plato base, una merlucita en caldeirada. Todo ello regado por el mejor Albariño. De postre, cañitas de crema, filloas, un par de cucharaditas de tocinillo de cielo, acompañado por una exquisita queimada, y café.

No era ya persona cuando me retiré del yantar, por lo que decidí ir directamente hacia el Hostal de los Reyes Católicos, que hace ángulo recto con la Catedral, así, al día siguiente no tendría que ponerme a andar otra vez para cumplir mi objetivo. Me levanté dispuesto a entrar por la Puerta del Perdón para ganar el jubileo, cosa que hice sin tener que guardar cola, pues había tenido la precaución de mandar al chófer a las seis de la madrugada. Una vez allí, le invité a que pasara conmigo, cosa que agradecido, así hizo. Ya perdonados mis pecados, dirigí mis pasos a buscar el certificado de peregrino; luego, llevando las indulgencias bien dentrito en mi pecho, guardaditas en mi alma, escuché la misa de doce, que es cuando ponen en marcha el botafumeiro. Como pocas veces en la vida, sentí una profunda emoción con el humo del incienso, el abrazo al Santo, la homilía…

Después de haberme puesto a bien con el Señor Apóstol, le di al conductor el día libre, y volví a otro restaurante para almorzar; éste, por lo que me habían dicho, más exquisito. Tomé unos camarones, una enorme nécora, ¡nunca había probado otra igual!, y un plato de langosta con chocolate, que recomiendo a todo el que pueda, no deje de tomar. De segundo, esta vez elegí la carne asada. Estaba tierna, jugosa, ¡y qué patatitas de acompañamiento! Disfruté como un niño aplastándolas sobre la transparente y dorada salsa. De allí fui a dormir la siesta y cuando una hora y media más tarde me levanté, salí decidido a visitar algunos monumentos. Eran tantos y tan antiguos, que nada más ver el primero creí oportuno dejarlo, y volver en otra ocasión acompañado por la ya mi señora, para recrearnos juntos en tanta belleza. Regresé al Hostal y cómodamente sentado en la acogedora terracita que tienen en una esquina de la plaza, tomé un pincho de tortilla de patata, de ésas que al cortarla se le sale el huevo amarillo, cremoso, y una cañita de fría y espumosa cerveza, que tenía un sabor diferente, a mi juicio no tan bueno como la de Madrid.

Por la mañana, no queriendo añadir a mi cansancio de peregrino el de un viaje de vuelta por carretera, tan largo, ordené al conductor que llevara el coche y mis pertenencias a mi casa. Le di las gracias y le dejé dinero para sus gastos. Luego, tomé el avión y volví a la capital. Cuando mi santa abrió la puerta, caí derrotado en sus brazos. Cielo, le dije arrebujado en su pecho mientras la besaba y me acaloraba con su aroma, ¡qué dura es la vida del peregrino!


© Malena Teigeiro

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